Del plato a la biblioteca: los cien usos del papiro

 


Si oimos papiro, pensamos en la estatua de un señor un poco rollizo, calvo, en taparrabos, con las piernas cruzadas y sentado en una esterilla, escribiendo. Y acertamos, claro. Los papiros eran los libros de los antiguos egipcios.

También eran una bendición para su cultura. No había que plantarlos en un huerto, ni doblar el lomo para cultivarlos. Ya hace seis mil años bastaba con darse un paseo junto al Nilo y arrancarlos. Había de sobra para todos, y servían para casi todo.

Para empezar iban a la cocina. Los brotes tiernos se consumían crudos en ensalada con otras verduras. También se cocían con legumbres, se conservaban salados o se hacían a la brasa igual que cebolletas. Sobre un fuego doméstico de papiro seco en haces apretados. 

Las canastas eran de papiro. Y los pequeños botes de pesca fluvial. El papiro mojado y bien tejido formaba cuerdas muy resistentes, ronzales para los asnos y demás animales, jaulas y gallineros.

Las cunas eran de papiro tejido. Y las suelas de las sencillas sandalias de las personas comunes. De papiro eran los techos de los porches que defendían del sol chozas y casitas de barro. Y cuando llovía, alguna vez llueve en egipto, de papiro eran los tejados y los sombreros cónicos para no mojarse.

El mobiliario de una casa sencilla era papiro: las esterillas, la pala para atizar el fuego, las persianas, cestos con tapa para la ropa, cestas para ir al mercado o al huerto, matamoscas, canastillas para recoger los huevos, para guardar esas cosas que se rompen: platos y jarras de barro, cucharas, herramientas.

Más tarde el papiro pasó a ser soporte de escritura. Ya en la IV dinastía su fabricación era monopolio real. Para hacerlo bastaba con recoger papiros y prensar los tallos con rodillos pesados. Su propia savia hacía de adherente. Luego se dejaba secar a la sombra y se frotaban las hojas con una raspadera de concha o marfil para alisarlas bien. Ya se podía escribir. Con tinta negra, hecha de carbono, cobre y plomo. O con tinta roja, ocre de tierra y plomo. El plomo en ambas servía para secar la tinta rápidamente y evitar borrones.

La costumbre era mojar el borde de la hoja para pegarla con otra y acabar teniendo un largo rollo que -justamente- se enrrollaba antes de meterlo en un estuche o cilindro de piel para guardarlo. En un archivo, o en una biblioteca. De la cocina a los estantes de madera. La muy larga historia del papiro.




Imágenes: Wikimedia Commons.

Comentarios

  1. Hola Guille, pues la verdad es que sí. Me ha encantado la entrada. Besos :D

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Margarita. La vida cotidiana no suele salir en los libros, y es la más real.

      Eliminar
  2. Una entrada muy interesante Guille :)

    ResponderEliminar

Publicar un comentario