Tenía veinte años y, por supuesto, para mí aquel
tipo menudo que podía ser tu sombra era Matusalén. Se me metió en la mollera: esas molleras duras de maño mozo, pasar la Pascua de Navidad en Burgos. Vamos,
al solecito caliente. Más frío hacía que en la Siberia.
Una vez que se me metía entre ceja y ceja ya no
había ni rey ni roque. No mencionaré la posada del barrio de la catedral porque
hace muchos años que dejó de existir. Tenía un nombre de blasones, toda
entera era madera siglo XIX y la calefacción central, si de veras
existía, se apagaba a las diez de la noche. Nadie se llamara a engaño. Bueno. A
mí me mata el calor, no el frío.
En Navidad todo el mundo está en su casa, o en la
de sus padres, o en la de sus parientes. Así que salvo los locales o alguna
alma loca, la ciudad estaba vacía de turismo, quieta bajo un cielo tenso gris
casi blanco, con muchas bufandas tras las cuales salía vaho. Y a las diez de la
noche, desierta como un cementerio.
Conocía bien Burgos, de antes. Pero hay una vez,
sólo una, en la que la marea cambia. Ahora la cartera y su contenido (en
pesetas) era mío. ¿Escaso? Sí, pero me había podido permitir el viaje. La firma
en el libro de registro de la posada era mía. La mochila, también. Los
problemas, si los había, serían míos. ¿A quién le importa que crujan las
escaleras, que el baño y la ducha te dejen a carámbanos, que no haya
calefacción? Por primera vez eres totalmente libre. Nada emborracha tanto. Nada enseña mejor, de un solo bofetón sin misericordia, lo que es estar solo.
Nunca había sido muy visible, ni tampoco lo soy ahora.
Te diluyes entre esas cosas que no se ven. Pero claro, en una ciudad vacía, siendo joven y pareciéndolo más, no era tan fácil usar la capa de invisibilidad. El sacristán
me cazó al segundo día, yo dándole vueltas de horas a la catedral por dentro.
Sin hacer ruido ni desmán alguno, nada reprobable. Tomaba notas. Entonces
una cámara de fotos valía un Perú, los flashes más, y había que pagar por el
revelado. Yo escribía y hacía dibus torpes. En un cuaderno.
Ni con un tambor nos hubiéramos cogido el compás, a
priori. Era bastante comecuras, muy joven y muy soberbio. Él llevaba de
sacristán y guía allí quizá no desde que pusieron la primera piedra (claro) pero para
mí, casi. Reproducir charlas sería banal. De alguna manera, porque la magia
existe, él rebajó mi soberbia y yo le hice hablar de cosas de las que un
sacristán nunca habla.
Jamás tuve mejor guía. Sé que me contó muchas cosas
que no sucedieron, o que no sucedieron en los libros, sino en la memoria y
los romances populares. Incluso se permitió darme un consejo, y no fue con
pescozón porque ya habíamos delimitado una frontera de mutuo respeto. Sabiendo
que ni con un tambor nos cogeríamos el compás. Y sabiendo, cada uno a su
manera, que en el fondo nos lo estábamos pasando bien.
Ya dije que yo era mozo, muy sobrado, muy solo y muy
descuadrado. Y de soberbio, con más penacho que Satanás y toda su cuadrilla. Me
dijo el viejo, zumbón y riéndose a mi costa: “Quien quiera mandar que antes
aprenda a obedecer, y antes a servir a los demás.”
Nunca lo olvidé. Debió ser bueno, el pescozón.
A la memoria de Julián López Pérez, que era
sacristán y guía de la catedral de Burgos allá en los 80 del siglo XX. Que haya
encontrado el Cielo que imaginaba y deseaba, por el cual luchó a su honesta
manera de cristiano de cepa vieja.
Imagen: Propia, bajo la misma licencia del blog.
Los guías de antaño, esos sin chapa ni carnet en la solapa, eran y son los mejores. Quizás cometan imprecisiones sobre el arte y la historia del lugar, pero explican con cariño y ganas el monumento que conocen al dedillo, casi casi por considerarlo su propia casa.
ResponderEliminarUn saludo
Era su casa, su feudo, su razón de ser, su templo sagrado y su vida. Me enseñó 'los piños' (mandíbula y dientes, ya)de Gil Díaz, que se veían si llevabas linterna a través de su rotísimo sepulcro. Y cosas que ya nadie puede ver ni a cañones. Tienes razón, los que iban a su bola sin chapa eran los mejores. Gracias por tu amable comentario, Carmen.
EliminarQué bueno.
ResponderEliminarMe alegro de que te guste, Antón. Gracias por el comentario.
ResponderEliminarHay cosa para pensar en este relato.
ResponderEliminarIgual hay alguna: gracias, Pedro Hacha.
EliminarQue fuerte. A ti ¿que no te ha pasado? XD
ResponderEliminarShhhhhhhhhhhhh...que todavía me pueden pasar muuuuchas cosas XDDDD
ResponderEliminarFascinante. Qué buena memoria y qué tino para describir cómo somos de muchachos.
ResponderEliminarPara eso tengo una memoria bastante buena. Sirve para no juzgar a quienes hacen lo mismo (o similar) a lo que yo hice en su día XD...Gracias por tu comentario, Juan Marcos.
ResponderEliminarEs buenísimo. Mucho peligro tenías tu de mozo.
ResponderEliminarGracias. Creo que parecía ser mucho más 'peligroso' de lo que realmente era XD.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, mucho. Merece la pena recordar cosas de la juventud.
ResponderEliminarGracias, Aur: eso mismo creo yo. Tener claro cómo éramos nos hace menos 'jueces' y mucho más tolerantes.
EliminarCuanta razón.
ResponderEliminarGracias, Andrés.
EliminarPues yo creo que el sacristán te provocó hasta justificar el pescozón. Uno a uno, iría restando de todos los que le habían caído a él.
ResponderEliminarPuede que así fuera. Pero los buenos maestros retan siempre, y observan. Yo le agradezco lo que me enseñó. Gracias por tu amable comentario, Cusac.
ResponderEliminarMe ha parecido muy bueno.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fearn.
ResponderEliminarGenial.
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado, Len. Muchas gracias.
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