“Tu carga será quitada de tu hombro y el yugo de tu
cerviz, y el yugo se pudrirá, porque tú eres mi ungido.”
(Isaías 10,27)
La lluvia ha lavado el ventanal de la torre, le ha devuelto
la vida. Antes podía abrirse completamente: ver en los días soleados la luz en
la cámara, una catedral privada; mover las dos hojas y pintar de colores los
muebles oscuros, los tapices oscuros, los oscuros rincones. Ahora lo han
clausurado deprisa, afeándolo. Desde la ventana abajo nadie sobreviviría a la
caída, y esto es una prisión. Las hubo peores. Con todo, feo e inútil, no
osaron hacer nada que pudiera dañar el ventanal. La sombra de mi padre es aún
tan larga como lo fue en vida. Más larga y más oscura.
Después de haberme hecho pasar hambre en la Torre de
Londres y en la de Kenilworth, la marea ha cambiado. Empieza a hacer frío y la
chimenea nunca se enciende; el ventanal clausurado atrapa la humedad de los
muros sin ventilar, y pronto habrá moho hasta en las sábanas. Demasiado lento.
El tiempo juega contra la reina regente. Eduardo va a cumplir quince años y a
contraer matrimonio, según comentan, por pocos comentarios que yo pueda oír. No
se parece a mí. Ni a su madre. Cuando lo
vi por última vez era ya serio, severo y alto. La sombra de su abuelo lo
acompañaba, como el molde en el que se verterá metal fundido. Se le parecía
tanto que me desasosegó. Ahora debe parecérsele más. Y un día será su abuelo
vuelto a la vida para seguir con todos sus designios inacabados, para que gire
desde el inicio la vieja rueda. No se mata a un Rey Ungido, eso es lo único que
detiene la mano de la regente. Hasta se lo alimenta bien. Matar de frío, o
dejar morir de mal de pulmones, le viene largo a Isabel.
No recuerdo mis
sueños, pero el último ha sido distinto. Me calentaba junto a una chimenea, me
desentumecía. Era cierto. Habían encendido el fuego. Me escoltaron hasta la
capilla, preparada para el día festivo de la Natividad de la Virgen. Una misa
larga sin posibilidad de distraerme siendo el único asistente. Cuando volví a
la cámara el ventanal estaba abierto, con dos guardias apostados ante él. Se
había limpiado a fondo, hasta los rincones. Habían traído un arca, cambiado los
tapices, hecho la cama con buenos cobertores. Subían agua caliente para el baño. Y
hablaban. Comadreos, bromas, rumores. Noticias. Hice como que no atendía a las
criadas ni al porte de estatua de los guardias. Pero lo oí todo, todo lo vi
como si fuera nuevo. Voces humanas. Miré por encima de sus cabezas, a ningún
sitio, como solía hacer mi padre.
Cerraron el ventanal tras la limpieza, pero no
volvieron a clausurarlo. Sólo han cambiado
la guardia. Eduardo se casará en enero. Con otra capeto, eso era previsible: pero
si tiene edad para casarse, la tiene para reinar. Isabel ha buscado a una
sobrina de trece años. Uno menos tenía ella cuando se casó conmigo. Quiere
entretenerlo para seguir gobernando, ella y Mortimer. Un matrimonio puede ser
un buen entretenimiento, y sin duda ya ha pensado en cómo disponerlo todo.
Isabel es así. ¿Qué lugar desempeño yo en sus planes? ¿Le estorbo más vivo, o
muerto? ¿Por qué ahora proporcionarme un alojamiento cómodo, buena comida, vino,
incluso lectura y un laúd?
Está cebando el cerdo para el cercano San
Martín. Intentaron liberarme antes:
muchos se escandalizaron de mi aspecto, un prisionero andrajoso con mejillas de
hambre, aquello se supo. Me está cebando. Isabel no teme al infierno, no teme
nada que no sea perder el poder y a Mortimer. Cree que puede manejar a Eduardo,
doncel o casado. Pero para que esté en sus manos, yo no he de estar.
Exigirán ver mi cuerpo. Muchos. Hasta el mismo
Eduardo, por verdadera o conveniente piedad filial. No puedo parecer un mendigo
hambriento, sucio y enfermo. No puede hacerme ahorcar, apuñalar o decapitar. Me
envenenará. No en vano el hermano de Isabel, el rey de Francia, tiene por
suegra a una envenenadora tan profesional como Locusta. Se dice que sus venenos
dejan el cuerpo sereno. Pese a las sospechas, ningún médico ha podido nunca
demostrar otra cosa que una dulce muerte inesperada. Muerte natural, la que
Dios envía a todos. Tengo más de cuarenta años, ningún testamento que hacer ni
ninguna cuenta que me sea posible saldar. Los guardias son dos estatuas mudas,
la chimenea calienta y el vino es bueno. Tampoco puedo pedir más.
Blaidd vomitaba, con la frente viscosa de
sudor y las venas del cuello azules por el asco y el esfuerzo. Los oficiales de
guardia se miraban entre ellos, inseguros. Acobardados. Vieron entrar al
capitán Blaidd y a dos veteranos curtidos, de los recios como un tronco. Alun
se había desvanecido en el mismo umbral del cuerpo de guardia, y no despertaba
ni bajo las bofetadas que le estaban dando con un paño empapado en vinagre.
Donan, que medía seis pies largos, parecía haber bajado al infierno. Se bebió
de dos tragos una jarra de vino de iglesia, pero el color no aparecía en su
rostro. Blaidd dejó de vomitar. Se lavó metiendo toda la cabeza en el tonel de
agua y luego se sacudió como un perro. Las bofetadas y el vinagre habían
despertado por fin a Alun. Otro con la cara del color de la ceniza blanca del
carbón.
Donan volvió a la barrica marcada con tiza, la del
sacerdote y la misa. Nadie dijo nada mientras llenaba tres jarras para él y sus
dos compañeros.
Los oficiales seguían mirándose. Habían oído los
aullidos, los gritos de agonía más largos que jamás escucharan. En la guerra se
muere deprisa. Aquello era otra cosa. Ni súplicas ni palabras humanas, ni
blasfemias. Un grito tras otro, el mismo grito que rebotó en los muros y se
mezclaba con el eco de los anteriores. El carcelero mayor dijo, como quien
recita una orden:
-Los tres debéis esperar aquí. Puede que tarden. Es
hora de cenar. Aquella jarra que he roto no debe salir del castillo, la enterraré
más tarde. Ni la toquéis, ninguno. Cenad o quedaos aquí. Os traeré una bolsa
con ropa nueva para una vida nueva. Como queráis.
-¿Qué demonios ha pasado? –preguntó el oficial más
joven-
-El rey ha muerto de mal del costado. Es muy
doloroso.
-Mi madre murió de ese mal. Le dieron amapola y vino
con semillas negras. No gritaba así.
-El rey ha muerto. Dios envía la muerte. Que se
apiade de su alma. Eso dirás, si quieres vivir. Tú no has visto nada, pero te
llamarán para que seas testigo cuando lo laven, lo amortajen y lo velemos.
Entonces dirás lo que hayas visto con tus ojos.
Cuando el cuerpo de guardia quedó vacío, Blaidd se puso su guante y olisqueó la jarra rota.
-Cicuta.
-A buenas horas –Donan llenaba de nuevo las jarras
con el el vino de misa-
-De parte de Lord Mortimer. Era una buena idea.
-¿Y la otra idea?
-Llegó a uña de caballo un mensajero de la reina
regente. Con la vieja asta de uro bruñida, y la barra de cobre. Sólo traía una
orden. Cuando desee sentarse porque se le enfrían los pies. Entonces.
-Estamos condenados
–Alun bebió- Al infierno. Hemos puesto la mano sobre el Ungido
del Señor.
-Un verdugo recibe perdón, ese es su trabajo.
Condenados están la loba y su perro. Callaos, alguien baja.
Recibieron una buena bolsa cada uno. Alun, dijeron,
se internó en los montes y se hizo ermitaño. Donan compró una posada en Tyburn,
cerca de Londres. Se casó bien y fue un hombre respetable. De Blaidd nunca más
se supo. Cuantos desearon ver al rey dieron testimonio de la paz de su rostro.
Los testigos juraron que ninguna marca había en su cuerpo cuando lo desnudaron
para lavarlo y vestirlo de mortaja. Los médicos declararon muerte natural, sin
duda por el mal del costado, que deja como secuela una sutil inflamación de
vientre. Ya no había médicos judíos en Inglaterra, de modo que nadie pudo dar una
segunda opinión. Y lo llevaron a enterrar con respeto y decencia, pero de
prisa. El mal del costado acelera la putrefacción.
Bibliografía.
http://www.tiempodehoy.com/cultura/historia/la-peor-muerte-para-el-rey
http://amodelcastillo.blogspot.com.es/2012/12/asesinatos-1-eduardo-ii-de-inglaterra.html
http://amodelcastillo.blogspot.com.es/2012/12/asesinatos-1-eduardo-ii-de-inglaterra.html
Pone los pelos de punta.No sabía lo que he leído en la bibliografía.
ResponderEliminarGracias, Len. Intenté que no fuera gore: creo que es mejor lo sugerido que lo mostrado.
EliminarImpactante. No el relato, que hasta parece tranquilo o sólo sospechoso en laprimera parte. La segunda, y los textos de biiografía. Me gusta muchísimo.
ResponderEliminarGracias, Merit, por tu comentario. Fue bastante impactante, ciertamente.
EliminarMuy sutil poner la acción en boca del que van a matar, no de los asesinos. Enhorabbuena, Thorongil.
ResponderEliminarLas conspiraciones son interesantes, pero poco literarias en relatos tan breves, me temo. Muchas gracias, Lucas.
EliminarImpresionante. Me ha dado que pensar.
ResponderEliminarGracias, Juan Marcos. Tienes razón, da para pensar algunas cosas.
ResponderEliminarComo la víctima de un sacrificio. Un punto de vista de lo más interesante.
ResponderEliminarMira, no había pensado yo en ese punto, el de la víctima sacrificial. Gracias por tu aportación, Paz.
EliminarDarle la vuelta a las cosas, ¿Eh?
ResponderEliminarVerlas desde otros ángulos. Tengo cierta debilidad por mirar así, Sota.
EliminarQué frío y qué mal yuyu.
ResponderEliminarVa a ser que sí, Sebastian: gracias por un comentario tan físico: frío creo que da.
ResponderEliminarEspeluznante, sin sangre. Da miedo.
ResponderEliminarEsa era justamente mi intención, Aur. O, al menos, una de ellas. Gracias.
EliminarHay que ser ingenioso para contar esas barbaridades sin que de asco.
ResponderEliminarMuchas gracias, Juan. Y bienvenido.
EliminarPobre hombre.
ResponderEliminarMala muerte le dieron. Conste que la idea de la cicuta fue una licencia poética por mi parte: el resto, tal y como suena. Gracias por comentarlo, Alodia.
ResponderEliminarImpecable. De tu estilo, para pensar.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fearn.
ResponderEliminarHay que ser, sin pedir perdón, cabronazos.
ResponderEliminarSin disculparse.
EliminarMuy impresionante, y muy vivo.
ResponderEliminarGracias por leerlo y comentar, Tolo.
ResponderEliminarMuy curioso y llamativo, sin dudas original.
ResponderEliminarMe gustó mucho.
Gracias
Saludosbuhos! !
Gracias, buhoevanescente. Me alegra que te haya gustado.
Eliminar