Había dormido como los justos, hermosos sueños incluidos.
Se hacía de día poco a poco, y los pájaros que se cobijan en el exterior del
tubo de ventilación de la caldera estiraban las alas. Les silbé, como cada
mañana, y respondieron. Puse el pie en el suelo.
Un clavo me había atravesado el talón.
Supongo que abrí mucho los ojos, dije algo blasfemo y contuve el aliento. Volví
a intentarlo. Una descarga de dolor que me obligó a parpadear mientras cojeaba para guardar el equilibrio. Los pájaros habían enmudecido.
Eché una ojeada al corcho de pared donde pincho con
chinchetas las faenas del día. Una novedad en pirograbado, dos capas de barniz
para rematar un encargo, dar uso a una vieja esponja marina con la técnica
del estarcido. Y el envío de una traducción. Martes, compra. Pisé más a fondo,
a ver si era todo una mala postura, un tirón, una pavada.
No lo era. Conozco bien el dolor, pero me estaba
pillando a traición, sin motivo aparente y por sorpresa. Un chiste malo, que
ahora el de los pies que todo lo han andado se quede cojo. Respiré hondo. Esto ha
de tener una causa física, algo se te pasa por alto, no puedo poner el talón en
el suelo.
A ver como llego yo a Correos. A pedir cita en el
ambulatorio. Al mercado. A la pata coja, ya. Y sin tener ni bastón, ni paraguas
que haga el uso. Genial.
Tiempo justo para vestirme mientras la vecina me
aporreaba la puerta. Es su manera de saludar. Así sin dar tiempo a nada me dijo
que había soñado conmigo. Dios bendito. Y que me traía un bastón de su difunto,
iba a pedir cita médica y si quería me la pedía a mí también si le dejaba mi tarjeta
sanitaria. Que luego iba a la plaza y me hacía la compra. Mejor no menearlo. Le
di la tarjeta para pedir cita, dinero para la compra y mil gracias por el
bastón. Y se fue tal cual. ¿Lo había soñado? Ni pregunté.
Otra vez quise poner el talón en el suelo. Tenía los
ojos secos y todavía un relativo dominio de mí mismo, pero las lágrimas
empezaron a nublarme la vista. ¿Llorar de dolor? Pues iba a ser. Usé el bastón
y volví a cojear sin apoyar el pie. Sonó el teléfono.
Mi cliente de la traducción. Eran treinta y siete
páginas, incluyendo notas e índice. Acababa de modernizarse y de obtener una
tarjeta Paypal y un fax. Me hacía el pago y yo se lo enviaba, menos tiempo, más
sensato. Vale, es usted muy amable. El amable era yo, parece ser, que nunca lo
traté de fósil por sus métodos de correo o mensajería. Bueno, no pasa nada.
Insistía en que mirara el pago. Lo hice. Y le dije que mirara su fax, que iba
lo comido por lo servido página a página.
Los pájaros ya habían volado a empezar su jornada.
Me pareció que las macetas eran inusualmente verdes. Me
pareció que crecían cada vez que las miraba. Que la luz cotidiana no era el
polvillo que flota entre las láminas de una persiana veneciana, sino lanzas de colores
misteriosos que contaban historias.
Hice el té de siempre, pero me supo nuevo. Las
manzanas relucían en su cesta, el suelo parecía brillar con un tono dorado. Las
pinturas para barnizar habían ganado calidad. Ahora el mar casi se movía con
rizos de espuma blanca, y podía oír a la
gaviota solitaria y oler la sal. La esponja marina, tan vieja y gris, ya no era
vieja. Ni el pirógrafo era una estúpida máquina barata, sino en potencia un
dedo mágico de fuego rojo sacado de la fragua de algún dios olvidado.
Tengo que salir de aquí y ver en qué se ha
convertido el mundo, pensé con la lucidez de un escalpelo de cristal. Ducharme
fue volver a pisar, pero el dolor ya no me importaba tanto. La vecina trajo mi
cita médica y una compra de campanillas. No me pareció ella misma cuando me
miró oblicuamente, con los ojos de la sibila.
-Tómate algo para el dolor, o date una vuelta. Esta
noche me paso a ver cómo estás.
-No hace falta, ya se ha molestado lo bastante.
-Hace falta.
Tal vez. Me calcé sandalias, aferré el bastón y me
eché a la calle. Sin más.
Sólo era el mismo mundo cuando caminaba con los
labios apretados, aguantando. Me senté muchas veces. En el parque, un lugar que
me desagradaba, lleno de madres, carritos, bebés llorones y conversaciones
estúpidas. Pero cuando el talón no tocaba el suelo no oía eso. Oía el mundo tal
y como es. Veía emociones, colores que se mezclaban con los colores de árboles
compasivos, piedras observadoras, agua que goteaba desde los riegos. Y las
gomas del goteo no eran gomas, sino venas que lo llevaban todo de uno a otro
lado. Caminé otro buen tramo, como quien avanza entre niebla espesa. Dicen que los artistas son gente crédula, pero nadie ha dicho nunca eso de los artesanos. Igual no hay diferencia, pensé. Un hombre que pasaba me detuvo y me preguntó si estaba bien.
-Tienes cara de dolerte mucho –insistió- ¿Un
esguince? Son jodidos, no deberías forzarte a caminar, qué sabrán los médicos.
¿No te dan la baja?
Compuse como pude una sonrisa.
-Soy autónomo.
-Entonces ya estás jodido. Vete a casa y mete el pie
en agua caliente con un par de aspirinas. Seguirás jodido, pero te quitará el
dolor. Suerte, compañero.
Levanté el pie del suelo para ver cómo se alejaba.
Dos cuervos revoloteaban cerca de él, arriba, entre los árboles del bulevar. No
hay cuervos por aquí, me dije. Y pensé que deseaba que bajaran. Lo hicieron, vi
sus plumas tan negras que volvían negros los rayos de luz, y sus ojos afilados
observándome. Nos miramos. Había caminado demasiado, sin duda. Planté el talón en
el suelo. El dolor volvió, pero los cuervos no se desvanecieron.
Estaba miserablemente en pie, apoyado en el bastón y
sin duda pálido o verde. O ambas cosas.
Entonces vino a mi encuentro una mujer que me ayudó
a sentarme en un banco. Los cuervos alzaron el vuelo. Parecía realmente
compasiva, insistió en que una talonera me aliviaría, incluso me descalzó el
pie y me la puso. Pisé fuerte. Ahora no me dolía. Qué extraño. Ella me miraba,
esperando respetuosamente un resultado. Me levanté. Y, con disimulo, alcé un
poco el talón del suelo. Ahí seguía el otro mundo, el revelado, el real. Le
sonreí y la invité a comer sin ni pensarlo. Me hablaba de un zapatero al que
justo acababa de comprarle taloneras. No, se las había cambiado por sus
muletas. Quería agradecérselo. Pero no había zapatería alguna, ni taller de
remendón. Supongo que nos pareció normal. A veces volvemos por allí.
¿No habeis pensado en publicarlo? No esto solo. Mucho más.
ResponderEliminarPensado, sin duda. Pero hay que pensar bastante más, Len. Muchas gracias por tu ánimo, siempre ayuda.
EliminarJoer que bueno (II)
ResponderEliminarMuchas gracias, Antón.
EliminarMe lo he releido. Gracias.
ResponderEliminarGracias a tí, Presentación, por tu comentario. Y por la relectura XD.
EliminarDe impacto, qué bueno, qué mágico.
ResponderEliminarMuchas gracias por leerlo y comentarlo, Aur.
EliminarBuenísimo, como le he escrito a Leonor. La magia más grande debe ser poder escribir magia a medias.
ResponderEliminarComo toda magia, tiene sus mapas y sus trucos. Muchas gracias, Alodia.
ResponderEliminarDe ti me lo creo. Y ya se nick llevas, asi que hasta me lo creo mas XD
ResponderEliminarDicen que quien se identifica con un nombre (eso es un nick, un nombre identificable elegido) se identifica con un destino. Pero lo mío con el nick es muy viejo, de más de 25 años, de modo que no resulta tan sencillo.
EliminarMe da envidia cuando escribis a medias. No envidia mala. Conste.
ResponderEliminarNo es fácil hacerlo, Migue. Se intenta.
EliminarA mí también me da envidia sana...
ResponderEliminarMuchas gracias, Chelo. Insisto en que no es fácil XDD
EliminarComo le he escrito a Leonor: cuanta magia.
ResponderEliminarResultó un relato mágico, tienes razón, Ana. Algunos salen así, porque -en especial los escritos en colaboración- tienden a ser bastante independientes e irse de las manos XD
Eliminar