Aquella noche era la última que pasaba con su Apoyo,
como lo llamaban. Manolo el del Soplador. Decían que había sido un niño pijo de
buena familia, que sus padres iban a misa y votaban PP, que tenía un hermano
ingeniero aeronáutico en una empresa europea, y esas cosas. Seguía siendo muy
guapo, aunque le llevara treinta años. Muy interesante. Claro que no iba de
eso. Había cruzado el río. Ahora era una okupa, y necesitaba un Apoyo.
Manolo era eficiente. Tenía localizadas casas. A ella le bastaba con poco espacio. En el bar de los colegas le pasó el Manual. Hacía dos
meses que le parecían siglos. Para que lo leyera y decidiera. Decidió. Luego,
la casa. Un piso en el laberinto de la parte antigua, un primero con balcón. Entrar
sin acumular delitos. El balcón mismo, lo más desvencijado y casi peligroso. Cambiar
desde dentro la cerradura y aguantar una noche. Una, y muchas, maldurmiendo:
asustada, oyendo ruidos imaginarios, sirenas de policía, voces de maestros de
infancia, voces familiares, dedos señalando.
Es lo peor, la primera vez, le había dicho Manolo.
Piensa en que nadie te va a matar, y en que eres afortunada. Hay agua
corriente, el contador sólo necesita hacerle un puente simple, viven algunos vecinos, señoras mayores que no suelen recibir mal a una chica, tú tranquila.
Luego fue el contador y las reparaciones. Casi nada,
decían Manolo y los demás. Aprendió a hacer todo tipo de arreglos. Sellar la
bañera con silicona, repasar la instalación eléctrica, poner tela mosquitera en
las ventanas que daban al patio de luces. Pintar. Ir durmiendo cada vez más
horas, sin tanto terror.
Afortunada. Tres vecinas mayores y un matrimonio, también de jubilados. Ella les echaba una mano subiéndoles la compra, ellos le sonreían.
La única norma era cerrar a cal y canto el portón macizo de entrada a las diez.
Quedaba el balcón, sin problemas. Para volver más tarde o para visitas
discretas. No los molestes y no te molestarán, le dijo Manolo, encantador con
el vecindario. Les hizo un par de chapuzas y recabó información. La propietaria
estaba en una residencia. Sana como un pimpollo, setenta y pocos, en otra
provincia. Tenía piso para años, la afortunada.
La última noche cenaron en la pizzería del
Pelón, un amigo de los de fiar. Luego se tomaron unas copas, hablaron bastante
y se durmió en su cama de palets hecha por ella misma, con un colchón comprado
(todo el mundo tiene al menos una manía respetable, opinaba Manolo) y una
colcha que le había hecho Sara y que parecía el himno a la anarquía, retales de
ovillos de lana de todos los colores imaginables. Lámparas de papel encolado,
muebles reciclados. Muy hogareño.
A las cinco de la mañana dio un salto tan inesperado
que Manolo también se sobresaltó. Él no había oído el ruido, ni tan siquiera
creía que fuera real. Pero ella ya se había calzado y bajaba por el balcón como
una gata.
Conocía a una de las dos chicas que estaban junto al
contenedor de basura. Habían coincidido en el módulo de cocina, o en el de
artesanía del cuero, o tal vez en la FP de clínica. Se llamaba Elena. Venían de
fiesta, bien achispadas. Con una caja grande en las manos.
Un robot que cocina solo, le dijeron. Y le contaron
la historia de la suegra que tenía fritas a su hija creyéndola una inútil y a
su pareja, que era una tía noruega. No tragaba, la suegra, eso de fijo y de
recibo, y les había regalado la máquina para dejar claro que ni sabían freír un
huevo. Pues nada, en la fiesta se habían llevado el maldito robot sin estrenar.
Perdido el perro se acaba la rabia. Sin que se notara, eso sí. Tampoco valía la
pena montar un número.
Se lo dieron. Mejor que le sirviera a alguien. Y
cuando volvió al piso, después de que Manolo le echara una bolsa atada a una
cuerda para subirlo, lo abrieron, a ver. Ni desprecintado.
-Esto es una señal –bromeó él- Te va a ir bien.
Eres afortunada. Ahora sólo tienes que encontrar a alguien que lea coreano.
Quizá era afortunada. Mediodía. Bajó la escalera, salió
a la calle y llegó hasta la cabina de la plaza. Iba a llamar al chico sin
nombre que le echó una mano. Ya no creía que fuera Hannibal Lecter. Lo
invitaría a cenar.
¿Has sido okupa, o todo es literatura? Puedes no contestar, claro.
ResponderEliminarJoder, Antón...
ResponderEliminarXDD...Fui okupa, una vez. Pero de aquello he puesto poco en el relato, excepto las emociones que la experiencia conlleva. Yo no tenía que trepar por un balcón, ni tampoco vecinos o vecinas en a casa. Al revés. Era una casa bastante bien conservada porque tenía fama de hechizada, nefasta y maldita, y nadie la okupaba. Eso no servía para el relato conjunto. Así que me centré en el manual, los apoyos, como se hace en general (no fue mi caso). Literatura sin vida no hay, pero se puede componer un mosaico. Espero haberte respondido, Antón. No pasa nada, Sebastian.
ResponderEliminarQue boca teneis los dos para lavarla con jabon jjajajaja.
ResponderEliminar¿Con fantasmas y eso?
ResponderEliminarCon fantasma, uno solo. Pero a ese yo no lo ví nunca...
ResponderEliminar(Antón, lo tuyo no se quita ni con aspirina jajja)
ResponderEliminar¿Qué fantasma? Me ha gustado mucho. Me han gustado los dos relatos juntos.
Era una casa en el casco viejo, una casa para una familia, bajo y primer piso, y un jardincillo o huerto con pozo. En el bajo, aparte de la entrada, había habido un taller. Parece ser que el padre de familia, o abuelo, tenía su negocio allí integrado. Decían que mató a su mujer e hijos, y que se ahorcó e el jardín (eso decían unos) o se tiró al pozo, decían otros. No era una casa muy golosa para okupas. Pero al fantasma, o los fantasmas, yo personalmente nunca los ví. Inquietante era, sí, y algunas rarezas tenía.
ResponderEliminarOs ha quedado lo que se dice bien. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias, Andrés.
EliminarEs buenisimo. Menudo trabajo de equipo.
ResponderEliminarLos hay que salen buenos, eso es cierto. Gracias por leerlo, y por molestarte en comentarlo.
ResponderEliminarLo que se dice, genial XD.
ResponderEliminarMuchas gracias, Len. Espero que el mérito no sea del fantasma XDDD
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