Este texto ha sido presentado al Desafío Literario "Relato 48". No, no lo he ganado. Debía ser escrito y enviado en 48 horas, e incluir literalmente la frase que (en mi versión) lo acaba.
Nunca recordaba mis sueños,
hasta la noche en que todo cambió. Vi una mesa. Una agenda abierta. Una pluma.
Esas cosas que ya casi nadie usa. La página estaba escrita. Y entonces su
primera línea desapareció, y yo lo supe todo.
No soy como los demás me ven,
nunca lo he sido. Sí, me consideran atento, educado, responsable. Cumplidor en
mi trabajo, leal compañero. Despistado a veces. Buen vecino, gentil con las
mujeres, reservado. Creen todo eso porque desconocen mi secreto. Un día, siendo
todavía niño, supe que era un hombre solo.
Siempre he estado solo. Los
demás son imágenes vivas, reales pero ausentes. Nunca nos rozamos, sólo
convivimos en esa otra inmensa soledad que es el mundo.
La agenda de mi sueño casi me
conmovió. Un hombre solo en un universo vacío no se conmueve. Ahora sé cuándo
acabará. A las nueve y cuarto de mañana. Estaré saliendo del gimnasio, me habré
despedido de los conocidos, volveré a casa cruzando el mismo parque, no servirá
de nada que elija ir por otra calle, o no ir. Lo haré. Percibo algo nuevo,
desconocido: curiosidad.
Tuve mis momentos, es cierto,
hasta que se desvanecieron uno a uno sin causarme dolor. Quedó un asombro
infinito. De niño jugaba en la calle y en el patio del colegio con mis
compañeros, lo que todos hacen. Antes de eso está el olvido, el rostro de mis
padres y mis hermanos. También creía tener un amigo, mi vecino de pupitre. Un
día, uno cualquiera, lo miré. Era otro. Uno nuevo. Y no había diferencia. Nos
hablábamos. Estaba vivo, como yo. Un niño más, no el mismo. Volví a casa por la
misma calle de cada día, con la misma cartera a la espalda. Saludé al portero.
Mi madre me besó. Y ya nada fue igual, nunca. O fue como siempre había sido, un
mundo cuyo vacío hacía eco sin que yo sintiera. Podía ver, oír, oler lo que hervía
en la cocina. Veía la casa, el salón, la televisión apagada. La vecina cantaba
barriendo la escalera. En la calle una furgoneta de reparto hacía sonar la
bocina, y un hombre gritaba a otro que arrancara de una vez o iban a multarlo.
Yo estaba solo.
¿Qué puede hacer un niño solo?
Fingir que es como los demás niños: responder a los besos. Luego seguir
portándose como se espera. Crecer. Estudiar. Tener compañeros. Mirar a las
chicas, atreverse a acercarse a ellas, aprender a dar besos en el cine. A recibirlos
desde la nada. Buscar y encontrar trabajo, buscar y encontrar un coche. Más
tarde, creo que fue bastantes años después, clavarme una uña en la raíz de la
del pulgar hasta hacerme tanto daño como para que acudieran las lágrimas a mis
ojos mientras enterrábamos a nuestra madre. Una iglesia de pueblo, con vecinos
a los que no recordaba y familiares lejanos cuyos rostros eran iguales, como
todo. Iguales que los de los santos de escayola coloreada y los de madera.
Igual que la voz del sacerdote vestido de morado que ya era viejo y estaba
contando cosas buenas de mi madre, recuerdos que sonaban tan indiferentes como
el viento. Soplaba fuera contra el muro, era bronco. Y muy frío, eso sí lo
recuerdo. A mis hermanos, apenas. Una de sus manos en mi hombro cuando me
vieron llorar. Posiblemente muy sorprendidos.
Aprendí a viajar, tal vez con
la esperanza de encontrar algo distinto en algún lugar. Incluso algunas veces
estuve en vacaciones organizadas, en grupo, al igual que acudía puntual a las
cenas de empresa creadas para estrechar lazos. No tuve nunca un destino
preferido. Los lugares llamaban mi atención, es cierto. Me daba igual que fuera
un pueblo cercano, una película en el cine, un país remoto, una serie de museos
famosos o el ardor implacable de algún desierto. En todos sitios había personas
solas que se comportaban igual, como si no lo estuvieran.
Cada vez que llegaba paseaba
por calles diferentes, oía voces que comprendía o lenguas extrañas, miraba. Lo
mismo. Madres con niños riendo. Parejas con los ojos clavados uno en el otro.
Seres envueltos en el vacío de su propio ser: llevaban perros de compañía,
trabajaban, los jóvenes iban siempre deprisa, los ancianos arrastraban los
pies. O se cogían del brazo, viejos matrimonios de pieles grises, muy juntos.
Apoyándose. En silencio o hablando, creyendo estar cerca, soñando acompañarse
sin saber que cada uno es un barco a la deriva en un océano vacío. Una nada
irreal. Una sombra.
Si algo casi llegaba a
gustarme era el teatro. En especial la sala llena. En cada butaca un ser que no
sabe que está solo por el sencillo hecho de existir, contemplando a un grupo de
personas que actúan fingiendo estar juntos mientras crean ficciones en grupo desde
su radical soledad. Resulta extraño, sea lo que sea extrañarse.
Incluso una vez me encontré
pensando en algo que no había intentado. Una compañera de trabajo contó a
quienes consideraba de confianza que sufría depresión, y buscar ayuda
profesional estaba salvándola en su peor momento. Yo no sufría nada. Sin
embargo, tal vez pudiera descubrir por qué soy como soy. Por qué veo lo que
veo. Por qué sé lo que sé y nada puede cambiarlo.
El asombro casi me pudo
entonces. Mi psicólogo era un hombre afable, profesional, muy bien considerado.
Por supuesto que entendía sus palabras, su forma de actuar. Entendía sus
preguntas. Le asombraba que yo no recordara nunca haber soñado, desde que tenía
memoria. No, tampoco de niño, cuando lo normal es al menos haber tenido
terrores y pesadillas. Nunca. Ni en malos momentos. Ni tan siquiera teniendo
gripe u otra enfermedad de las que padecemos en alguna ocasión.
Seguí parte de sus consejos,
me fueron útiles. Jamás le dije que él era como todos. Una soledad. Un vacío.
Una nada entre dos fogonazos, un cuerpo funcionando, un barco sin compañía en
el gran mar vacío.
Más tarde decidí acercarme a
una mujer. Un encuentro casual, muy lejos del trabajo y de mis habituales
compañeros. Siempre he sido gentil, detallista, considerado. ¿Lo he sido, o soy
el espejo que interpreta un monólogo eterno? Ella estaba enamorada, claro. Eso
dijo. Tenía un piso céntrico, el que ahora yo ocupo. Era enfermera. Nos
casamos, por supuesto. Por supuesto por el juzgado, y eso supuso un disgusto
para nuestro padre y nada para mis hermanos. Por entonces mi padre había
decidido acabar sus días en una residencia, según decía para estar atendido,
acompañado, y no ser una carga para sus nueras. Como tantos. Como todos. Estaba
solo entre muchos otros solitarios, pero jamás lo supo. Creo que era feliz. Al
menos, lo decía siempre.
Todos coincidieron en que
ahora sí estaba solo cuando mi mujer murió. Tan casual como había sido nuestro
encuentro. Volvía por la mañana de su trabajo. Un día muy frío y muy gris, de
niebla espesa. Otra furgoneta de reparto como aquella de mi recuerdo infantil.
Un golpe. Nada más. Una cosa si se, que el dolor es real. Se siente en el
cuerpo. Debo decir que me alegra, sea eso lo que sea, que ella muriera en el
acto.
Salió de mi vida, de su vida.
Desapareció como todos los rostros que veo a diario, solos. Sola. Y nunca volví
a buscar una mujer. Si he tenido relaciones ocasionales y civilizadas. Algunas
soledades durante esos viajes en los que los seres buscan justo todo lo
contrario. Lo exótico, suelen llamarlo. Creo que desean lo inesperado, lo
diferente. Lo que no existe. Puede ser que persigan el olvido por unos días, se
engañen en busca de aventuras, o sencillamente que cambiar de aires siente bien
a sus cuerpos. Hay motivos que se me escapan.
También sé que los cuerpos son
importantes. Todos huimos del dolor tan lejos como nos es posible, y
perseguimos placeres. Una buena comida, una temperatura agradable, una música,
una copa de vino. Sexo. Cada una de las sensaciones que percibimos: un aroma que
nos despierta, un roce, un beso. Las caricias, el calor, la piel desnuda. La
urgencia que termina siendo respirar, gemir, desbordar y vaciarse con la vista
nublada y un nudo en la garganta. Entonces parpadeas como si el vacío te
absorbiera hacia atrás: los ojos que te miran desde tan cerca son los de la
total soledad, espejo, reflejo y máscara de la tuya. Eso es real. Solo eso es
real.
Esta noche se ha repetido mi
único sueño. Hasta ha tenido un cambio. Sutil, pero lo bastante claro como para
percibirlo. Allí estaba la agenda sobre su mesa, y al lado la pluma. La página
abierta era otra. Miré atentamente. La letra era más pequeña, mucho más
abigarrada. Igualmente, clara y legible. Cuando lo soñé la primera vez eran,
por así decirlo, líneas. Al estar mucho más apretadas ahora se habían
convertido en filas a dos columnas. Podía leerlas. Las leí sin prestar
atención. Eran meros nombres. Desconocidos todos excepto el mío. Se quien lo ha
escrito. Ahora, ya lo dije, lo sé todo.
Acabo de vestirme para ir al
gimnasio. Casi es de noche. Será casual. Cuando vuelva, no importa qué calle elija,
habrá un ajuste de cuentas en un barrio tranquilo, mi barrio. Nada que ver con
los residentes, un par de coches apresurados, una venganza, armas, un tiroteo.
Un solo disparo acertado que da en la cabeza. Sin dolor. En eso me ha hecho un
favor la mano que escribe. La mano de la muerte me ha anotado para hoy a las
nueve y cuarto. Esa que tanto aterroriza a los demás seres que no saben que
siempre estuvieron solos, que nunca hubo consuelo sea eso lo que sea. A mi tan
sólo me provoca curiosidad. Soy yo.
Era el 48 de la fila, ella lo
sabía.
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