El naufragio de la Blanche Nef, la Nave
Blanca, fue el peor desastre naval de la Edad Media; no solamente por
su coste en vidas humanas, más de trescientas, sino porque uno de los muertos
aquella noche festiva era el heredero al trono del reino Anglonormando.
En 1120 Enrique I, rey de Inglaterra y duque de
Normandía, hijo de Guillermo el Conquistador, se hallaba en el cénit de su
reinado. Reinaba sobre un amplio territorio a uno y otro lado del Canal de la
Mancha, había sofocado con éxito todas las rebeliones de sus barones, y acababa
de conseguir que el rey francés reconociera a su heredero y único hijo varón,
Guillermo Atheling, como futuro gobernante de Normandía. Un año antes el joven
Guillermo había casado con la hija primogénita del conde Fulco V de Anjou,
Matilde. Ese matrimonio aseguraría, según los planes de Enrique, ampliar el
territorio de su hijo con las tierras de Anjou, frontera sur del ducado
normando.
Enrique I tenía al menos una docena de vástagos más,
pero tan sólo dos con su esposa Matilde de Escocia: la primogénita, llamada
como su madre, y Guillermo. El resto de su amplia descendencia provenía de sus
numerosas amantes, aunque Enrique no sólo se preocupó directamente de todos,
sino que les otorgó una posición de importancia dentro de su gobierno.
En noviembre de 1120 Enrique y su corte junto con el
heredero al trono se disponían a regresar a Inglaterra desde Normandía tras
haberse entrevistado con el rey francés, firmado acuerdos y pactos y celebrado
la alianza mutua. La temporada de navegación ya había pasado, pero los viajes
eran algo muy frecuente para Enrique al igual que lo habían sido para su padre.
Confiaba en las naves normandas, modelos que conservaban los mejores rasgos de
los barcos vikingos de sus antepasados, y confiaba en sus expertos marinos y en
las tripulaciones hechas a arrostrar riesgos.
La flota estaba anclada en el puerto normando de
Barfleur, seguro y bien conocido. El día
25 cambió el viento, y se mostró favorable a la partida. Entonces un hombre
llamado Tomás FitzStephen se acercó al rey y le dijo que poseía un barco nuevo
muy marinero, la Nave Blanca, completamente dispuesto para servirle en la
travesía. Tomás era nieto de un tal Airardo, capitán y propietario de navío,
que había servido bien a Guillermo el Conquistador en 1066. Ahora él deseaba
hacer el mismo honor al rey Enrique.
Éste se lo agradeció mucho, según el cronista de los
hechos Orderic Vital; pero también le advirtió de que estaba ya a punto de
embarcar en un navío al ‘estilo antiguo’, un barco vikingo que incluso mostraba
aún su pagano mascarón de dragón en la proa curvada y en el cual Enrique había
hecho numerosas travesías. Sin embargo le aseguró a Tomás que su propio hijo
Guillermo y su corte, que todavía seguían en Barfleur celebrando los festejos
de la partida, subirían al bordo del navío blanco. Y Enrique zarpó.
En Barfleur ya no quedaba vino. El heredero
Guillermo, varios de sus hermanastros y un gran número de damas y caballeros
jóvenes de su corte empezaron a embarcar. Era cierto lo que el capitán y
propietario del navío le dijera a Enrique I: el barco recién botado estaba
listo, y muy abundantemente aprovisionado. La fiesta siguió a bordo, incluyendo
a marinos y remeros, músicos, sirvientes cortesanos e incluso vendedores de
última hora. Entre tripulación, remeros e invitados superaban las trescientas
personas jóvenes e inquietas, yendo de un lado a otro. El heredero habló con el
capitán Tomás para proponerle una hazaña, superar en velocidad al viejo barco
vikingo de su padre -que había zarpado una hora antes- y sobrepasarlo en una
especie de carrera marítima. Bajaron los vendedores y llegaron a la vez (cabe
suponer que bastante molestos por lo tardío de la hora, y por cuanto oían y
estaban viendo) los sacerdotes y monjes que debían bendecir el barco antes de
su partida.
No encontraron mucha devoción. Cuando pretendieron
subir a bordo con sus hisopos y agua bendita les gritaron desde la borda que
agua ya tenían bastante, y que la noche era fría y les sentaría mucho mejor
tomar unas copas. Les arrojaron jarras, se burlaron de ellos, y la Nave Blanca quedó
sin bautizar.
Era una noche sin luna, fría y de mar totalmente en
calma. Levaron el ancla, los remeros fueron a su maniobra, y zarparon. El
cronista puntualiza que era medianoche. Y continúa diciendo:
Los remeros borrachos bogaban con todas sus fuerzas,
y como el infortunado timonel también había bebido puso escasa atención en
gobernar derechamente la nave para salir del puerto. Así el costado de la Nave
Blanca chocó fuertemente contra una gran roca que a diario dejaba ver la marea
baja y ocultaba la pleamar. Dos planchas quedaron destrozadas y –es terrible
narrarlo- el barco zozobró sin previo aviso. Todos gritaban al verse en
semejante peligro, pero las aguas entraron en la nave y casi de inmediato
ahogaron sus voces, y todos perecieron.
La escena debió ser trágica. Cayeron por la borda.
Muy pocos sabían nadar o podían hacerlo, pese a que el mar estaba por completo
en calma. Y muy frío. Quienes seguían en puerto podían oír los gritos y
lamentos, pero debido a la oscuridad eran incapaces de ver lo que sucedía.
Guillermo Atheling, el hijo del rey, saltó a un pequeño bote. Cuando iba a
alejarse oyó los gritos de auxilio de una de sus hermanastras, y volvió en su
ayuda. Pero los desesperados que braceaban en torno trataron de subir para
ponerse a salvo, y el bote también se hundió.
Agarrados al mástil roto de la Nave Blanca flotaban
un noble y el hijo de un carnicero de Rouen llamado Beroldo. Godofredo, el
noble, murió de frío durante la larga noche. Y el hijo del carnicero fue
rescatado cuando amaneció por unos pescadores de los muchos que buscaban
supervivientes. Beroldo fue el único, la fuente del cronista Orderic Vital.
En los días siguientes el mar arrojó a las rocas y
playas algunos cadáveres. Ignoramos cuantos, aunque la crónica se extraña de
que fueran muy pocos los devueltos por las aguas. El cuerpo de Guillermo
Atheling, hijo del rey, nunca se encontró.
La mayoría de los historiadores consideran el rápido
naufragio de la Nave Blanca un accidente causado por el exceso de alcohol del
timonel, la tripulación, los remeros y el pasaje mismo. Barfleur era un puerto
muy conocido y seguro. El capitán Tomás la tercera generación, al menos, de armadores
y marinos que habían mostrado sobradamente su experiencia y buen hacer. El
navío nuevo, la mar en calma. Sin embargo, la profesora Victoria Chandler –que
ejerció la docencia en la Universidad de Georgia hasta su fallecimiento en 1999-
sostuvo la tesis de que alguien condujo el navío directamente hacia las rocas
de la bocana del puerto. En su trabajo examinó quien o quienes podían tener
motivos para hacerlo, y halló significativas evidencias.
Sin duda el principal sospechoso y el más obvio era
Esteban de Blois, sobrino del rey Enrique I. En primer lugar porque bajó de la
Nave Blanca antes de que ésta zarpara, alegando un fulminante ataque de
disentería. Y porque él sería quien obtendría mayor beneficio de la tragedia.
Su tío Enrique sólo tenía un hijo varón: Esteban podía pensar en disputarle el
trono a la primogénita y legítima heredera, Matilde. Sin embargo, la profesora Chandler
no considera este motivo como definitivo. Enrique tenía hijos varones
ilegítimos a su lado, sentía por su prole verdadero afecto y un interés siempre
demostrado y, sobre todo, contaba con menos de cincuenta años, excelente salud,
y era prolífico. Podía casarse de nuevo –lo hizo de inmediato- y podía
engendrar aún herederos legítimos. Esteban de Blois acertó en lo
relativo a la buena salud de su tío, que viviría quince años más, aunque no en
que su segundo matrimonio le daría hijos. Sólo entonces, cuando el rey murió, Esteban disputó el
trono a la heredera Matilde.
En ese punto de la investigación la profesora Chandler
reparó en otra persona, Ranulfo Meschin.
Era sobrino de Ricardo, duque de Chester, uno de los mayores nobles del reino.
Ricardo embarcó en la Nave Blanca junto con otros miembros de su familia. Todos
perecieron en el naufragio. Ranulfo iba a bordo del barco vikingo del rey
Enrique, y con la desaparición simultánea de sus parientes podía reclamar su
herencia y título. Sin embargo, necesitaba a alguien con quien conspirar. Otro
de los que desembarcaron antes de la partida de la Nave Blanca fue Guillermo de
Roumare. Su madre, dos veces viuda, se había casado por tercera vez con el
mismo Ranulfo Meschin.
Es posible
que ambos, Guillermo y su padrastro Ranulfo, observaran atentamente a quienes
embarcaban, y comprendieran que tenían ante los ojos esa oportunidad que sólo sucede
una vez en la vida. Para Ranulfo, llegar a ser duque de Chester y parte de la
más alta nobleza normanda. Y para su hijastro equipararse a esa misma nobleza y
–tal vez- como hijo adoptivo de Ranulfo poder jugar en su día la baza de
sucederlo. Los dos coincidían plenamente en una idea: ser un gran señor podía
convertirlos, a ambos, en hombres tan poderosos como para ser ‘hacedores de
reyes’ una vez muerto el hijo de Enrique I.
Era necesario un tercer cómplice a bordo de la Nave
Blanca. Alguien que se encargara de que no sólo los pasajeros, sino los
remeros, marineros y oficiales se emborracharan lo suficiente. Es la crónica de
Orderic Vital la que aporta un dato y un nombre: en su detallada lista de víctimas
del naufragio aparece Guillermo de Pirou, senescal del rey Enrique I. Sin
embargo, Pirou aún vivía tres años más tarde. De hecho, firma como testigo en
un documento real dado a 7 de enero de 1121 en el que también testifica Ranulfo
Meschin. Dos años más tarde, en 1223,
Pirou embarca en Portsmouth con destino a Normandía. Desde esa fecha ya no hay
más menciones escritas sobre él.
¿Cómo pudo cometer semejante error Orderic Vital al
darlo por muerto? ¿Fue realmente un error, o lo que Orderic intentaba era hacer
que sus lectores se fijaran en el mismo Pirou, un hombre lo bastante conocido
por todos entonces?
¿Pudo embarcar, emborrachar más aún a pasaje,
remeros y marinos, influir para que el piloto no viera el banco rocoso conocido
y luego escapar del naufragio? ¿O delegó a su vez en alguien a quien pudo
comprar? Tal vez ese alguien fuera el
hijo del carnicero, el único superviviente –o no- de la catástrofe. Para la
profesora Chandler, lo más inquietante en su estudio del caso es que, si bien
quedan conjeturas sobre el autor material de la tragedia, toda la historia en
sí misma no se sostiene como un accidente fortuito. El cúmulo de evidencias,
según ella, apuntan hacia una clara
intencionalidad. Motivos, oportunidad, y un presunto cómplice dado falsamente
por muerto.
Bibliografía.
http://www.bartleby.com/211/0905.html#txt8 (Latin Chroniclers from the Eleventh to the
Thirteenth Centuries
§ 5. Eadmer and Ordericus Vitalis.)
Imágenes: Wikipedia.
1. Maqueta de la Blanche-Nef
2. Imagen miniada de una copia de la Crónica de Orderic Vital.
Se los cargaron, de fijo. Yo apuesto eso, que se los cargaron.
ResponderEliminarYa somos dos los que apostamos lo mismo XD
ResponderEliminarQué artículo estilo detectivesco tan bien documentado y tan bueno.
ResponderEliminarMe encantó escribirlo, la verdad.
ResponderEliminar