Se subía en una banqueta y miraba por el balcón que
daba a la calle, a la plaza donde otros niños jugaban. Los miraba durante
largas horas hasta que en ocasiones llegaba la noche.
A veces la despertaban muy de mañana. La vestían de
domingo, y la puerta que significaba libertad se abría. Todavía no había
amanecido y acompañada de mamá subían a un coche que los llevaba a la estación
para irse a visitar a los abuelos al campo.
Anhelaba aquellos días en los que aunque fuera bajo
la atenta mirada de las señoras del caserío podía andar a sus anchas y ser lo
que era, una niña.
Después todo aquello quedaba como un sueño y los
años pasaban, sus hermanas y hermanos fueron creciendo, iban al colegio y salían
de allí a diario mientras ella se
escondía entre el reloj del salón y los sillones de la biblioteca.
Entre semana venía un profesor que le enseñaba a
leer y a escribir, y cuando aprendió comenzó a leer sobre todo lo que había fuera
de aquellas paredes. Preguntó una y mil veces el motivo por el que tenía que
estar en casa y no podía salir. Las razones eran siempre las mismas: era muy
pequeña, estaba enferma, se cansaría…
La mirada inquisidora de papá, como si lo molestara
con una pequeñez y la mirada de tristeza que tenía su madre cada vez que la
observaba. Eso veía cada día.
Prefería el balcón y ver la gente pasar, se conocía
los nombres de todos gracias a María la cocinera, con la que pasaba largas
horas en la cocina. Con el tiempo perdió la vergüenza y comenzó a hablar con
todo el mundo que pasaba por la plaza. Sus padres estaban demasiado ocupados:
en su trabajo en el ayuntamiento él, y ella en sus obras de caridad de la
parroquia.
Consiguió que la dejaran salir a los mandados con María
prometiendo portarse bien y no molestar a nadie, y así pudo descubrir qué había
más allá del tic tac del reloj y el sonido del rasgar de la pluma de papá sobre
el papel.
Nunca supo qué fue mejor, si el remedio o la
enfermedad. Nunca entendió muy bien lo que ocurrió en realidad, tan solo que
después de un año saliendo con María una mañana un joven muy simpático al que
ya había visto varias veces le entregó un papel para que se lo diera. Ella,
cumplidora, se lo dio y un par de días después la cocinera se marchó para no
volver.
La siguiente cocinera no era tan simpática y aunque
siguió mirando por la ventana del balcón de la cocina, aquella antipática
señora no permitía que la acompañara a los mandados. Las otras chicas de la
casa eran muy secas y además tan solo estaban durante el día en la casa. Volvió
a sentirse sola.
Sus hermanos se fueron marchando, algunos a estudiar
otros a trabajar y los cabellos de sus padres encanecieron. A veces bajaba sola a la plaza
cuando María la llamaba para que viera a sus hijos pequeños.
Comenzó a ir a misa los domingos con sus padres y eso
al principio fue una novedad. Su madre en ocasiones la llevaba a la parroquia,
donde estaba con otras señoras que hablaban sobre cosas aburridas. A ratos algunas
se acercaban a ella mirándola con pena y hablándole como mamá les hablaba a sus
perros.
Se aburría tanto que acabó por conseguir que no la
llevara, tan solo había obligación de la misa dominical. Prefería quedarse en
casa, mirando y leyendo despacio los libros de la biblioteca.
El tiempo pasó y primero se fue papa, como hacía tiempo
se habían ido al cielo los abuelos. Mamá se vistió de negro y se encerró más en
sí misma, la casa se volvió más sombría y lúgubre. Sus hermanos a veces venían
a visitarlas con sus sobrinos, con los que a ella le gustaba jugar.
Algunos días recibían visitas de amigas de su madre,
y se ponían los manteles buenos y se vestían de bonito como decía ella. Volvía a
aburrirse: hablaban de dolores, de gente muerta y de lo triste que era todo.
Una mañana de enero mamá se durmió para siempre
acompañada de sus perros, y entonces su vida cambió de nuevo.
Ahora en la casa entraba el sol, las ventanas permanecían
abiertas y había flores en macetas en el balcón. María venía a visitarla todos
los días y le hacía compañía, salían a la plaza, daban largos paseos y cuando
miraba al balcón de su casa la niña que se asomaba por él ya no estaba triste:
le sonreía.
Fuente imagen: nuestra, bajo la misma licencia del blog.
Encantador.
ResponderEliminarMe alegra que te lo parezca un poco de encanto y final feliz no hace mal a nadie. buena noche.
ResponderEliminarEs precioso.
ResponderEliminartiene inocencia y un buen final, conectar con los niños que tenemos dentro. un saludo Ana.
ResponderEliminarAhí le has dado. Y recrear la inocencia es muy difícil, Leonor.
ResponderEliminarGracias Alodia :) todos tenemos un poquito de esa inocencia de niños en algún lado, gracias por tus comentarios.
ResponderEliminarEs para reflexionar el personaje que parece una víctima pero logra no serlo. Muy bien urdido, enhorabuea.
ResponderEliminarGusta pensar que todos tenemos oportunidad de ser felices. un saludo Len Roda y buena jornada.
ResponderEliminarMuy comprometido, y certero. Es curioso que "acaba bien".
ResponderEliminarEso es lo bonito de las historias que sorprendan y algo que parece abocado a un mal final, tenga uno bueno. buena semana.
EliminarEs precioso, y no lo había leído.
ResponderEliminarun bonito encuentro, es una de las historias que son diferentes, no se cuenta lo mismo y el final es diferente. un saludo y buena semana Merit.
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