El ramal del Camino que parte de Jaca serpentea en etapas muy largas, accidentadas y matapiés
hasta cierto valle en el que se esconde un monasterio. Agazapado entre sierras,
asomado a la canal de Berdún y el pantano de Yesa, cuesta un poco verlo en su
conjunto hasta que se está lo bastante cerca. Yendo a pie, quiero decir.
Como no suelo prodigar el adjetivo "muy viejo”,
advertiré que en verdad lo es. Debajo del cenobio actual hay otro, cebolla con muchas
capas, que ya estaba plantada en el siglo IX. Eulogio de Córdoba, monje
inquieto, erudito, tan testarudo y cabezota que por ello acabó justamente
perdiendo la cabeza, pasó por allí. Y dijo maravillas de sus moradores, por
cierto. Era un reformador avinagrado con la locura de los mártires, de modo que
no solía dedicar cumplidos a nada. Ni a nadie.
La vejez del asunto permite colocar un poco mejor el
decorado. El pantano no estaba, por supuesto. Los monasterios visigodos tendían
a situarse en sitios remotos, y sin duda lo que hoy son restos muy
reconstruidos de un bosque debió ser entonces una selva. Riscos serranos,
sotobosque apretado volviendo impracticables muchos accesos, y un mar oscuro de
árboles hasta el horizonte. Quedaban calzadas romanas, claro está. Unos y otros
las utilizaron para la paz y la guerra. Pero Roma era ya sólo una palabra
(añorada hasta la veneración, en especial por los monjes) y sus blancos caminos
habían dejado de ser una red compacta con un centro desde el cual irradiaba
todo. Ahora unían pequeñas ciudades que se vaciaban, cuyos muros eran
aprovechados para trabajos menores; para
moler mármoles paganos y hacer cristiana cal, o para obtener una pieza tal vez
que añadir a la propia vivienda. Quizá un alero de tejas. O un par de capiteles
en buen uso. O el brocal de un pozo. O las piedras miliarias, que resultaban
eficaces para marcar lindes.
Tenemos la impresión de que las historias de ese pasado han sido exageradas. Nos parece imposible que quienes escribieron -los monjes, de nuevo- detallaran paisajes tan apocalípticos. Orgullosas ciudades blancas como huesos calcinándose al sol. Foros y basílicas y mercados convertidos en guarida de lobos y alimañas. Un mundo de oscuridad, en el que una vez caía la noche no había ni una luz. Ni una atalaya. Ni tan siquiera el resplandor tímido que antes envolvía los campamentos. Un mundo muerto que les causaba miedo e inseguridad. Espectral y vacío.
Tenemos la impresión de que las historias de ese pasado han sido exageradas. Nos parece imposible que quienes escribieron -los monjes, de nuevo- detallaran paisajes tan apocalípticos. Orgullosas ciudades blancas como huesos calcinándose al sol. Foros y basílicas y mercados convertidos en guarida de lobos y alimañas. Un mundo de oscuridad, en el que una vez caía la noche no había ni una luz. Ni una atalaya. Ni tan siquiera el resplandor tímido que antes envolvía los campamentos. Un mundo muerto que les causaba miedo e inseguridad. Espectral y vacío.
En ese mundo que se batía en retirada hacia ninguna
parte dicen que vivió Virila. Monje o abad de San Salvador de Leyre, depende de
quien lo cuente. Al menos se diferenciaba un poco de sus coetáneos. Estaba más
preocupado por imaginar (mejor, saber) cómo era el Otro Mundo que por llorar
las ruinas de en el que vivía. Se cuenta que un día paseaba por el bosque que
casi rozaba los muros del convento. Quizá fuera primavera, porque oyó cantar a
un ruiseñor. El sonido se le antojó tan bello que lo siguió, internándose en la
espesura. Y allí, escuchando y viendo al pájaro tuvo una visión, o una
experiencia de lo que era la eternidad y la beatitud inefables. Dando gracias
por un don que pensaba inmerecido, regresó al convento. Pero la misma espesura
y los senderillos que había caminado tantas veces se le hacían ahora extraños, más amplios. El bosque había retrocedido y su convento era distinto: mucho
más grande, de piedras nuevas recién labradas. Oyó una campana y las voces de
sus hermanos en el coro (muchas voces, pensó) y realmente desorientado fue a
llamar a la puerta.
No reconoció al monje que abrió. Ni fue
reconocido. A la pregunta de rigor respondió que se llamaba Virila, y se había
extraviado en su paseo tal vez unas cuantas horas. Trescientos años, eso le
dijeron que había pasado desde que un tal Virila desapareció y jamás volvió a
ser visto, y al final se había convertido en una leyenda de algo imposible.
Quedan senderos callados en el bosque de la abadía. Por si
alguien quiere atreverse con la experiencia.
Imágenes: Wikipedia. Entorno de Leyre (Foz de Lumbier), cripta y torre.
Si te apetece leer la escrita por Ainhoa pincha aqui.
Imágenes: Wikipedia. Entorno de Leyre (Foz de Lumbier), cripta y torre.
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Me gusta como cuentas las cosas, las haces mágicas, a menas como de andar por casa sin perder un ápice de su frescura y de su cultura. Cualquier dia se nos aparece Virila y seguro que nos cuenta algo mas.
ResponderEliminarA mí se me aparece a veces, en sueños. Lleva la capucha calada y más bien parece un espíritu de la naturaleza mimetizándose con los árboles. No ice nada que no sepamos, pero merece la pena oírlo una vez más. Sigue tu camino, digan lo que digan.
ResponderEliminarSigo leyéndola años después y sigo disfrutando de la lectura y algún día de la excursión.
ResponderEliminarBuena idea, la de la excursión. Aunque también salen de noche los romanos de Yesa, cada uno con su velón fantasmal en mano....
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