Asedio de la fortaleza de Arsuf,
mayo de 1265.
- Está loco.
- Yo no diría eso. Comemos, tenemos agua y
esperamos.
- Esperamos ¿Qué? No vendrá nadie. Ya estamos
muertos, y el comendador loco de atar.
- Pues escapa. Huye, si puedes: llega a Acre, denúncialo y pide socorro. Tú sí que estás para
ponerte mordaza y cadenas. Nos van a matar. Saberlo debería
calmarte.
- ¿Calmarme?
Nadie saldrá vivo de aquí.
- Tampoco te dolerá mucho. Las cimitarras cortan
cuellos como si fueran la espuma del mar. La cabeza gacha, un silbido, y ya
está.
El sargento se puso en pie desplegando su manto
negro y levantando polvo, con las mejillas rojas.
- Nos van a matar.
- ¿Y te alistaste sin saberlo? Señores de la media
almendra, servís a plazo por un voto.
Juraste que servirías un año y luego a casa cumplida la hazaña, a casarte y a
contarlo en cada reunión hasta que seas viejo. Pues te ha tocado la piedra
negra. Y yo soy el oficial de sargentos.
Hazme enfadar.
- Eres un hombre del común.
- Soy quien te da órdenes aquí, y ahora. No eres tan
bueno. De hecho, eres un insensato y un mal soldado. Ahora id, señor hermano, a
las vísperas. Te relevo de completas: preséntate ante mí, cenado, sobrio y
tintada la cara de negro para hacer de vigía. Si no estás aquí antes de que
caiga la noche, te moleré a palos. Lo haré, puedes estar seguro. Espabila, y
reza. En unas semanas estaremos muertos.
- Muchos ya han muerto. Por eso aseguro que el
comendador está loco.
- Y tú serás el siguiente loco o el siguiente
muerto, con el miedo nunca se sabe- el sargento lo miró como quien deja
resbalar un vistazo sin darle importancia alguna- Escucha cuando nos leen la
Biblia mientras comemos: “Hasta el
necio, si calla, pasa por sabio”.
- Eso son
refranes de pueblo.
- Eso es del santo libro de los Proverbios. Los que
no sabemos leer tenemos buena memoria. Tras las vísperas, tintado de negro,
listo para media noche de vigía. Falla, y verás que cosas son tonterías y cuales
se pagan con la vida. Soy un hombre del común. No discuto. Hago.
Sitio de Arsuf, mayo de 1265, campamento de Baibars.
Demasiado tiempo de sitio. Eso lo sabemos, ellos y
nosotros. Termina la primavera. Tienen los aljibes llenos, aguantarán. Y para
nosotros vendrá el verano. A cambio, son muy pocos. Pensaba en todo ello
cuando me anunciaron a un jinete. Uno solo, con bandera blanca. Un
parlamentario.
Eligió el peor momento. O el mejor. Pronto se
pondría el sol, de modo que era tan sólo una silueta negra imprecisa sobre
el gran caballo de batalla. Avanzó hasta muy cerca, en solitario, alzada su
bandera, y desmontó. Sabía que no lo veíamos con detalle. Dejó la impedimenta.
Espada, daga, lanza, escudo. Alzó los brazos con el paño blanco entre las
manos, y esperó. Si no lo recibía, me deshonraría. Venía desarmado. Envié jueces de paz a por sus armas, que le serían
devueltas, y me tomé mi tiempo. No tan poco como si me sintiera incómodo. No tanto
para parecer titubeante o imbécil.
Reconozco que nunca fue descortés. Posiblemente muy
apresurado, porque los hijos de occidente son así. Creen que por hablar más
rápido tienen más razón. Es instructivo escucharlos en árabe, repleto de
relativos. Han de modelar su impaciencia a la lengua en la cual se expresan, y
la mezcla resulta interesante. Insisto en que fue cortés, eso es importante.
Cuando dos hombres saben que sólo uno y los suyos sobrevivirán, la cortesía
alivia la culpa. Y vuelve generoso. Me dijo que dentro de los muros cobijaban a
media docena de monjas dedicadas al cuidado de heridos, y que entendía que no
serían ofendidas. Eso lo concedí, como buen musulmán. Me dijo que había unos
treinta trabajadores contratados, y que si él los dejaba ir libres con su
salario pagado sólo eran eso, trabajadores que no merecían muerte ni ser
esclavos. Eso también lo concedí. Y le dejé que rezara en una de mis tiendas, sin que nadie lo molestara. Lo invité a cenar con mis privados, a
la hora en la que ya no se hacen concesiones. Aceptó. Comió de los
platos comunes mostrando que no desconfiaba. Y se disculpó por no tocar las
carnes, estaba de ayuno. Nadie podía reprocharlo.
Es mejor no conocer al hombre al que vas a matar. No
saber cómo se llama, no haberle visto la cara, no haber cruzado palabras. Que
no sea un recuerdo. Que no sea real. La primera parte nos la sabíamos todos.
Esperaban grandes refuerzos. Nadie lo creía, pero hay que decirlo. Más tarde
aseguró que tenían llenas las cisternas. Eso era real. Muros que aguantarían un
asedio. Verdad. Y comida de sobra. También verdad. Yo tenía que decir algo,
algo temible.
- Nunca levantaré el sitio. Nunca. Nadie vendrá.
Podéis rendiros y pedirme el amán. Juro que nadie será muerto, y que os dejaré
ir a pie, con agua y comida, hasta donde queráis.
- Os lo agradezco y reconozco vuestra generosidad, señor
Baibars. He pedido el amán para las hermanas, y os he dado palabra de liberar a
los trabajadores con su paga y sus familias, confiándolos a vuestra
misericordia. Los que trabajan no combaten.
- Ese amán lo tenéis.
- He calculado que no nos rendiréis por hambre ni
por sed. Será por mayoría. Sois muchos, aunque no llueva y os sea duro. Podéis
minar. Sin duda ya estáis minando. Un trabajo agotador. Peligroso. Y largo.
- Nadie vendrá.
- Nadie vendrá. Pero estarás mucho tiempo aquí, y
tus hombres sufrirán. Tendrán sed en verano, tendrán hambre. Mientras
resistamos se sabrá que tú estás detenido, mi señor Baibars, y otros pueden
moverse. No podrás hacer nada mientras
mantienes un sitio.
Eso podía ser una bravata. Pero podía no serlo. Una
vez más debía decir algo apremiante, algo terrible.
- No pueden hacer muchas cosas, comendador. Lo
sabes.
- No puedes sostener un sitio y a la vez estar en
otro lado. Lo sabes.
- Puedo.
- Con tiempo, tal vez. Te ofrezco una tregua de tres
semanas.
Tuve que hacer como que bebía despacio mi vaso de té
para disimular. Su acento era el mismo, pero el árabe que hablaba no dejaba
lugar a dudas. Había dicho eso. Cortésmente. Tranquilo. Mis privados y
consejeros tenían la boca abierta, y no disimulaban. Le sonreí,
condescendiente.
-¿Qué necesitas hacer para ganar tiempo?
- Nada. Eres hombre de mundo, sin duda sabes que mi
Orden es reputada por sus médicos. Y que hemos aprendido mucho de vosotros y de
los sabios judíos, eso no es nada nuevo. Ya no lloverá hasta que pase el estío.
Vosotros estáis saludables, pero he visto a los hombres mientras me conducían a
tu presencia. No comen fruta fresca. Y había demasiados camino de…las letrinas,
disculpadme si la palabra os parece grosera, no conozco otra más educada en
vuestra lengua.
Eso también era verdad. ¿Nos ofrecía una tregua?
Supuse que para que mis tropas se dispersaran vivaqueando. Pero tampoco tenía
mucho sentido. Ellos no podían salir. Tal vez fuera posible que esperaran
refuerzos, ganando tiempo. Pero si llegaba el verano y la fiebre menguaba mis hombres, ni mantendría el asedio
implacable ni podría socorrer a otros que fueran atacados. El monje seguía
siendo educado, cortés, tranquilo. Eso le dejaba como un huésped cabal,
valeroso y respetable. Me puse en pie, y todos hicieron lo mismo.
- Valoro tu consejo, porque los médicos juran ante
Dios no mentir. Te concedo una tregua de tres semanas. Y no te doy de mis manos
la última taza de té porque te mataré con ellas, y si bebieras lo que te
ofrezco te salvaría la vida. Espero que no me guardes rencor por ello.
-Ninguno, mi señor Baibars. Son cosas de la vida.
Todos moriremos un día.
Así se despidió, y dejó muy buena impresión entre mis
consejeros y entre la tropa en general. Yo tuve una mala noche. Eso pasa por
verle la cara al hombre al que matarás.
Asedio de la fortaleza de
Arsuf, finales de mayo de 1265.
Dos semanas sin las mujeres, monjas o siervas. Dos
semanas de rancho abundante y variado. Insípido. Con vino demasiado aguado. Con
ropas sin lavar y sin remendar. Un silencio como una losa en lugar de los
cantos de faena. Los echaba de menos. Y cuando se rompía el silencio, siete
caballeros entonando salmos durante las largas oraciones. Los demás no sabían
la letra. Ni él, porque no eran canciones de amor ni rimas de trovadores y
porque odiaba el latín tanto como la mugre, el silencio, las órdenes educadas y
sus manos encallecidas a medias y todavía a medias despellejadas. Dos semanas
sin los duros trabajadores que barrían, cortaban leña para los hornos, sacaban
agua, reponían el aceite de los candiles, sacrificaban a los animales que
comerían, recogían huevos, amasaban enormes hogazas y aguaban poco el vino. Los
que tundían el relleno de los lechos y cambiaban la paja y las hierbas olorosas
esparcidas sobre el suelo de piedra cada día. Herradores, mozos de cuadra,
guarnicioneros, limpiadores de letrinas, hortelanos. Incluso echaba de menos el
alboroto de los niños demasiado pequeños para cualquier trabajo. La fortaleza
inexpugnable parecía un cementerio.
Sacudió la cabeza. Lo había comentado muchas veces
con los demás sargentos. Los trabajadores y sus familias salieron una mañana
antes del alba. Aterrorizados a medias. A medias respirando de alivio. A cada
hombre y mujer se les dio un saco grande de harina blanca y otro mediano de
cebada. Cada quien recibió su salario. El comendador y los seis caballeros los
escoltaron a ellos y a las monjas veladas hasta que una patrulla mameluca se
hizo cargo del grupo. Se saludaron, y volvieron.
El sargento más joven, mozo entendido en hierbas que
a veces ayudaba en la enfermería, les dijo que a cada uno incluidas las
hermanas se les había hecho una cruz en el hombro con la punta de una daga. Les
restañaron la poca sangre que manó, les pusieron la pasta de hierbas que todos
conocían. Nada más. No hubo manera de sacarle palabra. Ni con vino del mejor,
sin aguar. No sobre aquel asunto. Tampoco sobre otra noticia que ignoraban y
que les pareció todavía más inquietante. El ayudante había llevado durante
algunas noches linternas con sus velas al comendador y los dos caballeros más
jóvenes. Los tres iban vestidos con ropa vieja y sucios delantales de cuero,
palas en las manos, cuerdas al hombro, garfios y otras herramientas. Le
ordenaron volver al dormitorio común
cerrándole la puerta en las narices.
Recordaron que aquella semana, la primera después de quedarse solos, el
sargento mayor durmió con un ojo abierto y la gran vela del dormitorio muy bien
despabilada para que alumbrara hasta los rincones. Uno pidió permiso para salir
a aliviarse a la letrina. Tuvo que usar una bacinilla y volver a acostarse de
inmediato. Nadie salió durante aquellos días.
Todo era demasiado extraño. Y ahora también él llevaba
herramientas. Cruzó el patio de armas en dirección a poniente, cumpliendo
órdenes. La torre del calabozo. Vacía. Con una guarnición de veintiséis hombres
nadie iba a ser castigado. Agradeció el frescor que brotaba de los gruesos
muros, la sombra de la bóveda sobre su cabeza, muy arriba. Usó la llave para
soltar los cerrojos de una cadena y
abrir luego una puerta maciza, estrecha y casi empotrada en el muro mismo.
A la luz de la linterna descendió primero una
escalera bien escuadrada, y luego un túnel cavado en la misma roca gris que
formaba las murallas de la fortaleza. Miró las muescas regulares de la vela. Ni
una corriente de aire. Así calculó que había caminado al menos un cuarto de
legua, primero hacia el oeste y luego al norte. El túnel cambiaba. Descendía y
era distinto, más tosco. Más antiguo. Dejó la linterna en el suelo, tomó la
azada y cavó. Quería ver debajo del espeso polvo y la tierra blanquecina sobre
la que no había otras huellas salvo las suyas propias. Eso era todo. Tierra
apisonada. Sin lajas de piedra, sólo tierra. El túnel estaba allí mucho antes
de que se levantara la fortaleza. La pendiente se hacía más pronunciada, y la
roca parecía suave y desgastada hasta media altura. Es una cloaca, pensó.
Levantó los brazos agarrando bien la azada. Las cloacas van a desaguar a la
playa. Al mar. Dio un golpe seco, y oyó un eco y un ruido familiar, el del
barro cocido al quebrarse. Había roto un ánfora, y otra yacía a su lado. Metió
la mano en la intacta. Arena. Pero la rota en pedazos contenía otra cosa. Vio
el brillo de las monedas. Oro. Mucho. Bastante. Volvió a cubrirla con aquella
vieja arena blanquecina. Había consumido media vela. Giró sobre sus pasos y se
alejó de regreso al calabozo.
El sargento mayor y el resto de los hermanos
parecían esperarlo en el patio. Parpadeó, cegado por la luz de mediodía, y negó
con la cabeza.
- Ningún
sonido abajo –dijo-
- Están cavando una sola mina –el comendador sonrió,
satisfecho- hacia la entrada misma, por debajo de las dos torres de acceso.
Cavan con cuidado, apuntalando, vigilantes, asustados. Rezando por no hacer
ruido.
- En turnos de día y de noche –aseguró el sargento
mayor- De noche van más despacio. Demasiado polvo, velas mortecinas, silencio.
Sacan fuera los sacos de tierra y las rocas y lo esparcen todo a oscuras.
Además de oírlos desde los aljibes, se ve el color distinto de los escombros
ahora que no queda hierba que los oculte. Una tierra muy blanca.
- No son sólo rocas –el caballero de más edad
parecía haber estado reflexionando- hay otras cosas: mármol y sillares, piedras
labradas gastadas y rotas. Antes hubo aquí otra ciudad. Antes del castillo de
los abasíes.
- Les costará más cavar. Tendrán temor de que algo
tan antiguo se les desplome sobre las cabezas si no entiban bien –el comendador
sonrió de nuevo- Hace falta madera sólida para los puntales, y hay que traerla
de lejos. Pero sobre todo deben tener mucha sed en las minas en las que tantos
se afanan. Hermanos, nos queda una semana de tregua y mucho trabajo.
El sargento que había bajado a la mazmorra lo miró,
desolado.
- ¿Para qué?
- Para darles de beber.
Imagen: Ruinas de Apolonia-Arsuf, Wikipedia,
Imagen: Ruinas de Apolonia-Arsuf, Wikipedia,
Tampoco me había yo parado a leer esto.
ResponderEliminar¿Y?...XDDD
ResponderEliminarAcabaron mal, seguro..¿Es algo real?
ResponderEliminarEl asedio, el lugar (las excavaciones del castillo se ven en la fotografía) y el sultán Baibars son historia. Todos los hechos sucedieron, aunque no sabemos cómo. Yo opté por ua opción 'real' en tanto que posible. Y, desde luego, acabaron muy mal.
ResponderEliminarClaro que es verdad, la mayoría. Por eso es tan amargo.
ResponderEliminarTenía que ser amargo. Disfrazado de muchas cosas, pero amargo.
ResponderEliminarAmargo, buen adjetivo.
ResponderEliminarGracias, Juan.
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