Los muertos hablan. Sus huesos. Los menores restos.
Incluso las improntas que dejan en determinados enterramientos dibujan una
historia. Pero lo que cuentan es cada vez menos audible cuanto más han sido
manipulados, trasladados de una tumba a otra, alterados. Coleccionados como
reliquias o trofeos. La voz de los huesos va desvaneciéndose. Acaba convirtiéndose en un susurro que ofrece
más dudas que certezas.
También depende de quien fue en vida el muerto. Y de
qué buscamos. Si se trata de una mujer ante todo nos fijamos en su edad, en si
fue o no madre, y en cual pudo ser la enfermedad o la suma de años y razones
posibles que la mató. Si fue un religioso, las preguntas varían poco. Puede
haber o no respuestas concluyentes, pero suelen bastar para evaluar
aproximaciones racionales que terminan formando parte de una estadística.
Muerte natural.
Para que un muerto cuente su historia es un
verdadero problema haber sido en vida alguien famoso. Si lo eras, sin duda se
esmeraron enterrándote. Te manipularon muchísimo más que a otros. Te lavaron
con muchas aguas, intentaron ponerte lo más decente y guapo. Incluso es posible
que trataran de embalsamarte con mayor o menor éxito. Que te probaran varias
ropas. Que te peinaran y perfumaran y hasta maquillaran para que no estuvieras
tan pálido ni tan macilento. Y si pintaron bastos y moriste en verano, puede
que te echaran encima un dineral en aromas. Para no ofender el olfato de la
multitud que fue a presentar sus respetos en tus exequias.
Nuestro muerto de hoy lo tiene todo en contra. Fue
mucho más famoso en vida de lo que lo es a miércoles 10 de julio de 2013,
cuando se cumplen los 914 años de su óbito. Sin duda hicieron con él cuantos
ritos cabe suponer, porque era verano en Valencia y porque era el señor de la
ciudad y había de sobra para pagarlo todo a la grande. Ya no era joven. Nadie
sabe cuándo nació, pero tenía entre 55 y 58 años, afinando. Del siglo XI. Eso
equivaldría a día de hoy a un hombre de unos mediados 70, que hubiera sido para
entendernos un deportista de alto riesgo, con una buena lista de lesiones
viejas pasando factura. De modo que lo desnudaron y lo lavaron a conciencia con
varias jabonadas de hierba saponaria y muchos enjuagues. Y como queda dicho que
era Valencia, con aguas de olor de las mejores según el estilo musulmán. Y lo
vistieron de mortaja y de bonito, lo peinaron (el pelo si le quedaba, y las
barbas); le pondrían algo de alheña y de color no se viera pálido, lo
colocarían bocarriba en catafalco bien decente y estirado, y lo velarían entre
gruesos cirios, más sahumerios, olor a hierbas quemadas. Una humedad relativa
para que sudaran hasta los muertos mismos, y ese calor de costa.
De fijo sabemos que lo llevaron a enterrar a la
entonces catedral, que era la que había sido mezquita aljama. No lo sabemos,
pero podemos suponer que el gran funeral ‘de Estado’ lo ofició el obispo
Jerome, un tipo que en realidad se llamaba Jerónimo de Périgord y se había
apuntado a su manera a la ‘cruzada’. Cuando había tela se vestía de cota de
mallas y salía el primero espada en mano, y luego era lo dicho, obispo de
Valencia y cantaba misas y réquiems. Y, además, era buen amigo y colega del
difunto. Qué menos que hacerle los honores.
En su tumba quedó nuestro muerto hasta 1102, cuando
Alfonso VI de Castilla (y muchos más títulos, pero abreviemos) no pudo sostener
la ciudad que defendían la viuda del difunto y su yerno. Como los muertos
famosos no suelen pagar peaje, entre las maletas de quienes tuvieron que marcharse
iba Rodrigo Díaz. Su cadáver, por supuesto. Imaginando un entierro como el
apuntado, un clima concreto con sus detalles, y una caja sencilla de buena
madera (o buen cuero, la otra opción de la época) si le damos tres años de
tiempo, podemos considerar que cuando echaron mano al traslado se daría una
segunda manipulación. Tres años en un clima húmedo –según la estadística
forense- suponen una esqueletización avanzada pero no completa. No quedarían
tejidos blandos internos. Es posible que sí quedaran algunos residuales. Aún
estaría buena parte de los ligamentos, no habría fisuras de secado en huesos,
no se habrían desprendido piezas óseas grandes. Es decir, existiría una
forma compacta, con textura más grasa que
quebradiza. Si todo eso hay que meterlo en un arcón y en carreta o a lomo de
bestia, hay que manipularlo. Esta vez ya sin lavados ni aromas. No he
mencionado la probabilidad de necropredadores, roedores o insectos, porque en
verdad nadie sabe cómo eran las tumbas de la mezquita aljama convertida en
catedral. Y si algo no se sabe, mejor no incluirlo ni tan siquiera entre las
hipótesis.
Oponiéndose a lo dicho está la leyenda. Es cierto
que Jimena Díaz –no por llevar el apellido del marido, sino porque su padre
también se llamaba Diego- regresó a Castilla y recaló en el monasterio benito
de San Pedro de Cardeña, en Burgos. Ella y su marido habían sido generosos
amigos del convento, de modo que allí lo hizo enterrar por segunda vez. La
leyenda dice que el muerto estaba embalsamado (aún eso podría ser, desde luego,
una opción más) y dice también que lo sentaron en una cátedra o escaño en la
capilla funeraria. Eso ya no se sostiene. Un muerto insepulto era una ofensa,
un pecado, una paganía y una aberración en la cultura de la época. Y en un
monasterio de frailes benitos, sería irracional.
Y así quedó nuestro muerto de hoy –enterrado, no
sentado- hasta la francesada o Guerra de Independencia. Entonces se profanó su
tumba. La suya y la de muchos otros, les dio por ahí a los vecinos. Uno más
piadoso o más honorable, un tal general Paul Thiébault, recogió los restos
–tercera manipulación- y los hizo enterrar de nuevo en un monumento
conmemorativo. Pasada la guerra regresaron los huesos a Cardeña, hasta la de
Mendizábal en 1842. El Ayuntamiento se llevó entonces todo a su capilla en
Burgos. Y en 1921 fueron trasladados una vez más hasta donde hoy siguen, en el
crucero de la catedral de Santa María. Por si tantos traslados fueran pocos,
hay que hacer notar que juntos (y, en este caso, revueltos) están los restos de
Rodrigo, de su esposa Jimena y del hijo mayor de ambos, Diego.
Eso es lo que sabemos. Pocos detalles más. Algunos
sí, pero ya irrelevantes a tales alturas de manipulación, contaminación y
múltiples traslados .Por supuesto, no es un juicio moral. Excepto los franceses
cuando les dio la locura y desenterraron ‘héroes’ a mansalva, el resto siempre
trató de soterrar cuantas veces hiciera falta a un muerto con respeto.
¿De qué murió Rodrigo Díaz, ya viejo y no en
batalla?
Debió ser un tipo duro. En su época había dos
grandes momentos iniciales a los cuales sobrevivir. Al parto mismo, a nacer sin
que se te anudara al cuello el cordón umbilical, o sin que entre respetos y
demoras las matronas dejaran sin atender una larga lista de detalles mortales.
De hecho, sobrevivían y eran bautizados muchos más bebés de personas comunes
que de nobles. Si esa la saltabas, y fue el caso, te quedaba la segunda. Ser
destetado. Podía amamantarte tu madre. No era nada común. Una dama debía parir
muchos hijos, de modo que si no amamantaba volvía a ser fértil mucho antes. No
sabemos, ni jamás lo sabremos, si Rodrigo tuvo o no hermanos y hermanas, ni
cuantos. Pero sobrevivió al destete, aunque tuviera un ama de cría, en la
imprecisa frontera de los tres años. Cuando se decía que el señor Santiago
venía, en la fecha de su fiesta (julio) a tejerse una corona de ángeles que
llevarse. O cuando se decía, tal vez alguien haya oído aún la otra versión: “Ya
viene el señor Santiago: angelitos al cielo, y trapitos al arca.”
El resto podemos saltarlo. No se mató de mozo, no se
mató de adolescente. Creció y aprendió bien un oficio que incluía llevarse
muchos palos, caídas, moretones y lesiones. Lo que sucedió luego basta con
mirarlo en una biografía. Todo eso puede
indicarnos que se trataba de un hombre lo bastante entrenado como para evitar
la muerte en combate. No para jamás ser herido. No para no ser herido nunca.
Fotografía: propia, bajo la misma licencia que el Blog.
Nota: pinchad aquí para ir a la segunda parte del artículo.
http://todoloquetienenombrexiste.blogspot.com.es/2013/08/los-muertos-hablan.html
Impresionante.
ResponderEliminarMuchas gracias, Andrés.
ResponderEliminar¿De donde es la foto? No me suena de nada...
ResponderEliminarEn el claustro de la catedral de Burgos. Es un mural contemporáneo representando al Cid.
ResponderEliminarUn enfoque muy especial.
ResponderEliminarMuy amable tu comentario, Juan Marcos. Gracias por leernos.
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