Una para ayunar


 

El último sol de la tarde de febrero hace brillar miles de gotas de agua sobre los campos de brezo. Más allá, agazapado tras dientes de piedra, brama el mar color vino. Dos filas de cipreses dibujan un camino de tierra hasta convertirse mitad en bosques, mitad en jardines poco domesticados.

El coche de lunas ahumadas me sigue desde el principio. Sin adelantarme nunca, sin acercarse demasiado. Bien anclada sobre la colina está la casa, un destello dorado de piedra y pizarra virando a rojo, conteniendo el aliento. Dura segundos. El sol se pone, las sombras la abrazan, empieza a insinuarse el velo de niebla a ras de suelo, blanco como una fría caricia. Se encienden las luces mientras aparco. 

A mi lado está también aparcando quien me ha seguido sin ocultarse. Se acerca a mí con la mano tendida. Enguantada. Perfectamente trajeado, portafolios de oficio incluido. Caleb Miller, dice, en representación como abogado de Wheeler y Miller. Suponía que yo era el agente Sheridan, en su día encargado del caso. 

No, en su día yo estaba fuera por motivos personales, en concreto por la muerte de un familiar. Pero me pasaron el asunto en cuanto regresé, cierto. Detalles a tener en cuenta, sobre todo en un pueblo pequeño donde se da un acontecimiento inusual.

Ya estaban abriendo la puerta. Los McCoy, un matrimonio en torno a los cuarenta, trabajadores de la finca desde hacía quince y ahora únicos beneficiarios de la herencia de sus patronos. Pasamos adentro, y ambos rechazamos la copa de vino por la misma razón, estar de servicio. 

Miller ya había hecho su trabajo: en anteriores visitas con peritos había comprobado el inventario hasta su menor detalle. La señora McCoy se empeñó en mostrarme al menos un salón, no iba a negarme. Mi primera ex fue a la universidad a estudiar arte. La segunda era economista, pero pintaba y era tan buena que hoy en día sus obras valen bastante dinero. La tercera era profesora de equitación, y su padre y sus tíos pintores con notable fama. Es inútil resistirse al destino, claro que entiendo de arte. Lo poco que vi casi me deja con la boca abierta. 

Lo de mis ex era la pintura y lo mío los libros, aunque al revés no funcionó nunca. Mientras íbamos hacia el salón ya había observado al descuido algunas baldas de muebles realmente de anticuario. Esas cosas simples que suelen tenerse a mano, no lo que se custodia en una biblioteca privada. Volví a mirar a los McCoy preguntándome qué harían con su herencia. Era fácil pensar en gente sencilla, ama de llaves ella, jardinero y hombre para todo él. Mi intuición no decía eso. En quince años puede aprenderse mucho si alguien está dispuesto a aprender, y si no hay mucho trabajo: ambos contrataban a gente del pueblo para lo realmente pesado. Y en la casa nunca hubo ancianos. Ni niños.

Miller declinó la invitación a cenar, yo no. Los McCoy se retiraron, y el abogado abrió su portafolios para preguntarme. Todo era legal y correcto, salvo un detalle. Cuando los agentes entraron en la casa, buscaban una nota de suicidio. Lo que cabría esperar antes de que el caso se complicara y llegara a todo tipo de prensa. En la habitación del señor de la casa había un escritorio, y sobre él una caja sin llave alguna que fue abierta. Contenía un frasco de vidrio lleno de líquido rojo. Un policía de pueblo no es un experto en manipular objetos antiguos y delicados. Se le escurrió de entre las manos enguantadas y se hizo añicos. Un lamentable accidente.

Miller me estaba mirando. Muy fijamente. Suspiré un poco, repitiéndoselo: un policía joven de pueblo. Ya se llevó la bronca de su jefe, que es también el mío. Repasé cada detalle al volver. No, la caja no contenía nada más excepto un doble fondo vacío. Podía ver las fotografías que se tomaron, las que más tarde tomé yo, el análisis de huellas. Varias en el exterior, mujeres de limpieza. Dentro, tan sólo las del señor de la casa. Asunto terminado.

En cuanto a lo realmente inusual, el caso se ha archivado. O bien se trata de un error en las pruebas forenses, algo que sacó de quicio a más de un profesional respetado, o de un robo imposible de cadáveres.

Agentes de tráfico encontraron el coche de los señores de la casa aparcado en la curva de un mirador. Perfectamente aparcado, sin averías. Dentro había dos cuerpos irreconocibles. Sin embargo, las huellas al volante y las de las puertas por dentro eran suyas, así como las ropas y los efectos personales. Ambos habían tomado unas copas de vino. Ella se había perfumado. Habían visto el amanecer.

Miller insistía. Si ellos u otros en su nombre robaron dos cadáveres, tal vez se habían ido y podían estar vivos, de modo que no hay herencia. Claro, insistí yo. ¿Dónde robas el cuerpo de un varón del siglo XIII en las cercanías, para sentarlo en un auto junto al de una mujer del siglo XIX? ¿Cómo dejas huellas dactilares y saliva dentro del coche sin contaminarlo todo? Y, ¿Para qué? ¿Para legar una herencia con cuento de fantasmas?

No. Desestimado. Debió ser un error forense. Y en cualquier caso basta esperar cinco años para que estés legalmente muerto. Wheeler y Miller son meros albaceas.

Parecía convencido, el abogado. Hasta que en un momento giró de nuevo los ojos hacia mí, buscando los míos. Por supuesto, yo no sabía nada más. Me reí, eso lo incomodaba. ¿Para qué iba a saber más, para cobrar más?...Ya defendí en su día al agente que metió la pata, lo que se hace entre gente honorable. Claro que me gustaría que me regalaran dos o tres cuadros y venderlos, y pagar la hipoteca. Pero eso no va a suceder, de manera que no gano nada sabiendo, ni sin saber.

Se despidió y su coche se alejó sin ruido alguno, una sombra muda tragada por la blanca niebla. Disfruté de la cena. A los McCoy no les gustaba Miller. Metiendo la nariz como un hurón, contando y pesando, haciéndoles mil preguntas malintencionadas. ¿Por qué no tenían hijos? ¿Tampoco familia, visitas? ¿Mascotas? ¿Amigos?

Sí tenían amigos, visitas. Y eran discretos, buenos, solidarios. Tenían en otro pueblo una granja grande, hacían traer comida sin que nunca se supiera, para la vicaría y los necesitados. Viajaban mucho, y les traían a veces cosas, recuerdos, artesanía, de lugares muy pobres. Lo que nunca querían era figurar. Él pintaba, ella escribía. Claro que eran ricos,  muy ricos, pero daban todo lo que podían mientras nadie se enterara. Así los veían los McCoy.

El caso está cerrado. No dejaron una nota de suicidio. Me pregunto qué quería hacer Miller con el frasco de líquido rojo. ¿Llevarlo a analizar? ¿Vender la fórmula? ¿Usarlo?

En el doble fondo había un diario. Afortunadamente, se leer latín. Y tres frascos más, sellados. Sellados siguen. Uno es rojo, como el que destrozó sin querer el policía novato. Otro, verde. Y el tercero, transparente como agua. En la primera página del diario estaba escrito:

Una para ayunar; dos para intimar

Tres para volver a estar vivo 

Hasta el sol del tercer día.


Una gota para no tener que volver a alimentarte, dos para poder hacer el amor, y tres para volver de la muerte durante tres días, hasta que salga el sol. No necesitaban nota de suicidio, ni eligieron tan mal para ser vampiros.



Nota: Como sucedió con el cuento sobre Jedediah, habrá una versión "completa", tal y como aquella fue, escrita a cuatro manos.



Imagen propia bajo la misma licencia que el blog.



Comentarios

  1. ¡Ooooh! ¡Me ha encantado Guille! ¡Quiero saber más! Besos :D

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    1. Muchas gracias por tu comentario, Margarita. En su origen o raíz es un sueño (sueño, no pesadilla aunque vaya de vampiros). yo también quiero saber más XD.

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    1. Gracias por tu comentario, buhoevanescente. Es de esos cuentos que empiezan como semilla casual, y luego crecen solitos.

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  3. ¡Vayaaaaaa, pedazo de relato.! "Basta esperar cinco años para saber que está muerto"
    Me quedo con la frase, da juego. Me encantan este tipo de historias.

    Besos, Ricardo.

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    1. Me alegra que te guste, Ricardo. Y ciertamente, da juego. Gracias por tu comentario, y feliz fin de puente. Un abrazo.

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