Muchas personas han hecho cosas inusuales que aún perviven. Casas imposibles, reconstrucciones a su manera, novedades insólitas o sueños plasmados en piedra.
Jedediah, hijo de Malcolm McIntire, padre de Malachías, Seth y Abigail
McIntire, abuelo de Zacharías McIntire, era de otra pasta.
Se decía que la familia llegó a América (a las colonias Británicas)
buscando libertad, por ser devotos y perseguidos. No ha sido probado. Sabemos
que fueron fieles a la Corona aún tras la Independencia y eso les trajo problemas, si bien tampoco los
registros familiares demuestran otra cosa que un lento y sólido progreso
económico y social. Luego reaparecen en
el Sur, a favor de la marea. No les gustaba esa aristocracia inculta, pagana y
vendida de irlandeses sin clase e ingleses vulgares. Puesto que no les daban
valor alguno ni se relacionaban con la comunidad, mudaron al bando de los especuladores en tierras, y, en especial,
al de los anticuarios cazatesoros.
Luego vino la Guerra Civil, como la plaga de langosta. Fueron odiados
como especuladores de granjas y plantaciones, eso va en el oficio y se sabe,
porque son subastas públicas. Las otras, no. Cada familia al borde de caer en
el abismo arañaba sus cofres. Joyas, cuadros,
porcelanas. El primer envite. Luego telas, tapices, documentos antiguos.
Y joyas. Siempre joyas, el último recurso perdiendo precio a medida que la soga
se estrecha. Y luego, la casa en sí. Maderas. Muebles. Piedras talladas. Todo.
Tras hacer fortuna los McIntire recalaron un tiempo en Chicago.
Después de todo, eran expertos en el Sur (y en cómo hacer dinero colocando en
el mercado laboral a negros libres sin otro derecho que
la supuesta libertad). Eso les sonaba. Los negros eran como los hombres libres pero
dependientes de Escocia, nada nuevo bajo el sol. Clientes, hubieran dicho si
supieran latín.
Tardaron un poco en aprender latín. La lucidez inmediata suele
funcionar si se mira hacia adelante. Cuando Jedediah, primogénito, enterró a su
padre, debía haber pensado en una heredera americana y en el futuro. Pero
pensó en Sarah, una joven prima segunda
aún lo bastante joven como para no languidecer en Escocia.
Su oficina de empleo para negros siguió prosperando, como el resto de
múltiples inversiones. Pero entonces se equivocó. Eso cuentan aún hoy los más
viejos del pueblo. No era un mal hombre, o no el peor. Pero se equivocó.
El Sur por el que había pasado como una pisada sobre nieve, vana y
fugaz, lo marcó. Eligió un pueblo muy pequeño, tradicional y respetablemente
luterano, lo bastante cerca del Chicago de entonces como para llegar en coche
de caballos en un par de horas. Se presentó a las autoridades diciendo que deseaba un hogar y formar parte activa
de la comunidad. Desoyó todos los consejos y adquirió una gran hacienda con sus
tierras que dominaba desde arriba el pueblo. Black Hill, la Colina Negra. En la
cima se erguía una torre redonda, desmochada. Una vieja atalaya de los
exploradores franceses, eso se decía. Y conservándola, apoyada en ella, no alzó un hogar acorde al frío de
Illinois, ni tan siquiera acorde a su propia vida ni a lo razonable. Levantó
una casa sureña con un invernadero, con bodegas como si allí pudieran crecer
vides, con un salón de baile que jamás se llenaría. Jedediah era un buen
patrón, y eso calló muchas bocas. Pero, más tarde, acabó sabiéndose todo.
Su mujer le calzó en principio como guante de seda. Recorrió la casa
de arriba abajo sin decir nada, y le pareció tan sensata como una bendición del
cielo. En su primera cena a solas le exigió tres cosas que juró obedecer: un
mes para conocerse antes de consumar el matrimonio, que comprara bosques para
mantener caliente un hogar absurdo, invernadero incluido, y las llaves, el
albedrío y el dinero necesario para ser ama y señora. Juró Jedediah, dándose
por el hombre de la Biblia que encuentra a la perfecta compañera; y candelabro
en mano la acompañó castamente a su alcoba, le dio un beso en la frente, se
retiró a la suya y durmió como los justos.
Así pasaron quince años gobernados por el devenir de la vida y por una
cordura minuciosa. Tuvieron dos hijos mellizos, varones sanos y fuertes. Con
todo, el doctor de la familia, un hombre
tan sabio como irreprochable moralmente, sugirió a
Jedediah que su esposa necesitaba recobrarse en un clima menos severo y que
tentar a la suerte es ofensa a Dios. Reflexionó, tuvo por sensato y piadoso el
consejo, y envió a su familia al Sur
hasta que los hijos superaron la
peligrosa edad de las amas de cría y las fiebres infantiles. Los visitaba
en invierno, siempre al tanto de sus
estudios y de los inestimables consejos de su mujer. Es más, creyó que su
piedad era del agrado de Dios, porque cuando volvieron a yacer juntos ella no
se quedó embarazada.
Eso fue más tarde. De regreso a Illinois, con una hacienda que daba
mucho trabajo a familias del pueblo y sus tierras redondeadas con compras que
les reportaban granjeros como inquilinos –o clientes, una vez más- decidieron
estrenar el salón de baile. La esposa acomodó las ambiciones del Sur de Jedediah
a algo mucho más local, igualmente digno de ser recordado. A diferencia de su
marido, ella sabía que no eran amados. Tampoco temidos. Vivir bien no significa
ser felices. Las gentes del pueblo eran colonos, como ellos mismos. Como ellos
habían huido de Europa hartos de amos, guerras religiosas, miserias e
injusticias. Eran orgullosos. Habían talado bosques de leyenda, roturado
tierras, encauzado arroyos; habían pactado, traicionado, convivido con o
soportado a indios salvajes. Black Hill Manor, la gran casona que dominaba el
pueblo y de la cual vivían de un modo u otro recordaba demasiado al pasado que
habían dejado atrás. Jedediah creía que, al menos, se lo agradecían. No era un
tirano injusto, sino un padre benévolo. Ella sabía que esperaban. Y sabía lo
que pensaban. No hay amo bueno.
Eso no deslució la gran fiesta de Acción de Gracias. Ni el baile
popular que llenó el gran salón, ni la abundancia de música, comida, bebida y
regalos. Las luces se veían desde el pueblo, contaron luego. Se quemaron
carretas de troncos en todas las chimeneas, de modo que mientras fuera nevaba
con furia dentro de la casa nadie se quedó con el abrigo puesto. Ni nadie sin
obsequio, porque el gran festejo coincidía con el cumpleaños de la señora, ni
tampoco nadie cocinó en todo el fin de semana. Jedediah trajo por los pelos una
cita del Éxodo mezclada con el midrash hebreo acerca del maná, justificando que
cuanto sobrara debía ser repartido entre los hermanos. Afortunadamente el
pastor local no era en exceso erudito. De modo que cada cual se llevó en una
cesta cuando pudo cargar, y se habló del asunto durante muchos años.
Nueve meses más tarde, al final de la cosecha, cuando mediaba agosto,
la señora dio a luz una hija. Y antes de que viniera el invierno viajó con ella
a Boston, la ciudad más antigua y civilizada de la nación. Era una niña
preciosa, contaban. Despierta, fuerte y sana.
Jedediah asistió a la iglesia el domingo ocho de octubre en Chicago. Acudió luego a una reunión de
anticuarios. El verano había sido largo, seco y caluroso, pero a media tarde se
levantó un viento que barrió las hojas otoñales e hizo descender la
temperatura. Visitó a sus hijos en el internado del reverendo Crane, en la
calle del Mercado, a orillas del río, y cenaron juntos. Cuando regresaban al
colegio comenzó todo.
Jedediah había visto arder Atlanta. Aporreó con el llamador de bronce
hasta que el reverendo abrió, desconcertado.
Gracias a su premura los dieciséis chicos, la gobernanta y el servicio
se apiñaron en las carretas de las que disponía el centro y siguieron a
McIntire –con sus hijos, Crane y su esposa en la calesa- hacia el sur. Jedediah
iba gritando ‘fuego, fuego’, y avisando a cuantos se asomaban que huyeran hacia
el sur con lo puesto. A sus espaldas podían ver ya una muralla roja saltando de
casa en casa y de tejado en tejado.
Durante tres días ardió Chicago. La lluvia piadosa que apagó la
pesadilla dejó muchos muertos, a diez
mil almas sin techo y un paisaje devastado como el Día del Juicio. Y aunque
Jedediah ayudó a salvar vidas avisando a cuantos pudo, cobijó en su casa a los
chicos hasta que sus padres vinieron a buscarlos y abrió la bolsa con mano
generosa, en el pueblo se murmuraba. Sus almacenes estaban en la zona sur, a
donde no llegó el fuego. Tampoco tocó el internado del reverendo Crane, que fue
saqueado sin que se rompiera ni un cristal.
La desgracia de unos es la fortuna de otros. Había una ciudad que
reconstruir. Conocía a hombres importantes y emprendedores, y Jedediah nunca
tuvo miedo de tomar nuevos rumbos. Su primogénito no quería ir a la universidad.
Como él era piadoso, trabajador, dado a la acción y a lo concreto. Nadie dijo
nunca que McIntire fuera injusto con sus hijos ni que demostrara trato distinto
hacia ninguno de los tres. Pero Seth no lo vio así cuando su hermano Malachías
se convirtió de hecho en socio de su padre mientras a él, estudiante de mérito,
le sugerían dedicarse a la iglesia.
Tampoco lo vio de ese modo la madre al regresar con la pequeña Abigail.
Sarah no había perdido el tiempo en Boston. Durante los largos veranos que
pasaban en el pueblo nunca sucedía nada, pero la ciudad era otra cosa. Jedediah
admiró mucho que sin perder su piedad ni su sensatez hubiera decidido cultivarse.
En especial le complacía hablar con ella sobre administración o proyectos y
leer sus libros de asiento, perfectos como los de un contable. Su asombro
creció al entender que Sarah había leído mucho, visitado museos y atendido a
charlas sobre arte. Eligió como amigas a damas que eran hijas o esposas de
anticuarios, mujeres que habían viajado. En aquellos veranos, cuando cenaban en
familia, Jedediah daba gracias al Señor y se sentía bendecido presidiendo la
mesa, con la conciencia limpia y una botella de Buena Vista californiano de
1866.
Jedediah ya se había equivocado. Su hijo mayor y socio era piadoso,
pero no atemperado. Su segundo hijo dejó claro que no deseaba estudiar teología
ni ser ministro del Señor. Hizo frente común con su madre, y sin ofender a
nadie convirtieron una provinciana tienda de cosas viejas en el mejor
anticuario de Chicago. Respetables, sabedores, decentes y con intachable fama,
cuanto pasaba por sus manos reportaba beneficios. Y Jedediah siguió
equivocándose, porque dio gracias a Dios
y creyó que todo aquello era el justo pago a su virtuosa vida, no la voluntad
de quienes tenían cuentas que ajustar contra él.
Cuando Jedediah cantaba los salmos en la iglesia veía a su devota
esposa a su lado. Oía las voces de sus hijos, firmes y acompasadas, y la de
ángel de su hija cada vez menos niña y más espigada. A su niña le gustaba la
vieja torre redonda que era el espinazo de la casa. Bastó eso para que
hiciera poner una escalera de caracol de
roble con pasamanos, sanear la obra, reabrir las chimeneas y empapelar los
muros. Hizo poner una espineta junto a la ventana que ahora era grande, y ya
puestos aprovechar la torre entera como habitable. Para visitas, por ejemplo.
Aunque no las hubiera.
Mientras, su primogénito acudía a reuniones sociales en Chicago. Parte
de su trabajo. Tal vez peligrosas para el alma, porque las mujeres jóvenes ya
no eran tan recatadas, ni todas eran presbiterianas; y la mayoría
estudiaban materias tan inadecuadas
como medicina o ciencias, incluso arte, copiando modelos vivos y
desnudos. Y muchas, incluyendo damas casadas, pedían el voto para su sexo en
las calles, con gran escándalo. El negocio es el negocio, y el temor de Dios
protege de todo mal. En eso también se equivocó Jedediah. El estudioso Seth
estudió abogacía primero, y eso lo condujo hacia otras amistades muy
diferentes. Una vez tan sólo lo llamó aparte y le preguntó si andaba entre
cristianos. No dudó de su respuesta. Sí. Seth no mintió. Los masones admitían
entre sus hermanos a caballeros de distintas religiones, pero todos debían ser
creyentes. Y en su logia la mayoría eran anglicanos o luteranos. Cristianos, por supuesto.
Era tan sólo que Jedediah empezaba a hacerse viejo. El momento de
hacer balance y dejarse mecer por la larga marea de los buenos tiempos. Eso
debió pensar Job justo antes de que la cólera del cielo estallara sobre su
tejado.
Su hija se marchó a un internado para señoritas en Chicago, con su
bendición. No supo que sus hijos cortejaban a la misma joven. Para él estaba
claro, su primogénito debía casar primero y tenía una candidata en mente. Se
informó de lo que le importaba: joven educada, piadosa, hija única de un muy
respetable financiero. Hermosa, sana. Muchacha de los nuevos tiempos, había
viajado respetablemente por Europa, hablaba lenguas extranjeras, tocaba el
piano y sabía de antigüedades. Por su parte, su esposa Sarah también recabó
información. De otras fuentes. Logró convencer a Seth de que la belleza
deslumbrante puede ocultar muchos secretos, pero Malachías era testarudo. Le
parecía la novia perfecta, y el momento
adecuado para mudar de estado y dejar atrás una juventud demasiado virtuosa.
Entonces Sarah lo intentó con su marido, que siempre había escuchado sus
consejos. Esta vez falló. Jedediah no entendía nada de lo que es una mujer
inestable, con una discretamente oculta tradición familiar de problemas
nerviosos. Nada que no cure el aire sano del campo, le dijo. Nada que no mejore
una vez tenga marido e hijos, las muchachas son así.
Y nada mejoró. Durante el largo verano familiar una sombra se
introdujo en sus vidas. Como Caín y Abel, los hermanos se evitaban; a veces
cruzaban miradas frías de relámpago
guardando para sí sus reproches, sus secretos, sus idas y venidas. La
joven esposa detestaba el campo, las lecturas bíblicas de su suegro, la
libertad feliz de su cuñada y la mirada siempre educada, razonable y peligrosa
de su suegra. Se sentía atrapada, obligada, cada vez más consciente de haber
obedecido demasiado. Seth tenía mundo, conversación, un atractivo aire de
misterio controlado y los ojos oscuros de un halcón que a veces la desnudaban
con la mirada. En un segundo, sin que
nadie se diera cuenta. O tal vez sí. Su marido era un aburrido previsible que
rezaba con demasiada contrición antes de
levantarse lo justo el camisón de noche. Tras apagar la lámpara. Fue un verano
lluvioso, gris, y hasta la casa pareció agrisarse. Sucedieron cosas insensatas.
La cocinera, que llevaba con ellos desde el comienzo y jamás había sido medrosa
ni dada a supersticiones juró sobre la Biblia haber visto fantasmas en la
alacena. El viejo doctor le recomendó un tónico, graduarse la vista y descansar
un poco.
Se había casado una lluviosa
mañana de mayo con la convicción de que aquel matrimonio no saldría bien. Si
miraba a su alrededor podía escuchar perfectamente qué pensaba cada cual. Sus
padres felices porque su única hija por fin había aceptado casarse, a cambio de
medio millón de dólares en una cuenta a su nombre. Su suegro también rezumaba
felicidad, y su suegra a medias se alegraba por su primogénito y a medias la
miraba buscando esa locura que ya estaba en su casa y la novia no traía.
La mirada de Seth se perdía más
allá del altar, y no se cruzaría con la suya en toda la jornada. La hería por
haber elegido la carta más alta y seguía sin aceptar que había perdido. Abigail,
demasiado joven en palabras de su madre, no estaba acostumbrada a reuniones
sociales: su única preocupación era volver a la torre como si aquella boda
fuera una interrupción en su interesante vida.
El verano llegó sombrío y se
fue de igual manera; aquel año no habría veraneo para nadie, Sarah estableció
un calendario de visitas y acontecimientos
sociales en los que los recién casados debían participar.
Pasado un mes a Margaret le
parecía llevar un cuarto de siglo casada con Malachías. Jedediah era feliz, su
familia crecía y había trabado amistad con su consuegro. Los dos esperaban la
llegada del primer nieto que les permitiera unir ambos imperios
.
Sarah pensó mucho aquel
verano mientras veía desgranarse los
acontecimientos. En los atardeceres se sentaba en el porche, Margaret comenzó a acompañarla: descubrió en ella la misma
curiosidad de Seth y la fuerza de la juventud y pensó que después de todo era
una buena adquisición para la familia.
Hasta que llegó septiembre
en tres ocasiones tuvo que guardar cama Abigail por unas fiebres que no
acababan de remitir. Su madre y su cuñada la acompañaban e incluso su padre la
visitó cuando estuvo mejor.
Malachías, al igual que su
padre, era feliz fuera del hogar con su trabajo, y nada le hacía sospechar de
la infelicidad de su esposa. Sus padres eran felices y el también lo sería ya
que como su padre pensaba Dios era
misericordioso y al haber sido creados a su imagen y semejanza nada podría
salir mal.
El otoño trajo de vuelta a
Seth que animó el taciturno ambiente que aquel
verano había dejado. A su hermana le obsequió regalos que animaron su
melancolía, pero no movieron la negativa de no querer regresar al
internado.
Se estableció una tregua
entre los dos hermanos y parecía que todo volvía a su lugar. Abigail se marchó
y cada cual retomó sus quehaceres.
Margaret sentía agrado ayudando a su suegra, y pronto se convirtió
en una aventajada alumna del segundo negocio familiar. Buscaban buenas piezas, organizaban subastas y
duplicaban las ganancias. Malachías
estaba orgulloso al igual que el buen Jedediah y alabaron a sus mujeres y
dieron gracias a Dios por tenerlas, en sus oraciones.
Aquellas navidades Margaret
lucía especialmente radiante, lo que fue
motivo de alegría para Jedediah aunque no tanto para Sarah, ya que sabía que su
hijo mayor era estéril. El invierno
anterior al ingreso de los hermanos en el internado del reverendo Crane hubo una
epidemia virulenta de paperas que cogieron ambos. Seth, más fuerte, sanó enseguida. Malachías estuvo
grave, el viejo doctor habló con Sarah sobre la orquitis derivada de las paperas que tenía su primogénito, asegurándole que Malachías
no podría tener descendientes.
Sarah creía en los milagros
de Dios, pero los ojos brillantes de su segundo hijo alimentaban sus temores. Malachías
no sospechaba nada, visitaba a su mujer rara vez, y la alegría común acabó
siendo la suya.
En Junio, en Chicago, llegó
al mundo el pequeño Daniel para alegría de las dos familias. Aquel verano tanto
la madre como el hijo se quedaron en la ciudad donde recibieron múltiples
visitas.
Abigail parecía encantada
con su nuevo sobrino y el cambio de aires a la ciudad y la vida social la
hicieron florecer. Entre las visitas que recibieron estaba un primo lejano de Margaret por parte de su madre, el joven
Thomas, que enseguida entabló amistad con Abigail. Ambos eran adolescentes y
tímidos, aquel verano pasó como un suspiro para ellos.
Thomas regresó a la
universidad y Abigail fue presentada en
sociedad en una fiesta que volvió a
llenar el salón de baile. Acompañada por su padre, vestida de blanco y con el
pelo recogido, adornada con perlas blancas, bailó por primera
vez. Thomas estaba allí, fue la noche más
feliz de su vida. Aquel otoño e invierno salvo contadas ocasiones, madre e hija
acudieron a toda fiesta, teatro,
concierto u ópera para que la debutante fuera vista por la sociedad de Chicago.
Aun así, Abigail seguía pensando y carteándose con Thomas.
La siguiente primavera
viajaron a Europa, en verano tomaron las aguas de Bath y visitaron la Costa Azul.
A su regreso a Black Hill Manor, Margaret ya había vuelto y el pequeño Daniel
hacía las delicias de todos. Abigail se instaló de nuevo en su
torre. Ya había tomado una decisión: no se casaría con nadie que no fuera
Thomas, por lo que planearon prometerse cuando él acabara la universidad.
Margaret se había ocupado
del trabajo de su suegra en su ausencia, y junto a Seth habían ampliado el
negocio comprando parte de una casa de
subastas
.
Jedediah y Malachías no habían
cambiado su día a día, las ausencias de la familia no rompían sus rutinas pero
aceptaron con alegría el regreso de las féminas.
El otoño tardó en llegar,
todavía a mediados de octubre el calor daba sus últimos coletazos. La cocinera,
que no había vuelto a ver ninguna aparición más, estaba muy contenta con sus
gafas. Aun así, una mañana le pareció ver una sombra que merodeaba cerca de la
torre de la señorita.
El invierno fue furioso y
terrible: no se recordaban nevadas semejantes desde hacía más de cincuenta años. Sarah había
sido previsora, por lo que no les faltó de nada. Margaret leía su correspondencia cuando se le cayó una
carta de entre las manos. Entró sin llamar en la habitación de su suegra: ésta
la miró y supo que traía malas noticias. Thomas había estado enfermo aquel
invierno, un catarro que no acababa de irse. Unos cuantos días de amor materno
y buena sopa lo curaron casi del todo. Pero salió a patinar con sus amigos, el
hielo del lago no fue lo suficientemente resistente y el joven se ahogó. Fueron
a buscar a Abigail, que ocupaba gran parte de su tiempo preparando su ajuar. La
joven las miró y les dijo que Thomas había estado aquella noche con ella: le
pareció que estaba un poco azul, pero
venía para quedarse con ella para
siempre.
Nunca supieron cómo se
enteró de la noticia, volvió a caer enferma y las fiebres no remitían. Fueron
unas navidades tristes, todos se sentían conmocionados y hasta el pequeño
Daniel lloraba más de lo habitual.
Esta vez Peggy, la joven fregona, fue la que
vio algo en el salón de baile. Aquella mañana se había dormido y pasar por allí
era un atajo hacia la cocina. Una presencia blanca danzaba en el centro de la
sala y después se perdía en una de las vidrieras que mostraba la flor de cardo,
emblema de Escocia. Tuvo que morderse la mano para no gritar y el viejo doctor
ordenó que guardara cama varios días.
En primavera la casa volvió
a vaciarse, excepto por Jedediah y su
primogénito que seguían su vida como si no pasara nada. Margaret, acompañada de
Daniel, fue a visitar a sus padres en Chicago. Sarah se llevó a su hija a
Boston a una casa de reposo, esperando que recobrara la salud.
Malachías visitó a su mujer
y a sus suegros, durante dos semanas disfrutó de la ciudad y de la compañía de
los suyos. Hasta su suegro lo agasajó con un banquete en su honor, durante el
cual amplio su cultura y cata alcohólica. De aquella madrugada nació Débora, su
segunda hija, o por lo menos por tal la tuvo él.
Antes de regresar a casa
Sarah y la convaleciente Abigail hicieron una parada en Chicago. La joven había
descubierto que la lectura lograba mitigar su sufrimiento, por lo que disfrutó
de las bibliotecas de la ciudad hasta su vuelta.
Las tres mujeres y el
pequeño Daniel fueron escoltadas por Seth. Sarah prohibió a su hija pernoctar
en la torre: aquel lugar ejercía un influjo maligno sobre ella, incluso pidió a Jedediah que clausurara el lugar, ya
que era un peligro para todos. Él prometió hacerlo pero por segunda vez no hizo
caso de su mujer y se rindió ante los ruegos de su hija.
La joven comenzó a leer los
libros de la biblioteca y a interesarse por la compraventa de los mismos. Cada
vez que Seth viajaba a Europa le pedía que le trajera los más extraños que
encontrase. En poco tiempo se convirtió en una experta.
Entre los libros que vendía
y compraba encontró uno que llamo su atención, "La muerte no es el
final" y en él una dirección a la
que poder escribir para saber más sobre el tema. El autor, el doctor Jack Spellman,
defendía que la muerte tan sólo era un estado más de la vida, y que aquellos
que ya no estaban podían ponerse en contacto con los que permanecían en este
lado. Durante medio año se carteó con él. Débora nació ese mayo en Chicago.
Durante el verano Abigail se quedó en Black Hill y recibió la visita del doctor
bajo las atentas miradas de su padre y su hermano.
El invitado pidió instalarse
en la torre, y allí pasaban todo el día la señorita y el doctor cada vez que su
madre estaba ausente, dando que hablar en la casa. Sarah no podía desatender
sus negocios, y aunque Margaret desde Chicago se ocupaba de gran parte de ellos,
faltaba Seth, que había viajado a Europa en busca de buenas piezas.
Sarah se iba con disgusto
cada vez que abandonaba la casa, y aunque advirtió a su marido e hijo de nada le sirvió. En su ignorancia
creían que la visita ayudaría a que la muchacha se repusiera completamente.
Agosto trajo abundantes
lluvias en forma de tormentas y una de ellas estallo la víspera del cumpleaños
de Abigail. Habían organizado un pequeño picnic en la finca invitando a los
notables del pueblo y a algunos amigos. Querían celebrar la total recuperación
de la homenajeada.
Abigail no se negó, y toda
la familia regresó para estar presente. Ella estaba más interesada en el plan
que tenia para aquel sábado por la noche.
Sarah se quejaba de un
insistente dolor de cabeza que la tormenta no mejoraba, por lo que se retiró
pronto a descansar. Jedediah y Malachías se reunieron después de la cena para
tratar asuntos de negocios. Margaret, llegada aquella misma tarde, siguió el
camino de su suegra. A Seth se le esperaba la mañana siguiente, y el doctor y la joven
Abigail se retiraron a descansar temprano.
A las once de la noche una
sombra se deslizó por el jardín hacia la torre. Poco antes de medianoche la tormenta llegó a su cénit.
Sarah había llamado para que le trajeran el remedio contra la jaqueca. Una
corazonada le hizo acudir a la habitación de su hija y la encontró vacía. Fue hacia el dormitorio de
su marido, y en el pasillo se encontró a Peggy corriendo como alma que lleva el
diablo. La detuvo, ella señaló el jardín y casi sin voz susurró que se
escuchaban gritos en lo alto de la torre. Aporreó las puertas de su marido y su
hijo: a esas alturas toda la casa estaba despierta.
Jedediah y Malachías corrieron hacia la galería que unía la casa con la torre. El doctor Spellman no estaba en su habitación. Padre e hijo subieron la escalera hasta la planta alta, donde había vivido Abigail. La puerta estaba cerrada, detrás de ellos apareció Sarah sacando la llave maestra.
Jedediah y Malachías corrieron hacia la galería que unía la casa con la torre. El doctor Spellman no estaba en su habitación. Padre e hijo subieron la escalera hasta la planta alta, donde había vivido Abigail. La puerta estaba cerrada, detrás de ellos apareció Sarah sacando la llave maestra.
La señorita yacía en el
suelo, inconsciente, y la puerta que daba a la escalera que subía desde el
jardín permanecía abierta. Margaret fue la última en llegar y se acercó al ver
la puerta abierta, salió y algo la hizo mirar hacia abajo. Un relámpago iluminó la noche, y allí
vio lo que quedaba del cuerpo mortal de Spellman.
El picnic fue suspendido y
aquel domingo el viejo doctor, el juez de paz y la policía fueron los invitados
de honor. El fallecido no tenia familia y poco o casi nada se sabía de él. El
caso se cerró alegando que Spellman perdió el juicio y cometió el peor de los pecados, el
suicidio.
Jedediah por tercera vez no
había hecho caso a su mujer, y arrepentido
llevó a su hija a la casa y ordenó tapiar la torre, tanto la entrada del
jardín como la de la casa. Por caridad cristiana el lunes enterraron los restos
mortales en un discreto rincón del jardín mientras los albañiles cegaban las
entradas a la torre. Seth llegó cuando todo había acabado, sirviendo de
consuelo a su madre y su cuñada, y de apoyo a su padre y hermano.
Abigail se despertó dos días
después aquejada por otra de sus fiebres, y parecía no recordar nada. En el
pueblo y entre el servicio de la casa se murmuraba lo mismo: el diablo había
aparecido aquella noche en la torre, poseído a la señorita y asesinado a quien
lo había invocado.
En otoño nuevos
acontecimientos alimentaron más la historia de que el diablo acechaba en
aquella torre. Nadie podía entrar, pero se movían las cortinas y en ocasiones,
de madrugada, algún criado veía destellos de luz.
Jedediah envejeció en poco
tiempo, había perdido el interés por casi todo y creía firmemente que Dios les
daba la espalda. Malachías tuvo que asumir el control de todos los negocios y
no tenia horas en el día.
Sarah no abandonaba a su
hija en ningún momento, ni cuando mejoró se apartaba de su lado excepto para
descansar lo necesario.
Margaret dejó a sus hijos en
Chicago con sus padres, el ambiente de la casa cada vez era más opresivo y
decadente.
Todos los treinta de
noviembre celebraban el día de San Andrés con las familias de origen escocés de
la zona. Cada año Jedediah descubría una vidriera nueva en la sala de baile
como agradecimiento a lo que Dios les había dado. Aunque en aquella ocasión no había
tanto que festejar se celebró, y por
unas horas todos disfrutaron olvidándose del miedo.
Cuando los invitados se
marcharon Sarah fue a visitar a su hija: si sus cuentas no erraban tendría que
viajar a Boston con Abigail, desde lo ocurrido no había tenido la regla, por lo que con toda seguridad estaba embarazada.
Hablando con Margaret y
escuchando los desvaríos de su hija en sus febrículas ambas mujeres habían
podido más o menos saber lo que había ocurrido entre Spellman y la joven.
Cuando comenzó a leer de la
biblioteca e interesarse por la compraventa de libros extraños dio con uno del Doctor
Spellman. Se sintió identificada con sus palabras y vio en ellas la posibilidad
de ponerse en contacto con su añorado Thomas.
Durante el tiempo que se
cartearon Spellman consiguió hacerse con el interés y el afecto de la muchacha,
hasta conseguir que lo invitara a visitarla.
Cuando Sarah se ausentaba hicieron
muchas cosas en la segunda planta de la torre, entre otras leer libros
prohibidos, y ejecutar rituales buscando que Thomas se pusiera en contacto con
ellos.
Cada vez que los recuerdos
de la muchacha llegaban a la noche del suceso comenzaba a gritar y no había
quien la calmara. Suegra y nuera llegaron a la
conclusión, hubiera o no artes oscuras detrás de aquello, de que el doctor
quería aprovecharse de la muchacha y dejarla embarazada para casarse con ella. Lo
que no se atrevieron a decir es que fue Abigail en su desdicha quien lo empujó
causando su muerte.
Sarah fue a buscar a su hija
a la biblioteca donde la habían visto
por última vez: la vio salir del pasadizo, la tomó del brazo y apretándoselo
la obligó a que la llevara al lugar del que venía. Subieron las escaleras hasta
aparecer en la segunda planta de la torre, Abigail casi en trance se tocó el
vientre y dijo a su madre que allí iba a sentirse cerca de Thomas y hablar con él,
para que la escuchara y llegara antes para acompañarla.
Aquella fue la gota que
colmó el vaso, bajó con ella y la encerró en su habitación. Dos días después se
marchó a Boston tras haber hablado con su marido. Quince días mas tarde regresó sola. Fueron unas tristes
navidades, los niños y los de Chicago fueron los únicos que alegraron las
fechas.
Abigail pasó su embarazo en la casa de reposo de Boston. Para la galería hizo un viaje para conocer la tierra
de sus antepasados, Escocia. En su ausencia el ambiente de la casa no mejoró.
La cocinera durante el invierno había
llegado a ver dos fantasmas merodeando por la torre, el del joven Thomas y el
del malvado doctor.
Las historias de cocina terminan llegando al ama, quien acabó
por creérselas y no contárselas a su marido.
Zacarías adelantó su venida
a este mundo, su madre, sumida en un
estado de calma desde su llegada a Boston, algunas noches en susurros llamaba a
su amado Thomas.
El niño quería salir con
premura pero algo se complicó: la
criatura venia de culo, y aunque Sarah había contratado los mejores médicos y
comadronas el parto fue largo y laborioso, y cuando acabó los profesionales le
aconsejaron que su hija no volviera a ser madre.
El niño estaba sano y Abigail
parecía tranquila, se preocupaba por el pequeño. Aquella primavera y el verano
los pasaron en Boston. Abigail quería que el niño se llamara Thomas pero su
madre la convenció de que el primer nombre fuera uno bíblico para que el niño
estuviera protegido por la benevolencia divina. Por lo que se llamó Zacarias Thomas McIntire. Sobrevivió
al verano y a su primer invierno.
Las mujeres y los pequeños de la familia se reunieron en Boston, con las frecuentes visitas del tío
Seth. Sarah convenció a su marido de que los acompañara y conociera así a su
nuevo nieto.
Jedediah no había hablado
demasiado sobre todo lo ocurrido y cuando vio a su hija y su nieto sanos y
salvos se alegró y se conformó, el loco que había deshonrado a su hija había
muerto y ahora estaban todos juntos de nuevo.
Malachías estaba solo en Black Hill, y aunque
nunca había sido hombre miedoso comenzó
a ver las sombras en la casa familiar. En su soledad, por primera vez pensó en
algo que no fueran negocios y rezos. Escuchaba
susurros, medias conversaciones en los corredores y en los rincones.
Acabó por viajar a Boston huyendo
de las sombras y las alusiones. Aquel
otoño llego a la casa la señorita Mary Widow, pariente lejana de uno de sus
convecinos escoceses, y reputada institutriz. Daniel había cumplido tres años
aquel verano por lo que se decidió que iba siendo hora de que comenzara a
instruirse.
Mary era muy parecida al
viejo Jedediah y a Malachías, mujer de costumbres sencillas, trabajadora, conseguía
siempre lo que se proponía y tenía la Biblia en su mesita de noche.
Durante algún tiempo la presencia
de la nueva inquilina dejó de lado cualquier tema pasado. En cuanto a Abigail
inventaron la historia de un amor y
matrimonio breve en Escocia, truncado por la muerte del marido en un desgraciado
accidente de caballo. La primavera siguiente Zacarías cumplió su primer año en
Black Hill para orgullo de su madre y de
su abuelo. Lo extraño era lo que veían su madre, su abuela y su tía: el niño
tenía un gran parecido con el que nunca fue su padre, el joven Thomas.
Nadie se
atrevía a pensar qué podría ser, ya que sería pensar en fuerzas que se escapan
al entendimiento de los hombres. El único que parecía haber recuperado la salud
y disfrutar de un merecido descanso era Jedediah.
En primavera Seth y Margaret
tuvieron graves discusiones por temas de negocios, Malachías y Sarah tuvieron
que pedirles templanza y humildad para que no se acabaran sacando los ojos.
Una tarde de abril el
patriarca de los McIntire dio su último suspiro durmiendo la siesta en el
porche de la casa, mirando al jardín.
Lo enterraron al día
siguiente en una sentida y concurrida ceremonia. Fue el primero en estrenar el
panteón familiar. Dos semanas después se abrió el testamento. Dejaba heredera universal a su esposa, Malachías
recibía el control de los negocios de construcción y financieros, mientras todo lo demás lo dejaba a juicio de su amada
esposa, que debería cuidar de todos sus hijos y trabajadores como hasta ahora
lo había hecho.
Tuvieron que hacerse a la
idea de que el viejo Jedediah ya no estaba entre ellos, fue una época de luto y
tristeza. La cocinera decía que al patriarca Dios lo había perdonado y llamado
a su lado. Tan solo veía al doctor Spellman merodeando la torre. Cuando nadie
la escuchaba y estaban las dos pinches con ella ampliaba la información:
tampoco estaba la presencia del joven Thomas y estaba segura que había renacido
en el pequeño Zacarías, tenía la mirada del joven trágicamente fallecido.
Aquel verano todos
permanecieron en la casa, y comenzaron a renacer las discrepancias y rencillas, celos e
historias sin resolver. Malachías quiso erigirse como nuevo modelo de conducta
y devoto ciudadano. Hasta que cayó en su propia trampa.
Censuró por libertino a su
hermano, y a su hermana la calificó como una pobre loca que haría de su hijo un desgraciado. Margaret acabó echándolo de sus aposentos.
Malachías, confundido y herido en su orgullo,
salió al jardín, miró la torre y sintió
un escalofrío. Entró en la casa blanco como si el alma hubiera abandonado su
cuerpo. Le había parecido ver a su padre censurándolo por sus palabras.
El pequeño Daniel adoraba
jugar en el jardín, y acercarse a la torre era su máxima aspiración. Se lo tenían
prohibido, pero en ocasiones, cuando su tía Abigail paseaba junto a Zacarías y
se acercaba le gustaba acompañarla, y escuchar las historias que contaba aunque
no las entendiera.
Una tarde de soporífero estío, mientras jugaba al escondite con la niñera y su institutriz, logró salir de la
habitación de los niños y esconderse bajo una de las mesas de la biblioteca. Allí
estuvo en silencio durante largo rato hasta que vio que su tía se había unido
al juego y se escondía en un lugar mejor que el suyo, había un pasadizo que
llevaba a alguna parte, y su primo iba
con ella. Entró rápidamente y los siguió hasta el segundo piso de la torre. Allí
su tía jugaba con Zacarías. Sintió miedo, quiso volver.
Aquel lugar le daba
pavor, y mientras su tía cantaba al pequeño, un viejo balancín en forma de
caballo ciego se movía sin que nadie lo
montara. Buscó el lugar por donde había entrado y bajó sin ver nada más que la
oscuridad, gritando y arañando el panel de madera que separaba la biblioteca y
el pasadizo, hasta que Seth acertó a
pasar. Abrió, el niño se echó en sus brazos y durante más de un mes estuvo
mojando su cama.
Una tarde se reunieron todos
en el despacho de la matriarca. Margaret le pidió el divorcio a Malachías, sus
hijos eran fruto de su amor con su hermano y no pasaría ni un minuto más siendo
su esposa y compartiendo con él el mismo techo, ni con alguien como Abigail. Al
casarse con él, una de las peticiones de su familia era tener
hijos y el no había cumplido su parte. Sabía que podía alegar que ella era una fornicadora, por
lo que estaban empatados y mejor llegar
a un amistoso acuerdo.
Malachías no pudo reaccionar:
miró a su madre y ésta asintió, era la mejor solución para todos. Aquella misma
noche Seth y su familia abandonaron la casa para no regresar jamás.
Así se enteró de que era estéril
desde aquellas paperas que tuvieron ambos hermanos. Sarah viajo con Abigail y
Zacarías a Boston y se estableció allí.
Malachías se quedó solo en
aquella casa. La compañía de la institutriz fue la que hizo que no se volviera
loco; acabó por convertirse en su secretaria, y varios años después en su
esposa.
Una década más tarde Black Hill era una sombra de lo que había
sido, la mitad de la casa estaba cerrada y ya no se celebraban bailes como antaño.
Malachías y Mary adoptaron una niña, a la que pusieron de nombre Elisabeth.
Sarah paso todos aquellos
años viajando y sin asentarse en un lugar fijo. Boston con Abigail, que pareció
lograr una época de estabilidad abriendo su propia librería. A Escocia, donde Seth y Margaret ampliaron el negocio familiar, e iniciaron una nueva vida. Cuando Elisabeth llegó a la
casa Sarah fue a conocerla, retomando la relación con su hijo, pero viviendo en
Chicago.
Disfrutó de su nieta y la
llevó a conocer a su familia en Escocia
y Boston, a su tíos y primos. Para la
muchacha fue conocer la libertad, ya que Black Hill era un mundo oscuro, lleno de recuerdos y penas que ella no
recordaba. Su padre era un buen hombre. pero demasiado estricto y esquivo.
Aunque su madre lograba ser bálsamo para él, aquella casa era demasiado
opresiva para ella.
Escocia era otro mundo, y sus
tíos y primos muy simpáticos, pero aquel
no era su lugar. Además, conocía la historia que ocultaba aquel dorado
destierro que ellos habían deseado.
En Boston con su tía Abigail
todo era distinto: era una mujer culta y agradable en el trato pero detrás de
aquello era muy diferente. Supo por Zacarías que había
entrado en contacto con un grupo de espiritistas a escondidas de Sarah.
Su abuela le había contado
todo lo ocurrido durante aquellos años y la maldición de la torre que había
estado allí desde muchos siglos atrás. La joven regresó a su hogar y comenzó a
ver el lugar con otros ojos. Era resuelta y simpática y todos los habitantes de
la casa la adoraban.
Indagó entre los criados y
preguntó a su madre, ya que sabía que Malachías no hablaría nunca sobre el
tema. La parte del jardín que daba a la torre se había quedado abandonada y
aunque la torre era el sostén de la casa era también su centro prohibido.
Se escribía con Zacarías muy
a menudo contándole los hallazgos de sus investigaciones. Pasaron varios años,
y llegó la petición de la abuela de
establecerse en Black Hill; sabía que no tenía que hacerla, pero le parecía una
buena deferencia hacia su hijo. El no se negó, y aquel verano Abigail y Zacarías
la acompañaron. Los hermanos guardaron las distancias y se trataron con fria cortesía, los mas jóvenes vivían en su
mundo, al margen de todo. Sarah se mantuvo cerca de su hija recordándole que se
alejara de la torre.
Su regreso despertó de nuevo
a los fantasmas; la antigua cocinera había muerto años atrás, una de las
pinches fue quien ocupó su lugar, y aquella primera noche vio merodeando en
torno a la torre varias sombras. Identificó al doctor Spellman
y al viejo Jedediah que regresaba de su tumba, molesto.
La matriarca comenzó a
visitar el mausoleo, y aunque sabía que había obrado correctamente sentía un
poco de tristeza por no haber podido cumplir lo que le pidió
su marido.
Llegado el otoño una noche
Sarah se fue a dormir y ya no despertó. Antes de su muerte había repartido su herencia, por lo que no
hubo testamento alguno. Lo único que dejó por escrito fue su deseo de ser enterrada
en Boston, cosa que Malachías no respetó. Abigail y su hermano no llegaron a
las manos pero le advirtió que no había cumplido la última voluntad de su
madre. El enterró a sus padres juntos, como debía ser.
Un tercer fantasma rondaba
la torre, Abigail desde Boston intentaba ponerse en contacto con su madre y
poder proporcionarle a ella y a su padre el descanso deseado.
Malachías no permitió que su
hermano asistiera al funeral de su
madre, rompió todo contacto con su
hermana y prohibió a su hija que se carteara con su primo.
Él, que había creído en Dios
y nunca perdió la fe, sentía ahora el corazón de piedra, culpaba a todos y
no estaba en paz consigo mismo. Tan solo pensaba que él tenía razón, y todos
habían pecado y destruido su vida. Hasta los fantasmas que rondaban la torre eran egoístas.
Elisabeth se convirtió en
una respetable señorita y decidió estudiar
en la universidad: le gustaban las piezas antiguas y la historia, había disfrutado compartiendo la pasión de su abuela y sus tíos por las antigüedades.
Su padre se negó en redondo,
fue una larga noche y hacia la madrugada se escuchó un disparo. Mary recordó el
pasadizo de la torre y por allí subieron como veinte años atrás. El funeral y la lectura del
testamento se hicieron enseguida.
Black Hill por primera vez
en más de sesenta años se quedo vacía, Elisabeth y Mary se establecieron en
Chicago. Con el paso de los años, Elisabeth
y Zacarías se casaron y volvieron abrir la casa. Abigail no regresó, prefirió
estar lejos del influjo de aquella torre.
Los jóvenes querían barrer
toda sombra de aquel lugar y volver a hacer crecer aquello que sus abuelos
habían iniciado. Destapiaron la torre y dejaron que el aire corriera por todas
partes. Los dos conocían toda la historia y querían convivir con ella no luchar
contra ella. Elisabeth se quedo embarazada y un nuevo McIntire nació en la
finca: Malcom, como el fundador de la estirpe.
A los dos les gustaba montar
a caballo por lo que adquirieron varios ejemplares. Una tarde Zacarías paseaba
con una de las yeguas cerca de la torre, ésta se asustó, se encabritó y lo dejó cojo de por vida.
Elisabeth tomó la costumbre
aquel verano de subir con el pequeño a contemplar las vistas desde lo alto de la
torre. Una tarde revisando lo que había, se cortó con un objeto puntiagudo que sobresalía de uno de los
muebles. Varios meses después moría de sepsis en un hospital de Boston.
Abigail se llevo a Malcom
consigo, y Zacarías no volvió a levantar cabeza, se unió al grupo espiritista
al que pertenecía su madre. Black Hill volvió a cerrarse esta vez para siempre.
Zacarías intento durante años ponerse en contacto con Elisabeth, heredo la
devoción de su madre por el ocultismo.
A veces regresaba a la zona por añoranza de los buenos
tiempos, o porque la sangre llama aunque sea desde la tragedia. En la zona lo
conocían por el cojo McIntire, y le tenían aprecio.
Llegó el crack del
ventinueve, y gran parte de la herencia de su mujer se perdió. Aquello no hizo
más que deprimirlo y en una de sus visitas a la casa se acercó a la torre y
puso fin a su vida.
Abigail llamó a su hermano
contándole lo ocurrido y este le respondió que la casa podía quedársela o dejar
que se pudriera aquel lugar había traído demasiadas desgracias. Abigail hizo
todo lo que estuvo en su mano para dejar aquel lugar libre de almas en pena.
Llamo a un pastor, invitó a sus compañeros espiritistas, pero nada de aquello
sirvió. Se llevó a sus padres y los
enterró en Boston junto a su hijo y su nuera, dejando allí los restos de su
hermano Malachías como guardián de aquella infernal casa, acompañado del
profesor Spellman.
Abigail viajó a Escocia a
casa de su hermano y allí acabo sus días. Tanto ella como Seth estipularon en
sus testamentos que la casa permaneciera en pie durante cincuenta años desde su
muerte, por si algún familiar volvía a
reclamarla. Si al pasado el tiempo nadie lo hacía, que revirtiera en beneficio para el pueblo.
La casa se convirtió con los
años en la mansión del terror de la zona: la puerta de la torre abierta y el balancín
en forma de caballo ciego aun se mece
sin que nadie lo monte, esperando la llegada del algún McIntire.
Escrito por Ainhoa y Thorongil.
Imagen propia
Imagen bajo la misma licencia que el Blog.
El origen.
http://todoloquetienenombrexiste.blogspot.com.es/2016/01/jedediah-mcintire.html
Imagen bajo la misma licencia que el Blog.
El origen.
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Bravo. Felicidades. Me ha encantado la historia. De verdad, sublime.
ResponderEliminarGracias :) da gusto que nos leas y que disfrutes. Un abrazo.
EliminarUna creciente sensación de desasosiego conforme se avanza en el texto. Leído a horas intempestivas puede acojonar a base de bien. Enhorabuena, uno de vuestros mejores textos sin duda :)
ResponderEliminarGracias por vuestro comentario Gregory y si un poco de terror gótico tiene la historia. un abrazo y buen fin de semana.
EliminarTremendo relato, lleno de emociones que provocan desasosiego, intriga y un poco de miedo. Genial.
EliminarGracias Arantza :)
EliminarGracias por el comentario, Gregory.
ResponderEliminarDa miedo. En serio.
ResponderEliminarEntonces mejor leerlo de día. Un abrazo Anton.
Eliminar¿Mucho miedo, Antón?...
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Ainhoa y Thorongil. Te deja un poso de desazón. Muy bien.
ResponderEliminarGracias Gabriel :) Buen finde.
EliminarEl caballito ciego, la torre espinazo...Da miedo.
ResponderEliminarGracias Juan Marcos, buen finde.
Eliminar¿Y qué pasó al final, eh, eh?
ResponderEliminarHombre las historias tienen un final, y creo que este es el de los Mc Intire por ahora es este. Si en un futuro escribimos algo mas ya se vera.
EliminarUn abrazo Sebastian.
Miedito da.
ResponderEliminarun poquito solo. :)
EliminarMe alegro, Ana: después de todo es un 'cuento de miedito' XDD
ResponderEliminarResulta muy inquietante, muy sombrío. Me encanta.
ResponderEliminargracias Encina :) buen verano.
EliminarMuchas gracias, Encina. Eso de 'inquietante' mola.
ResponderEliminarHola Ainhoa y Guille, madre mía, esto no es un relato, es una novela en toda regla, perfectamente podría ser novela corta, novelette o algo así. Además, me ha recordado totalmente a La casa de los espíritus, la historia de la familia, muertes inexplicables, espíritus, hermanos que se llevan mal... Es perfecta para el reto. Os felicito por esta novela corta.
ResponderEliminarMuchas gracias por recuperarlo para el reto.
Un abrazo. :)
Hola Merche, muchas gracias por tu apreciación sí que es cierto que parece una novela corta, que no le falta de nada y es un placer recuperarlo para el Tintero nos pareció que podía ir muy bien en la línea un abrazo y buen finde.
EliminarCreo que si incorporáis diálogos sería una novela increíble. Y no lo digo porque tal y como está desmerezca, sino porque me parece realmente buenísimo. Toda una saga familiar con personajes muy bien desarrollados y un contexto histórico muy trabajado.
ResponderEliminarIsabel Allende lo leería encantada.
¡Enhorabuena!
Hola, Rebeca muchas gracias por tu idea la verdad es que es una buena manera de completar la historia y darle más amplitud. Te la tomamos prestada un abrazo y buen fin de semana.
EliminarHola, Ainhoa. Como amante que soy de la novela histórica solo puedo darte la enhorabuena por tu pedazo de relato. Un abrazo.
ResponderEliminarFelicidades! Un relato extenso, histórico, misterioso e ideal para esta convocatoria.
ResponderEliminarUn abrazo :)
En realidad es un relato muy recortado (desde su idea original), pero gracias por comentarlo, Maite, y por tus palabras. Abrazotes.
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