Leonora y la Gárgola (Tintero de oro el Pentamerón)

 

Augusto vivía en un campanario, y el ruido de las campanas no le molestaba. No tenía muchas visitas. Tomás el campanero nunca se quedaba mucho rato: los monjes no se lo permitían, y además era miedoso. Las cigüeñas iban a lo suyo, como las golondrinas y los vencejos. Además, los pájaros no tienen mucha conversación. Un viernes, a eso de mediodía, el convento se llenó de voces y ruidos. Muy raro. Los monjes hablaban poco, siempre en susurros o en voz baja. Desde las alturas, Augusto llego a escuchar lo que decían. Un accidente en las mismas puertas del monasterio. Él pensaba que no era buena idea que un cenobio se construyera a la vera del camino real, porque luego ocurrían estas cosas. La hacanea de una dama había metido el pie en un hoyo, la señora acabó en el suelo, y a juzgar por lo que se quejaba se había roto una pierna. A su lado una pequeña miraba con seriedad todo lo que ocurría cogida de la mano de su aya. Los monjes y el abad salieron en tropel a prestar ayuda. Aquel viernes no se ayunó.

 

El domingo Leonora ya era dueña y señora del lugar. Subía y bajaba,  entraba y salía, su aya no la controlaba. Seguía día y noche al lado de su señora, consolándola y entreteniéndola. Y aquel día Tomás  subió a la pequeña  al campanario para entretenerla y que dejara a los hermanos hacer. Porque en la misa no se estaba quieta. A uno le tiraba del cíngiulo,  a otro de las barbas, al de más allá de la capucha. Jugaba con el agua bendita. Y allí, al descuido de Tomás mientras tocaba las campanas, la pequeña descubrió a Augusto.

Se quedó ensimismada mirándolo: cuando tomas acabo su tarea le sacudió el hábito preguntándole por Augusto. Y el campanero, santiguándose, tiro de ella escaleras abajo.

Cuando llegaron abajo el hermano le preguntó:

─¿Cómo sabes que se llama Augusto?

─ Ha sido muy amable, se ha presentado ¿Qué es?

─ Una gárgola

 

Tomás le contó a la niña qué era una gárgola, y ella entendió que se trataba de alguien especial. Entonces recordó los cuentos que la contaba su aya antes de dormir, en los que había personajes como Augusto. Le dio pena que estuviera solo y que le tuvieran miedo, y desde entonces siempre que podía visitaba a su nuevo amigo. También aprendió algo que le había dicho Tomas: que a los humildes y a los niños nunca les creen, aunque digan la verdad.

Leonora desistió a la segunda vez. Su madre estaba aburrida de estar allí, su aya no daba abasto, y los caballeros se entretenían como podían. Sin tabernas ni caza, también aburridos. La pequeña visitó el lugar de los libros varias veces en compañía de Jorge, el bibliotecario, a quien le había caído en gracia. Buscaba en su sabiduría la manera de convertir en carne y hueso a su amigo, que bastante penaba ya. Según le contó Jorge, las gárgolas tienen algo que les obstruye la garganta y si alguien logra quitárselo, recuperaría la libertad  de nuevo. No tenia mucho tiempo: su madre ya estaba mejor y su padre había mandado a buscarlas.

Aquella noche, cuando todos dormían, subió descalza las escaleras y visitó a Augusto. Metió la mano en su gran boca y encontró algo duro. Sacó una piedra negra. Y vieron los dos amanecer. Cuando el sol despuntó, su amigo voló como lo que era, un dragón plateado. La niña sonrió, y diciéndole adiós con la mano supo que había ganado un amigo.

Unos días más tarde la comitiva se puso en marcha, y nada más les ocurrió hasta que llegaron a casa. Leonora ganó un amigo, ya que Augusto cuando lo necesitó siempre estuvo allí, y ella también.

 

Un amigo es un tesoro.

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Ainhoa y Guille