Cerca de Roma, junio del año 53 EC.
Las órdenes no se discuten. Le había dado tiempo a
lavarse en el pozo del huerto con un cubo, bajo la mirada desaprobadora de su
jardinero. A ponerse el uniforme y atarse las cáligas mientras respondía a las
preguntas de su hija mayor sobre el correo a caballo, que había llegado a la
villa como si hubiera venido desde Germania, teatralizando su cansancio para
obtener vino, comida y buena propina.
El hombre tranquilo había alborotado la casa hasta
hacer ladrar a los perros. Su suegra, la noble Turan, lo miró de arriba abajo antes de reprocharle,
escandalizada:
-¿Piensas que mi hija va a ir a palacio a caballo,
como si estuviéramos en un campamento en mitad de la guerra?
El jardinero seguía dedicado a las parras, sereno
igual que si tuviera por delante la eternidad de los dioses, pero le oyeron
rezongar bajo su sombrero de paja.
-Déjalo, señora. Es terco como una mula. Pero el ama
joven se divierte con sus locuras.
Tomaron la antigua vía Apia hacia el noroeste. A
caballo. La tarde de junio era aún calurosa mientras se alargaban las sombras.
A lo lejos se segaba heno y alfalfa. Las moscas perezosas zumbaban sin llegar a
ser insufribles, perseguidas por gorriones hambrientos. A Egeria no le
importaba. Había elegido ropas adecuadas para la ocasión, con el corte esperado
en una noble matrona. Los colores ya eran otra cosa. Para ser sincero, pensó,
se divertían juntos. Incluyendo a su suegra, que interpretaba un papel en el
que no creía con virtuosismo teatral.
-¿A qué se debe que
el Augusto me invite a mí a cenar? - preguntó ella- Lo consideran un
poco excéntrico, pero a sus años no se me había ocurrido que fuera tan… ¿Juvenil,
travieso, moderno? ¿Republicano?
-Ahora puede hacer lo que le de la gana, Egeria. Ha
esperado cincuenta años para eso. Y no te ha invitado, te has invitado tú
misma. Le hablé de tu interés por el origen de las Lupercales y por lo que
privadamente habías averiguado sobre el tema. Quedó impresionado.
-Dicen que es un historiador muy bueno, mejor que
muchos, más fiable. Imagino que también ha tenido tiempo. ¿Hay algo que deba
saber antes de ser presentada?
-No le gusta que le hagan esperar. Es razonable, en
su caso. A veces hace preguntas como un pedagogo, para asegurarse de que no
habla con ignorantes. Preguntas difíciles. Pero no por maldad. Los necios le
aburren, y ha de ver muchos cada día.
-Creo que me voy a divertir.
-Estoy seguro.
La biblioteca privada de Claudio incluía un despacho
y una sala adjunta abierta al jardín. Egeria notó que se había limpiado a toda
prisa y a fondo. La pintura de los muros era correcta y aún olía reciente, ocre
sobrio, lo primero que se tiene a mano
en un almacén doméstico. Se estaba fresco, las lámparas antiguas derramaban una
luz cálida que invitaba a la conversación. Decidió que le gustaba. No era una
mujer exigente. No con los muebles. Respondió a las cortesías educadas que
siempre acompañan cualquier presentación captando un brillo curioso en los ojos
de Claudio, un destello rápido.
-¿Por qué me llamas Augusto y no César, señora? Por
supuesto, ambos tratamientos son adecuados.
-Porque me han dicho que eres un historiador
puntilloso. Augusto no se refiere a ninguna magistratura ni cargo de los muchos
que ostentas. Es el título religioso antiguo del hombre que representa para el
pueblo el papel benévolo de Júpiter. Significa ‘Santo’, porque era como se
llamaba al superior de un Colegio de Sacerdotes.
Claudio alzó las dos cejas, sinceramente encantado.
-Tribuno, no me habías dicho que tu mujer es tan
sabia como noble y hermosa.
-Hubiera parecido que exageraba, Augusto.
-Va a ser una cena memorable. Reclinaos, poneos
cómodos. Y decidme qué os gusta y qué no. Sin formalidades. Cuéntame qué has
averiguado sobre las Lupercales, señora.
-Parece ser que la historia empezó aquí, en una de
las muchas cuevas antiguas bajo tu palacio, Augusto. Pero soy yo quien tiene preguntas que
hacerte, si no te aburro antes.
No se aburrieron. Ya había pasado la media noche y
comenzaba la tercera vigilia cuando el mismo Augusto los acompañó a las puertas
e insistió en que seis jinetes de escolta fueran con ellos, por decoro hacia la
noble dama. En la hora fría que precede
al alba llegaron a la villa. El tribuno Lars, o Lario como lo llamaban en
latín, dio hospedaje a los jinetes. Un baño, desayuno, charla, y una bolsa
privada por las molestias. Cuando ya la primera luz rosada subía tras las
colinas entró en casa, y vio la sonrisa de su suegra.
-Que el día te traiga alegría y prosperidad, Lars.
-Y a ti, señora.
-No era tan fácil. Siempre supe que mi hija te
amaba, pero no sabía si eras un poco listo, algo listo, o muy listo.
-Mejor no me digas cómo de listo soy. Y, te lo
ruego, encárgate hoy de las órdenes de la finca. Claudio permite beber vino muy
aguado a sus invitados, pero tengo la cabeza llena de religión. Eso no se agua.
-¿Sabes que va a reponer en sus cargos a los aurúspices
etruscos?
-No. Y saberlo justo ahora no me ayudará mucho.
-Claro. Descansa. Y luego...
-Suegra- bromeó, señalándola con el índice-
-No he dicho nada.
-Nos veremos cuando baje el sol. Y hablaremos.
Lars no durmió mucho. Tampoco comió. Tomó un largo
baño, flotando en una frescura tibia. Recordaba Britania, donde había conocido, tratado y
hecho amistad con Claudio. Britania le había gustado. Una isla brumosa, lejos,
muy lejos. Roma era el mundo. Y ellos, su noble esposa y él mismo, pertenecían
a los bordes del mundo. Al pasado que ya se había desvanecido. Salió del baño
vestido con una túnica vulgar, mirando el gran huerto. El jardinero volvía de
su faena, quitándose el velo de apicultor. Respondió a su saludo. No se detuvo.
Siguió dando vuelta a la finca, atento pero sin detenerse. Iba a tener que responder
preguntas en la cena familiar. Ante su noble suegra, su erudita esposa y su
hija mayor, que ya apuntaba sobradas las dotes de ambas. ¿Para que un informe
sobre el pasado fuera a engrosar la biblioteca religiosa de Claudio?
Más tarde el sol envejeció. Las sombras se
alargaron. El azul implacable fue virando a rojo dorado, y los pájaros ahítos
buscaron las copas de los árboles. Volvían los mulos cargados de alfalfa y
heno, llenando el aire quieto con el olor verdoso de lo recién segado. Desde el
alto del molino Lars vio levantarse la luna llena en el este en el mismo
momento en el que un sol enorme, cansado y rojo sangre se acostaba a poniente.
-La balanza –el jardinero volvió a saludarlo- Así lo
llamaba la gente antigua, y se tenían por bienaventurados viéndolo.
-¿Somos bienaventurados, entonces?
-Yo sí. Tú tienes que ganártelo, tribuno. Y no es
por incomodarte, pero la noble Turan me ha pedido que te recuerde que cenas con
tu familia esta noche. Si puede ser, vestido decorosamente.
-Nunca hagas enfadar a tu jardinero. Gracias,
Tennes.
-Para servirte. Pero no acabo de entender la antigua
frase que acabas de decirme.
-Tu jardinero puede hacerte la vida agradable si lo
tratas bien –le sonrió- y si no discutes su sabiduría. Si no lo respetas no te
respetará. Y si no te respeta, convertirá tu vida doméstica en un Hades.
Tennes asintió, pensativo.
-Era sabio el hombre que puso eso por escrito.
-Nunca lo he dudado.
La cena doméstica con las tres mujeres adultas de su
casa no tuvo nada que ver con las lupercales: eso debía haberlo imaginado.
Entre un feliz ambiente se deslizaron comentarios casuales, idénticos a los que
hacen los buenos médicos griegos a la hora de diagnosticar. Una cena etrusca
obra de su suegra, cálida y divertida, en familia. Agradable. Tan serena como
el cielo de fines de junio. A los postres, frutas frescas de la finca, Tennes
trajo un ánfora con sumo cuidado, y la noble Turan le cedió el honor de hacer
saltar el viejo lacre. Lars levantó la mano apenas un poco, lo bastante como
para que el jardinero y bodeguero devolviera el ánfora al otro lado del
triclinio. Turan la Menor frunció su ceño de quince años.
-¿Estás estudiando etiqueta romana, abuela? Ellos
tampoco abren las ánforas, se las hacen traer ya abiertas a la mesa. Mala
costumbre, si puedo decirlo.
-Ya lo has dicho. Nuevos tiempos, nuevas modas.
No era una disputa doméstica. Ya no se hacían
ánforas como aquella, de barro rojo intenso con olor a brea. Ni se enterraban
en arena mojada, tan fina que las iba puliendo y desvelando el rojo bajo el
barniz embreado. Para eso hace falta acudir a las tumbas para celebrar a los
antepasados, y hacer llevar cubos de agua de pozos salobres en la justa medida.
El augusto Claudio pretende renovar en sus antiguos cargos a los aurúspices
etruscos. Tarde. Desea afianzar su único logro militar, Britania. Lars observó cómo
Turan la Menor hacía saltar el triple
lacre bajo la atenta mirada de su abuela. Olió el barro rojo, la brea, el polvo
de arena y la resina del vino viejo cuyo color sangre no lograban aclarar ni
las alegres luces de las lámparas. Lo veía todo tal y como era, pero no oía
nada. Sólo el viento furioso de una tempestad irreal que apagaba los sonidos y
lo dejaba aparte, mirando, en un mundo propio.
El augusto Claudio jamás fue tonto. Supo hacérselo,
y sobrevivió. A todos. Su mente seguía dibujando planes, por eso estaba vivo. Cuando
el verano se volvió ardiente y se segaron las mieses, hizo llamar de nuevo a
Lars. Esta vez el mensajero a caballo le entregó una misiva escueta, pero
inquietante. Tras los títulos y nombres de rigor, decía: “Ruego a Lario
Porsenna que tenga a bien acudir a una cena privada, sin compañía, pasado
mañana, bajo la luna oscura. Y ruego a mi joven amigo que conserve el secreto
de ésta misiva.”
Acudió, qué
duda cabe. Y tras recibirlo amablemente, ambos solos excepto por la guardia que
patrullaba incansable el exterior, Lars le tendió el mensaje.
-Creo que es mejor, augusto, que lo destruyas tú y
no que te diga que yo lo he quemado.
-Es mejor la franqueza, y la agradezco –releyó la
misiva antes de acercarla a una lámpara y dejar que ardiera hasta volverse
cenizas- Tengo un favor que pedirte, Lario. Tiene que ver con mi interés
histórico hacia los etruscos, con mi preocupación por Britania y con tu futuro.
Podemos negociar.
-Soy un soldado a tu servicio. Basta con que
ordenes.
-No es tan fácil. Quiero un augurio.
-No soy un adivino etrusco, ni un sacerdote.
-Sí lo eres. Parte del trato que te propongo: guardo
todos los archivos, por eso pude escribir una obra completa sobre las familias,
los rituales y la sabiduría etrusca. Por cierto, me salvó la vida mientras me
hacía el tonto con mis parientes augustos, el obsesivo Tiberio y el desdichado
Calígula. He hecho hacer una copia fidedigna de mi trabajo.
-¿Qué oráculo deseas, augusto?
-Si aceptas, bajarás conmigo a las viejas cuevas
bajo este palacio. A cambio, te ofrezco esa copia, un legado en dinero que te
permitirá lujos o inversiones…imagino que inversiones. Y un trabajo especial.
En Britania, sé que te gusta mucho Britania. Trabajarás para mí, recopilando
datos para mi siguiente obra sobre las familias y en especial los cultos
britanos.
-¿De veras crees que puedo darte un oráculo
fidedigno, augusto?
-Eso dice tu suegra, la noble señora Turan. Dice
también que preferiste siempre callar y no complicarte la vida, y que eres un
hombre bueno, limpio y leal. A mí me basta, harto de ver venenos, imposturas,
traiciones y deslealtades. Sé de lo que hablo. Hasta he reunido unas cuantas
cosas que usaba tu pueblo para los oráculos. Pero tal vez no haya acertado.
-¿Un hígado, y sacrificios?
-Más o menos.
-Déjalo, augusto. Espigas de la cosecha, luces de
aceite puro, vino, flores. Y un pan recién horneado. No creo que quieras un
oráculo de los muertos. Ni yo los convocaré, aunque tenga que desobedecerte.
-Tu suegra tiene razón. Déjame que ordene, y
bajemos. Luego cenaremos juntos, y podremos hablar.
Pudo ver las cuevas, las raíces oscuras del palacio.
Rezumaban humedad y olían a viejo, nunca habían sido tocadas. Entre verdina y
gotas se diluían dibujos en los muros. Los más recientes recreaban a la gran
Loba que amamantó a los gemelos, y la apertura del surco que creó Roma. La Loba
miraba desde una de las siete colinas, erguida en mitad de la escena, como un
hermano mataba al otro. El muerto caía, otoñal y desmadejado, y su
gemelo se alzaba coronado con doradas espigas. Había otras imágenes mucho más viejas, entre
hachones y gotas de colores que se vertían en la nada. El banquete de los
dioses según era en Etruria. Y aún más atrás se dibujaba un pasado más remoto,
de lunas y figuras blancas, bailes, hogueras, enmascarados con pieles y cuernos
agonizando en el centro de un coro de mujeres veladas. Siempre había algo más atrás, animales y cosechadoras de miel y
bestias que ya sólo existían en los cuentos para niños. Líneas en ocre. Una
espiral confusa de cuevas que retrocedía en los abismos del tiempo. Lario miró
al hombre anciano, cojo y muy vivo que lo miraba a su vez.
-¿Qué deseas saber, augusto?
-Lo que los dioses te revelen. Y, sea lo que sea,
elegirás un noble destino fuera de Roma, donde la Fortuna gira como una rueda
sin fin. Apartaros de Roma no es un castigo, es un privilegio. Bien
recompensado.
-Lo agradezco.
-Mira entonces qué me piden los dioses, Lario
Porsenna.
Alguna vez hay que jugársela. Había visto lo
bastante, porque conocía bien a los hombres y sus miedos. Inhaló y clavó los
ojos en los de Claudio.
-Antes de mirar, augusto, te diré lo que ya sé. Lo
que he visto porque me has enseñado estas cuevas, y he visto las venerables
imágenes que dejaron nuestros antepasados. Eres sacerdote por tu rango, pero
eso no es bastante. Te ata un juramento más antiguo, juraste algo que ahora
crees no ser capaz de cumplir. No sientes tener ese poder.
-No lo tengo.
-Preguntaré, en ese caso, a los dioses de Etruria.
Déjame ahora. Solo.
Cerca de Aquae Sulis, Britania, mayo del año 55 EC.
Los britanos sonríen cuando dicen ‘el alegre mes de
mayo’. Al menos había dejado de llover, y el lodo refrescaba las patas del
caballo. Tampoco soplaba el huraño viento de barbas blancas, y un sol pálido,
tímido pero más alto en el arco del cielo, se afanaba en ofrecer una pequeña
luz dorada que amilanaba la niebla y las sombras cárdenas. Aulio Didio Galo, el
gobernador, pertenecía al orden ecuestre. Nunca habían coincidido, pero sabía que
fue prefecto de caballería en Sicilia e ingeniero de acueductos. Luego alcanzó
honores triunfales como legado de Claudio sirviendo en el Bósforo, tan buen
militar como ingeniero. Ahora era gobernador de Britania. Podía hacerse una
idea.
Acabó de hacérsela cuando vio a los legionarios
cavando disciplinadamente a las órdenes de un agrimensor y un ingeniero. El
campamento parecía sacado de algún manual, sin tacha o defecto, y el pozo
vertía agua limpia que rebosaba hasta encañarse camino de una cisterna. Tuvo
que sonreír. Decían que Claudio confiaba plenamente en el aguador. Hacía bien.
Era un hombre curtido, flaco y nervudo. Las arrugas
que deja la risa en torno a los ojos hablaban en su favor. Podía tener
cincuenta años bien llevados, el pelo canoso, la barba con hebras morenas y las
piernas de bronce de un jinete. Se había aseado con agua fría y vestido sobriamente.
-Me alegra verte, tribuno. Lario el etrusco te
llaman, creo. Tenemos al menos un amigo común. ¿Te acuerdas de Vespasiano?
-Muy bien, gobernador. Estuvo en la conquista de
Britania, un buen general.
-Del orden ecuestre, como nosotros –sonrió- A ver si nos dan de comer. Yo no le hago
ascos a la cerveza local. Me gusta.
-En ese caso, te he traído algo local.
-¿Nuevo? Los nabos y otras lindezas ya los tengo muy
vistos…
-Permíteme.
Se asomó fuera de la tienda. Mientras oía que al
cordero le faltaba media clepsidra pequeña y se cruzaba con los domésticos
atrapó su ánfora intacta. En la mesa de campaña habían dejado pan, el queso
amarillo de los britanos y un cuenco de aceitunas, el mayor de los lujos.
-Ábrela, gobernador. Es un regalo.
-¿Vino? ¿Te has hecho comerciante, tribuno? -rió- Creo que hasta voy a llorar. ¡Dos copas
ahora mismo, pinche, estás tardando!
Lario tuvo que esperar. Aulio no era de los que
vacían una copa de un trago. Llegó el cordero con su acompañamiento antes de
que el gobernador lo mirara.
-No conozco esta cepa, aunque me recuerda a muchas.
O a ninguna. Antes de sentarnos te daré las malas noticias. Mejor que lo haga
yo. Supongo que recibirías correos de
Roma antes de que se cerrara la temporada de navegación.
-Así fue. En septiembre.
-Claudio murió un mes más tarde. Ahora el joven
Nerón es Augusto. Y Británico, hijo de Claudio, murió el día antes de ser
adulto, hace un par de meses. Hagamos una libación por ellos con tu buen vino,
tribuno.
Cuando regresó a Aquae Sulis se había hecho una idea
exacta del gobernador y de lo que
sucedía en Roma. Su casa estilo romano sólo tenía de tal el empleo de piedra
hasta media altura y el orden que dividía las diversas zonas desde la morada
principal hasta establos, talleres, huertos y colmenas. Seguía sin danzar el
viento huraño, de modo que el humo subía recto. Claro el de la madera, gris el
de la fragua y los hornos, empañado el de la turbera y negro hollín el que se
arrastraba desde el caldarium. Le gustaba. Mientras sonreía, complacido, Tennes
llegó a su lado reprimiendo un gesto ansioso en su rostro severo.
-Bienvenido, señor. Buenas tardes. ¿Qué dijo el
gobernador sobre tu vino?
-Que era mejor que el de Chipre, porque no resulta
pesado. Mejor que el de la Grecia del este, si bien le recordaba el aroma, y
que por el mismo Júpiter tenía que decirle de dónde es para asociarse conmigo y
hacernos ricos.
-¿Bromeaba?
-Un hombre del orden ecuestre no bromea con el
dinero, Tennes. Lo que tiene se lo ha ganado.
-Cuando descanses podemos hablar de ello, señor. La
noble Turan ya se ha encargado del herrero, tu esposa de lo que decidisteis
sobre suministros y tu hija mayor de las cartas. Las dos pequeñas han estado
con el preceptor y lo han vuelto loco, así que con tu permiso las he enviado
castigadas a disculparse y luego a cenar poco y dormir temprano.
-Has hecho bien, Tennes.
-No creas, señor. Tres días, tres mañanas con crías
de sapo en mi cama, guijarros en mis abarcas y…
-¿Y?
-Polvo de cal en mis bragas. ¿Estás seguro de que
las viste bien al nacer, y eran dos niñas?
-Bastante seguro –tuvo que reírse- Consuélate,
Tennes. Si fueran hijas de senador te hubieran puesto pimienta.
-Me consuelo. Te queda el pintor y su bardo, o el
bardo y su pintor. Los encontrarás en el atrio, como suplicantes.
-Comprendo. Te doy las malas noticias, Tennes:
Claudio y su hijo Británico han muerto. Se dice, en secreto y entre cónsules y
generales, que envenenados ambos por Agripina. Nerón es ahora César, con
dieciséis años.
El jardinero se cubrió la cabeza con su manto.
-Muy malas nuevas, señor. Perdona mi impaciencia y
mis bromas.
-Las agradezco. Ocúpate de los suplicantes, mañana
hablaré con ellos. Alójalos, que no tengan queja alguna; diles lo que creas conveniente,
y que me disculpo. Guardo luto por un amigo, eso lo entenderán.
Cenaron en mesa sin manteles, pan, carne fría y
compota hecha con las frutas rojas del otoño pasado. Hicieron libaciones por
los muertos. Lario miraba a las tres mujeres de la casa, y ellas a él.
-Me gusta Britania, y creo que sería insensato
volver a Roma –dijo-
-Muy insensato –asintió la noble Turan-
-Me gusta Britania –Turan la Menor se irguió en su
asiento, dedicando la copa de vino al entorno, con el gesto que todo lo abarca-
Me recuerda a la Etruria que nunca conocí.
-Acabó mal.
-Todo acaba mal, abuela. Pero mientras dura, al
menos podemos elegir.
-Me gusta Britania. –Egeria sonrió- ¿Qué vas a hacer
ahora, Lario?
-Posiblemente vamos a invertir en vino, tal vez en
miel si hago caso de los consejos del gobernador. Y antes haremos un viaje,
aprovechando el verano. Si vas a vivir en una provincia, nunca está de más
conocerla bien.
-¿Todo el verano?
-Es una provincia grande.
-¿Qué tal el gobernador? –Egeria alzó una ceja-
-Un hombre sensato, generoso y bienhumorado. Hemos
congeniado, puede que lleguemos a ser amigos. Por supuesto, desea conoceros. Lo
he invitado, pasará unos días cuando regrese a Camulodunum la próxima semana.
Nos hará un favor.
-¿Qué favor?
-Prestarnos a su maestro albañil, y una veintena de
hombres.
-¿Vamos a hacer una bodega? –Turan sonrió-
-Una buena bodega, suegra. Tan buena que incluirá un
par de cámaras más, convenientemente disimuladas.
-¿Para atesorar las ganancias? ¿No te contaron lo
que le sucedió a cierta lechera ambiciosa?
-Para quitar de la vista la copia de las obras de
Claudio. Pero sobre ese asunto tendremos mucho tiempo para conversar durante el
verano, mientras recorremos la provincia como lo que ahora somos: provincianos.
Imagen: Wikipedia Commons.
Lo imaginado y lo real no distan tanto, después de todo la rueda de la vida gira y los recuerdos y los olores y los sueños regresan para que no olvidemos lo que aconteció. Un buen relato me ha encantado.
ResponderEliminarMuchas gracias : )
ResponderEliminarImpresionante. La magia de viajar por el tiempo.
ResponderEliminarGracias, Merit: lo tomo como un cumplido.
ResponderEliminarQué novela haría.
ResponderEliminarSupongo que varios de los relatos contados (y no sólo los míos) son convertibles en novelas. Muchas gracias por el comentario, Juan Marcos.
ResponderEliminarMe ha recordado la serie de tv que era tan buena.La de Claudio.
ResponderEliminarPues si te ha recordado aquella serie me doy por bien pagado. Muchas gracias, Presentación.
Eliminar¿Nos vamos con las palas a sacar la biblioteca perdida de Claudio?
ResponderEliminarYa estamos tardando XDDDDDDD
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