Olía a jabón de sosa, ese blanco hecho en casa. Tengo buen olfato. Y
sus ropas también. La mañana era joven,
aunque bajo la bóveda en sombra verde de una corredoira, un túnel de hayas
apretadas y oscuras, no penetra mucha luz.
Se oía correr agua entre piedras formando vados improvisados.
Agradables en verano, con su burbujeo adormecedor, el siseo de los helechos, el eco ilocalizable. Hay que imaginar las mismas piedras en invierno, resbaladizas de hielos. O bajo
largas lluvias, como un barrizal sin fin. A veces algo chapoteaba. Ranas,
supongo. Y otro olor lo presidía todo. El del musgo viejo, muy oscuro. El de
maderas que se pudren y brotes verdes que buscan un rayo de sol para poder
crecer.
Se llamaba María Antonia. Era vaquera. Una docena larga
de vacas y terneras la seguían pacientemente, chapoteando a veces y otras
marcando huellas en la tierra fresca. Terneras rojizas, ya mayorcitas, con un
hocico pálido, las orejas atentas y ojos negros enormes y curiosos rodeados de
pestañazas. Para mí el viento soplaba a favor, por eso había olido el jabón de
sosa y un hálito más imperceptible, el que deja una plancha anterior a las de
vapor cuando ha pasado y repasado muchas veces sobre ropa de faena gastada. La
vaquera iba enlutada, con un enorme delantal limpísimo y tieso, color sufrido,
gris panza de burro. Más o menos gris. Lo único blanco era su estirado moño
cogido con horquillas negras, oculto bajo un sombrero de paja.
Nos saludamos, el peregrino madrugador y la vaquera.
Iba a picar el sol, aunque tal vez por la tarde girara el viento, nunca se sabe
del todo. Un buen día para caminar aprovechando las sombras, el mucho sol nunca
es bueno. La vacada era suya, sí, gracias a Dios. Vivía con un hijo mozo viejo,
era viuda y no tenía nada de lo que quejarse.
Los peregrinos vienen y van desde que hay mundo. De
todo hay, nunca se sabe, pero a lo más alguno se le había entrado por el huerto
en vez de pedirle unas manzanas o un trozo de pan. Eso sin duda no le gustaba
nada a María Antonia. Que se le metieran por las bravas en vez de pedir.
Tenía mucho que contar, no era una señora reservada.
Mientras ella hablaba yo le rascaba el hocico a las terneras y la frente a las
vacas. Les soplaba distraídamente las narices, me iba apoyando en ellas. Me
lamían las manos y yo les hacía el tonto con una ramita de arroyo recién
arrancada. Para que sacudieran la cabeza y me dieran discretísimos topetazos,
como quien dice hay que ver que dospatas más pesado.
No duró mucho. Quizá quince o veinte minutos, lo que
dura una conversación educada y ligera al borde del alba. Ellas tenían camino
hasta cierto prado, y yo hasta el siguiente hito del Camino. Ya en el turno de
despedida, María Antonia comentó que siempre es buena gente aquella a la que
las vacas aceptan, porque las vacas saben más que muchas personas.
Posiblemente. Al menos saben si están a gusto o no, y si quien se apoya en ti
es tu enemigo o tu amigo. Le deseé por mi parte buen día, y antes de volver la
espalda me fijé en mi ternera favorita, una de morro blanco y pelo rojo, con
unos ojos como pozos, muy afectuosa.
Entonces le vi grapada en la oreja una destellante
etiqueta de plástico amarillo. Ternera gallega. Denominación de origen. No me
volví ni una vez más, ni mudé el paso ni abrí el pico, ni improvisé un discurso absurdo. Sólo me
sentí culpable.
Imagen cortesía de una compañera de Camino.
Tierno relato con final inesperado. Me gusta hablar con las gentes del campo, que me cuenten cosas del tiempo, de las cosechas, de los animales domésticos. Y, cuando oigo sus voces me parece estar escuchando un discurso antiguo extraído de mis propios genes porque, al fin y al cabo, sólo hasta ayer hemos vivido en la ciudades apartados de la naturaleza.
ResponderEliminarUn beso
Tienes razón, Carmen. De hecho, a mí suelen interesarme más esas conversaciones que otras muchas. Gracias por tu comentario, un abrazo.
ResponderEliminarCuando nos fijamos en esas cosas nos hacemos muchas preguntas. Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias a tí, Chelo, por leernos.
ResponderEliminarMe encanta la vaqueira.
ResponderEliminarEra una señora muy agradable: de esas que saben latín y griego, como se suele decir XD
EliminarQue guapa la abuela.
ResponderEliminarSí que lo era: guapa, sabia, brava y buena mozabuela.
Eliminar