La campana había dejado de
doblar a muerto cuando el sol se ocultó, el viento barría las hojas y jugaba con la triste letanía haciendo
aun más oscura aquella noche. Habían atado
bien la soga, pero el metal sonaba incitado por el viento bravío que nada tenia de juguetón.
Dos coches cubiertos se
detuvieron en la entrada de la casa. Dentro se escuchaban voces rezar y se
adivinaban velas que chisporroteaban. Seis figuras enlutadas y cubiertas por un
largo velo tocaron el llamador. La casa quedó en silencio hasta que alguien
abrió la puerta. Entraron en parejas mientras el viento cerraba la puerta tras
ellas. La mayor se acercó a los finados y sus ojos brillaron detrás del velo.
Tuvo unas palabras con una de las vecinas y después se colocaron entre las beatas
y comenzaron a rezar haciendo su trabajo diligentemente: lloraban mientras
recordaban las bondades del matrimonio, con tanta certeza como si fueran sus
hijas, nueras, sobrinas, o nietas. La mayor de ellas no se quitaba el velo, las
mas jóvenes la llamaban madre y no se lograba ver nada de ella que no fueran
sus ropas.
Manuela, la más anciana de
la comarca, no se perdía ningún funeral ni evento social que ocurriera en el
pueblo: conocía cualquier historia o acontecimiento que hubiera pasado desde hacía un siglo. Entre rezo y rezo la
buena mujer miraba a la mayor de las plañideras como si hubiera algo en ella
que le resultara familiar. Las horas de la madrugada fueron pasando mientras las
lágrimas se secaban y los susurros traían recuerdos. Algunos dormitaban
mientras otros salían fuera a tomar un poco de aire, las suspirantes se fueron
turnando en la cocina para servir algo caliente y de comer a los asistentes al velatorio.
Algunas de las vecinas
cuchicheaban, la anciana Manuela les mandó callar varias veces. Cuando alguien
moría y no tenia familia cercana los vecinos mas próximos se ocupaban de todo.
Con la llegada de las seis mujeres el trabajo dejaba de ser tal, por lo que les dijo la anciana a sus convecinas que no tenían
de qué quejarse. Quedaban tan solo
algunas horas para que amaneciera, desde donde estaban sentadas se veía el
sueño eterno de la pareja. Sus rostros mostraban el paso de los años y el peso
de problemas y trabajos. Tomados de la mano comenzaban su
último viaje en este mundo, con una muda despedida.
- Sabían que algún día
regresarías, las recibieron todas: María, la hija del boticario se las leía y
ellos le pedían que escribiera algunas palabras por si alguna vez las llegabas
a tener - le susurró Manuela a la mayor de las plañideras, entregándole una
caja.
La acarició con sus manos enguantadas, mientras por
primera vez las lagrimas asomaron en sus ojos. La abrió, leyó en voz baja las anotaciones de los
márgenes. Era una letra femenina aprendida en un colegio religioso. Reprodujo
las palabras y expresiones una por una, eso trajo el eco de conversaciones y
vidas del pasado que regresaron a sus retinas.
Le dio las gracias a Manuela
y salió, las nubes oscuras amenazaban lluvia y la noche retozaba todavía sin
querer marcharse amparando a los suyos. Los caballos piafaban calle abajo en un
descampado donde los cocheros los habían dejado pastar.
Se acercó y conversó con
ellos antes de entrar en uno de los
coches para estar un rato a solas. Había pasado más de un cuarto de siglo,
nunca pensó en regresar, las viejas historias de venganza nunca acaban bien. El
pequeño espejo le devolvía la imagen de su rostro y mientras miraba recordaba
las Sagradas Escrituras: "Aquel hombre o mujer en cuya piel
aparezcan las manchas blancas de la lepra"
Las palabras resonaron en la
iglesia varias veces cambiando su vida por siempre. Grabó en su persona el
pecado de la lepra condenándola al ostracismo a ella y los suyos, todo por no
haber cedido a sus chantajes y mantener relaciones sexuales con él.
Durante más de un mes
permaneció encerrada sin querer ver a nadie, huyendo de todos y de la sombra
del párroco. Él nunca se acercó a la casa, pero desde el púlpito sus palabras
iban contra ella y los suyos acusándolos de ser la fuente de todos los males
que ocurrían en el pueblo. Se encerró y comenzó a languidecer. Se alejó de sus amigas y de su novio. Las
cosechas fueron malas y varios robos e incendios en la zona trajeron escasez y hambre al
pueblo. En la familia de la "leprosa" la miseria pasó de largo, cosa
que levantó envidias e ira contra ellos, y comenzaron a culpar a la joven de
sus desgracias. Les tiraban huevos y piedras y más de una mañana la casa
amanecía pintada con amenazas.
Pocos días antes de la noche
de difuntos la joven desapareció de su casa, apareciendo la mañana de los fieles difuntos en uno de los
pozos del pueblo hinchada y con el rostro desfigurado. El pozo se selló y la
enterraron rápidamente cerrando el caso como un triste suceso.
Entonces nació su otra yo, se
despidió de sus padres, viajó a la ciudad con ayuda del boticario, le
diagnosticaron vitíligo: se trató y su
pena la convirtió en forma de vida. En
unos pocos años se convirtió en una respetada plañidera. Velada siempre, su
misterio y sus lloros enternecían al más duro de los corazones.
Con los años sus apariciones
fueron mermando, ya que solo asistía a contados sepelios. Abrió una escuela
donde aceptaba a cinco muchachas nada más para adiestrarlas en el arte del
plañir.
Los baños de sol y la playa
hicieron su trabajo, le aconsejaron utilizar cosméticos para poder tener una
vida más normal, cosa que nunca hizo. Aquel sería el último de sus trabajos y
el culmen de su obra. Por la mañana las mujeres de negro descansaron y la casa permaneció
tranquila, tan solo algunas de las vecinas y la incombustible Manuela seguían allí
a la espera del último viaje de los finados.
La campana tocó a muerto, acompañando
al cortejo fúnebre: los zapatos sobre el camino de grava, los rosarios en las
manos y las voces susurraban y tiritaban a causa del frio. El párroco los
esperaba en la puerta de la Iglesia. Con el hisopo bendijo los féretros
mientras el órgano comenzaba a sonar. Las lloronas abrían la comitiva, los
lamentos y lloros se hicieron más tenues y bajos. Ya en el altar comenzó la
despedida de la pareja.
La anciana Manuela desde su
lugar vio en primera fila a las plañideras pero no a la madre de todas ellas. Era
el momento de tomar camino hacia el
cementerio cuando el órgano debía sonar de nuevo. El padre miró hacia arriba
esperando que el organista comenzara a su señal y se encontró con el rostro de
la muerte.
Llevó su mano al pecho sin
dejar de mirar aquel rostro blanco, emergiendo de la semipenumbra que lo señalaba como culpable
de sus muchos pecados. Un grito ronco salió de su labios, y cayó fulminado al
pie de las escaleras del altar. Los que se acercaron a socorrerlo levantaron la
vista hacia donde estaba el órgano, donde el párroco había mirado. El pobre
organista se levantaba del suelo llevándose la mano a la cabeza en la que había
recibido un golpe.
Se llevaron al cura mientras
el coadjutor tomaba el lugar de su compañero,
el funeral siguió su curso no sin los murmullos de los feligreses, que
recordaban perfectamente los perjuicios y daños que había causado el cura
a aquella familia que se había cobrado
su venganza.
La muerte del párroco no se
investigó, nadie pareció echarlo de menos, los años y que Dios así lo quiso
fueron las palabras desde el obispado. El joven coadjutor se convirtió en cura
del pueblo y la vida siguió su curso.
La casa de los labriegos y
sus tierras fueron compradas o heredadas, según la versión de quien lo contara,
por la plañidera quien la utilizó como casa de verano. Las malas lenguas decían
que la señora que andaba ya sin velo recordaba a la hija del matrimonio que había
muerto. Nadie removió tierra ni hablo sobre el asunto, sobre todo desde que la
buena mujer invirtió en el pueblo y se convirtió en su benefactora.
Imagen de Wikipedia
Autor:Rama.
Bajo la misma licencia que Wikipedia.
Un estupendo relato que contiene misterio, suspense y venganza. Muy bien narrado.
ResponderEliminarBesos
Gracias Ambar :) un poco de misterio e intriga para empezar el año. Buena semana. Un abrazo.
EliminarOscuro relato ideal para quitarnos esa pereza feliz de la Navidad.
ResponderEliminarUn saludo
Gracias Carmen,feliz año nuevo. Un abrazo.
EliminarMe gusta el toque inquietante. Y, por supuesto, esa idea de matar a un cura del susto...XD
ResponderEliminartienes mucho peligro, maño....
EliminarRealmente (en literatura, conste en acta) quiero matar a un obispo. Ya tengo algunos candidatos, que están muertos hace un cesto de años, y algunas ideas malévolas sobre como hacerlo.
EliminarUn crimen literario, te leeremos con gusto sin duda.
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