De veras
se encuentran cosas raras, lo que se dice
extrañas, en el Camino de Santiago. Incluso personajes que parecen
salidos de un cómic con colores chillones. Otros, grises como la niebla,
vestidos en diversos hábitos monacales, tanto de órdenes reconocidas como
imaginarias (o desfasadas). Hay modelos de marcas de diseño junto a quienes
hicieron su guardarropía en un mercadillo o en varios, y a fuerza han de irla
renovando asimismo en los variopintos mercadillos que atraviesan.
Están también
los conjurados: los que evocan aquello de que Rodrigo Díaz juró no cortarse las
barbas, y otras gentes no mudarse de camisa hasta que se cumpliera esto y
aquello otro. Vamos, quienes llevan las ropas hasta que se les caen de encima.
Están los torvos, aunque sea verano arrebujados en sus aguaderas -modernas, de
plástico, clásicos de tela de distintos pelajes-. Y los veraniegos, que van en
tirantes así los calen mil aguaceros. Los hay muy limpios y muy sucios, de
todos los colores. Hasta algunos de tal manera caracterizados que si te los
topas entre la niebla o la engañosa luz del alba o del ocaso, dan escalofríos.
Y ganas de salir corriendo.
Con mucho,
la palma, el primer premio y hasta el Oscar se lo llevaba uno que reunía en sí
tantas rarezas como para acabar pareciendo él real, y el resto fantasmas
aficionados. Iba vestido de peregrino: vamos, de postal roñosa. De esos
hay bastantes, y al final te haces a verlos. Pero lo que descolocaba
absolutamente era hacia dónde iba: contracorriente.
La sensación más extraña del mundo. Incluso
desasosegaba. Todo el mundo hacia el Oeste, y él al revés. Sobra decir que nada
me atreví a preguntarle. Parecía pisar lo bastante seguro como para no ser el
más despistado del mundo. Tenía aspecto cansado, y no en el cuerpo. Por el
contrario, su forma física parecía tan envidiable como la de un enjuto atleta
callado y envuelto en su aguadera. Lo vi sólo una tarde-noche. Hablaba muy
poco. Era amable, eso sí, con quienes le dirigían la palabra. Parecía inmerso en
un esfuerzo tan invisible como real.
Más
adelante me dijeron - me ahorro mencionar con quienes tuvo lugar aquella
conferencia- que andaba el "despistado" en una hazaña para muy pocos.
Llegar a Compostela y al Finisterre, y desandar el Camino hasta su propia casa.
Confiaba lo bastante en quienes hablaban y en cuanto oía, aunque más me vale
confesar que entonces no entendí sino las palabras, y de los trasfondos me
quedé a dos velas, como suele decirse. Más tarde, ya de regreso, estuve comentando con otro que
había peregrinado y también lo había visto. En la charla vino a relucir el gran
Laberinto o Juego de la Oca que llena una plaza de Logroño, y la cosa derivó
hacia laberintos; entre ellos al inevitable de Chartres, el llamado La Legua de
Jerusalén. Los laberintos me han interesado siempre, pero ahí quedó el tema.
Años más tarde, viendo uno concreto asociado a la historia de Teseo, di en la cuenta
que lo de entrar y guiarse y hasta llegar al centro, e incluso dar muerte al
temido Minotauro era lo decorativo, no el meollo.
El meollo era el hilo de
Ariadna y el pánico y el trabajo de hallar la salida con todo ya cumplido, en
mitad del vacío que sobreviene una vez se gasta la adrenalina, convertidas ya las hazañas en pretérito perfecto. Teseo ha de encontrar su lugar en el mundo
una vez el telón ha bajado y se han acabado las grandes músicas, la sangre y
los efectos especiales. Tenía motivos para estar serio aquel que deshacía el
ovillo de su laberinto personal. Ya lo creo que los tenía.
Imagen: Wikipedia Commons.
Impresionante.
ResponderEliminarLa verdad es que sí fue bastante impresionante, al menos para mí.
ResponderEliminarEs como si continuara la pelicula una vez ya has visto el final feliz y se han apagado las luces.
ResponderEliminarLa parte de la película que no suele verse, sí.
ResponderEliminarMuy inquietante. Sobre todo porque me parece que lo inquietante era el cebo del relato, y no lo que querías contar, Thorongil.
ResponderEliminarLo inquietante formaba parte del relato, y sin duda puede ser un cebo literario. El resto es lo sabido: sólo escribimos sobre nosotros mismos.
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