El cinco a las cinco: La espia que vino del desierto.

 

El día cinco a las cinco de la tarde se celebraba el 125 cumpleaños de Federico García Lorca. Joaquina y Amparo, abanicos en mano, acababan de ocupar sus butacas con buena vista en el teatro abarrotado. Habían conseguido entradas moviendo hilos, y ahora movían los ojos contemplando al famoseo de la ciudad. Que fueran amantes de la poesía o no, iban a salir en las fotos. Y en Tv. Y hasta en el papel de los churros. Desde la alcaldesa con su mujer hasta uniformes de gala, y un obispo. La plaza, abarrotada.

Se amortiguaron luces y comenzó un documental. Breve, certero, muy sentido, afilado lo bastante para gustar a todo el mundo sin ofender a nadie. Luego hubo ovación, un discurso corto, y empezó el recital de profesionales, con música de guitarra flamenca.

Más ovaciones. Menos mal que se habían puesto las dos en pie para aplaudir. Ante ellas, disculpándose con educación, cruzó una mujer que llegaba tarde. Dos asientos a su derecha, entre más disculpas. Joaquina la miró de arriba a abajo con su entrenado ojo clínico, dándole un discreto codazo a su amiga Amparo.

Unos treinta años. Canon profesional, parecida a la de su sobrino Rober pero el modelo carísimo. Vestida como una musulmana moderna, dejando ver parte del pelo bajo el pañuelo transparente que también permitía entrever el rostro. Tan guapa como inusual. No se fijaban mucho en ella. Hubiera sido de mal gusto, y la gente tenía los ojos clavados en el escenario que había cambiado el decorado.

Y entonces salió Lorca. La poeta, la autora de versos que conmueven, ganadora de premios locales, nacionales y extranjeros. Lorca descalza, la hija de un noruego y una gitana. Lorca Larsen Larrosa. Bailaba. Recitaba. Con su pandero en las manos. El teatro se venía abajo.

El viernes todo el mundo sabía que Lorca había desaparecido misteriosamente sin dejar rastro. La policía buscaba a quienes la vieron por última vez en la copa con aperitivos que se ofreció tras el espectáculo. El viernes Ágatha, la gata de Joaquina, la despertó a medianoche y ella recordó su pesadilla. Llamó a Amparo antes del alba para contársela. Llamó a la puerta de Estela y Jacobo en cuanto oyó que sus vecinos estaban despiertos. Preparó desayuno para cuatro. Había tenido un sueño rarísimo. Angustioso. Nada propio de una mujer aplomada y sensata como ella.

Había visto a Lorca descalza bailando sobre carbones ardientes, iluminada por relámpagos. En un lugar como los que aparecen en las pinturas del siglo XIX, sedas y odaliscas y harenes velados por el olor a incienso y especias. La había oído recitar el romance de la luna, a medias. La fragua, los gitanos, el llanto, y una media luna clavada en el cielo, tras las ventanas.

Joaquina y Amparo se acordaban de que la fotógrafa moderna, Meriem, no se despegó de Lorca durante toda la copa. Y no salieron juntas, pero sí a la vez. Lo sabían porque se quedaron hasta el final, pasadas las once. Joaquina tardaba bastante en fruncir el ceño, pero cuando aparecía el pliegue terco ya no soltaba la presa. Miró a Amparo y casi le ordenó que llamara a Manuela, la madre de Lorca. Ella les había conseguido las entradas, Manuela fue alumna de la veterana enfermera. Amparo y ella conservaban la amistad, la cercanía y el contacto. ¿Cuantas reporteras musulmanas acreditadas podía haber en la ciudad? Trabajo para Estela y Jacobo. Poco trabajo. Ninguna. 

Joaquina suspiró. El comisario jefe de policía iba diciendo que aquella vieja metomentodo con carnet de detective, su amiga la enfermera y los vecinos eran insufribles. Bobadas. Estaba convencida de que el comisario Alameda rabiaba de envidia. Consiguió hablar con él. No le contó el sueño, pero sí que vieron a Meriem irse a la vez que Lorca, cada una por su lado, y que no había ninguna reportera acreditada de origen musulmán en la ciudad. El comisario comentó, por su parte, que habían encontrado el móvil de la desaparecida. Irrastreable.

Quien tiene muchas amigas es como quien lanza muchas redes al mar: siempre pesca algo. La tarde del mismo viernes llamó Tomasa, que estaba pasando el mes en la costa antes de que todo se llenara y se volviera carísimo y atestado. Le envió fotos de un yate que parecía el Queen Mary, propiedad de un jeque de los del petróleo. Lástima que no se pudiera visitar y cotillear. Muchos guardias, mozos, marinos y mujeres rubias despampanantes. 

El sábado los cuatro estaban visitando a Tomasa, y comiendo en un merendero observando el yate. Luego, de madrugada, el comisario Alameda blasfemó al oír en su móvil personal la voz (triunfante) de Joaquina, diciendo que tenían a Lorca sana y salva y enviandole geolocalización.

Meriem era una espía privada. A su patrón le encantaban las rubias hermosas. Ella las ojeaba, a veces las convencía y otras debía sacar su faceta predadora: la llave del sueño y otras especialidades orientales.   Esta vez no funcionó. La noche del sábado las invitadas a la fiesta hicieron piña con Lorca y juntas, furiosas, bajaron a puerto. 

El comisario Alameda y los suyos tuvieron muchas declaraciones que grabar.

Ainhoa y Guille.

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Amparo, Joaquina y la tropa ya son conocidas por haber participado en el tintero podéis leer su historia aqui .