La primera vez había sido
desde el otro lado del paso de peatones, cerca
del árbol que iba perdiendo hojas
mientras el viento jugaba con las gotas
de lluvia. Le pareció que había estado siempre allí, pero no podía asegurarlo.
Su memoria no era demasiado de fiar, los días eran muy largos y las noches más,
poco había para distraerse. Se pasaba las horas mirando hacia el otro lado de
la calle mas allá de el traicionero paso de peatones.
Era alta, un poco cuadrada y
no con tantas formas como él. Le gustó; además era tímida y misteriosa a partes
iguales, ya que no podía verla completamente. La había pillado un par de veces
mirando hacia él.
Durante el día el tránsito
de la gente y el que se acercaran a
ellos para enviar cartas o hablar por teléfono no les dejaban momentos para
observarse, cosa que hacían en el silencio de la noche y la madrugada.
El viento a veces
misericordioso hacia de mensajero de los enamorados y dejaba caer algunas
palabras del otro, para consuelo de sus
almas solitarias.
Al igual que llegó se marcho
el otoño y apareció el invierno, aquel año nevó en la ciudad cosa que no habían
visto ninguno de los dos en sus vidas.
El cielo gris y los copos
blancos, las calles solitarias y los coches circulando de cuando en cuando. Deseaban estar más cerca, aunque no se hubieran dado
calor por lo menos podrían hablarse y quién sabe si acercarse un poco más.
Un día por cosa de la compañía
telefónica, del ayuntamiento o de algún
plan urbanístico se decidió que la cabina de teléfonos debía estar al otro lado
de la calle junto al buzón de correos y como así se había escrito y mandado, se
hizo.
En un primer momento ambos
pensaron que iban a separarlos hasta que se encontraron más cerca de lo que
habían estado nunca.
Así los descubrió la
primavera y vivieron plenamente el verano, como si no existiera el mañana y el
pasado estuviera demasiado lejos.
Alguien metió la pata y el
que los dos enamorados de metal estuvieran tan juntos era un
error de los grandes, un dispendio de dinero y había que regresar a la cabina
al lugar donde estaba antes.
Cosas de la vida, en los periódicos
del día siguiente se informaba que vándalos habían robado una cabina y un buzón
de correos, un borracho habitual del barrio decía a quien lo quisiera oír que
lo que decían las noticias era falso, que él los había visto marcharse.
Por esta vez el buen hombre tenía
razón, la pareja se había cansado de solo miraditas y palabras, decidieron
vivir su vida, algunos cuentan que se unieron a una colonia de mobiliario
urbano hippie, otros que encontraron en una casa abandonada y maldita el lugar
seguro para formar una familia.
La última vez que los vi, tenían
tres faxes alegres y sanos.
Esta historia se la dedico
al buzón de correos que hay cerca de donde vivimos que hace unos meses se quedo
sin su cabina y desde entonces parece más triste.
Imagen propia bajo la misma licencia que el blog.
Imagen propia bajo la misma licencia que el blog.
Un cuento encantador.
ResponderEliminargracias Merit.
EliminarUn relato que engancha desde el principio y que te saca una sonrisa por su final inesperado. El mobiliario urbano vinculado a viejas formas de comunicación poco a poco abandona sus calles sin que nadie los eche de menos. La cabina que había frente a mi ventana también desapareció hace unos años y el buzón amarillo fue relegado a un rincón del parque. Pero allí sigue, solito, afrontando el embate de las nuevas tecnologías.
ResponderEliminarUn saludo
Gracias Carmen la verdad es que los pobrecillos ademas de tener que lidiar con el olvido impuesto, también están a manos de vandalismos y otras modas. Me gusta pensar que hay lugares donde la cobertura sigue siendo nula y donde todavía se mandan cartas. De esperanza se vive. Buena semana.
ResponderEliminarMe ha encantado, Leonor.
ResponderEliminarMe alegro Sota.
EliminarGenial, Leonor.
ResponderEliminargracias Ari.
EliminarCómica, pero da de pensar.
ResponderEliminarpero lo justo Juan Marcos. :)
Eliminar