Zamora tiene forma de punta de lanza. Veranos
abrasadores, otoños callados e inviernos sin compasión. Cuando se ha vuelto a
ella muchas veces, en esas noches de días laborables y retiradas tempranas que
echan el cierre y casi la dejan vacía, parece que el tiempo se detuvo alguna
vez y nadie se molestó en volver a darle cuerda al reloj.
El Duero es muy ancho en Zamora, bastante más de lo
que suele imaginarse antes de verlo. Ancho, profundo, tranquilo y engañoso.
Cruza las aceñas ahora calladas y sigue su camino hacia el mar reflejando luces
escasas, sin apenas hacer ruido, muy cercano a las murallas. Porque, sobre todo,
la ciudad es silenciosa. Reflexiva. Encerrada en sí misma. Antigua. De esas en
las que tus tus botas resuenan más de la cuenta haciendo eco.
Me refiero al casco
histórico, a la punta de lanza. Nunca he salido de ella excepto hacia los
extramuros también antiguos. Cuando era un mochilero recién estrenado lo hacía
a veces, a la caza y captura de algún restaurante chino de los que te llenan la
tripa sin desnudarte la bolsa. Por entonces llegué a la conclusión, cierta o
errada, de que los ensanches de todas las ciudades son como ver la misma
fotografía calcada una y otra vez. Dejó de interesarme. Siempre había un
mercado de abastos –el de Zamora es modernista, a mitad entre una remodelación
desafortunada y el encanto que se niegan a perder todos los viejos mercados- o
un colmado, o un supermercado pequeño de barrio y una panadería cerca. O el
plan que jamás falla, observar en dónde se meten a mediodía los monos de faena
azules o blancos (cada mono con alguien hambriento dentro) y seguirlos sin
preguntar.
Los árboles sí son tenaces. Los olmos y los
castaños. A muchos olmos se los llevó del plumazo la grafiosis, pero los que
ganaron la batalla siguen ahí, más duros que los veranos de fuego y las heladas
sin piedad de enero, cuando el viento vuelve las esquinas y crees
estar vestido de papel. Han plantado otras cosas que también agarran. Acacias,
catalpas, falsos plátanos y cerezos. Hay cierta corrección en saber que nunca
los verás asomar por encima de las murallas. Esa mezcla de melancolía y
justicia tan difícil de convertir en palabras.
En la punta
de la lanza espera el castillo. La primera vez que lo vi era un Instituto de
Secundaria, sospecho que en hora de
recreo, porque el griterío quedaba tan real como una batalla de las cruzadas.
Eso sí, lo que se veía bajar y subir eran balones y no cabezas. Faltaría más.
Tras unos cuantos años de obras y un ajardinamiento que hacía mucha falta,
ahora es visitable. El foso, el patio de armas, las murallas, la torre de
homenaje. Y un museo local dedicado a la obra del escultor Baltasar Lobo. Para amantes de la
escultura contemporánea. Entrada gratuita. Cierra los lunes.
Muy cerca está la catedral románica iniciada a mitad
del siglo XII. Zamora fue una ciudad
económicamente poderosa en aquellos días,
y eso supone muchas remodelaciones sucesivas en los grandes edificios. Aun así,
siendo un poco cóctel variado desde el siglo XII hasta el XVI, guarda su porte a medias orgulloso y un tanto
recoleto. Hay quien la prefiere en verano, cuando la luz se cuela hasta el
último rincón y la vuelve blanca, diáfana, alta, con la cabeza muy erguida.
Otros eligen el invierno sombrío y gris para mirarle el otro rostro, el que
contiene el aliento y la transforma en un mundo de sombras agazapadas y ecos de
piedra. Las leyendas y anécdotas dan para mucho, y siempre hay alguien
dispuesto a contar en voz baja que la enorme torre sirvió de cárcel del Cabildo
hasta el terremoto de Lisboa de 1775, o que la desfigurada cabeza de un
personaje en piedra sobre la puerta del obispo está así porque era tradición
apedrearlo. Y mucho más. La catedral es un faro blanco, un laberinto para
dejarse llevar o perderse. Se vuelve una y otra vez. Creyendo haberlo visto
todo tan sólo para encontrar novedades que siempre o nunca estuvieron ahí. Las
piedras cambian despacio. Nosotros somos arenas más fugaces.
Da para muchos paseos la punta de lanza. No es que
sea muy grande. No lo es, ni tan siquiera contando las callejuelas
transversales. Mi favorita es una de esas, la calle Balborraz. Una calleja
antigua con suelo de cantos rodados que desciende desde la Plaza Mayor hasta la
orilla del Duero. Ya existía en el siglo X, una calle artesanal de caldereros,
alfareros, mimbreros, curtidores y laneros, que bajaba hasta la judería
antigua. Cuando es invierno el viento del norte sopla en tromba, hasta aúlla a
veces tras ponerse el sol. Entonces es mejor meterse en alguna tasca o mesón de
Balborraz o de su paralela, la calle Herreros. Ni saldréis defraudados, ni con
la bolsa vuelta del revés.
Sobre todo, Zamora es la pequeña ciudad de la
veintena de iglesias románicas, todas en uso y visitables. Desde el siglo XI al
XIII. Siempre se habla de escuelas, estilos e influencias, pero cada una posee
sus matices, es única, guarda una o muchas historias. Su aspecto cambia según
la luz, es muy distinto estando llenas o vacías, bajo un sol que ciega o
recogidas en la oscuridad invernal. Unas son grandes, con ecos y luces. Con
suelos renovados de cálida madera y ese protagonismo casi coqueto de ser lo
mejor de un barrio que también alguna vez fue de los mejores. Otras resultan
resignadamente dignas, más modestas pero con estilo, tal vez un poco envidiosas
si tienen el día huraño pero en general bonachonas. Las hay con toque marcial,
gruesos muros y campanas de voz bronca. Y recelosas, como si te espiaran y no
se fiaran de ti, llenas de rarezas y sospechas.
Extramuros hay cinco, entre ellas la que soporta el viento con entereza, la más antigua de todas: Santiago de los Caballeros. Son las pequeñas, las raras, las modestas, frías como témpanos con sus viejísimos suelos de losas. Desnudas, con escasa decoración, sobrias y oscuras. Mágicas.
Extramuros hay cinco, entre ellas la que soporta el viento con entereza, la más antigua de todas: Santiago de los Caballeros. Son las pequeñas, las raras, las modestas, frías como témpanos con sus viejísimos suelos de losas. Desnudas, con escasa decoración, sobrias y oscuras. Mágicas.
También es hospitalaria la punta de lanza. Como en
todas las ciudades pequeñas te miran, sobre todo si no eres el apresurado
viajero de fin de semana. A veces primero de miran a ti y luego a lo que estás
mirando. Para ellos siempre ha estado ahí. Tal vez sea la parroquia de su
barrio, algo asociado a bautizos, bodas y entierros, a lo cotidiano. Observan
más o menos discretamente, preguntándose qué es lo que puede ser tan importante
como para que alguien le dedique tiempo infinito. Pero si les preguntas,
responden. Información interesante, del tipo donde se come bien y barato.
Información que no tiene precio: un recuerdo, una anécdota, una leyenda, un
cuento. Y a veces te preguntan a ti. Pueden haberte visto tras los visillos
rondando el mismo lugar ya cerrado, cuando las calles se quedan desiertas. O
haberte visto tomar notas, hacer malos bocetos.
Queda más Zamora: la palaciega, la de las casonas
del bajo medievo. La de sentarse buscando un rayo de sol simplemente a ver
pasar gente e imaginar cómo son sus vidas, cómo fueron las de sus abuelos. También
para jugar mentalmente con una imaginaria máquina de la bola, demoler mucho de
lo que ves y reconstruirlo como era hace mil años. La punta de lanza es
tranquila, pero jamás deja de sorprender. Y, como siempre, no es el mismo el que
llegó con la mochila que el que se marcha.
Bibliografía.
Imágenes: Wikipedia.
1. Panorámica del Duero, las aceñas o molinos, murallas y Catedral.
2. Cimborrio de la Catedral.
3. Murallas.
4. Interior iglesia de Santiago de los Caballeros.
5. Interior iglesia San Claudio de Olivares.
6. Maqueta de la calle Balborraz en el siglo XI.
1. Panorámica del Duero, las aceñas o molinos, murallas y Catedral.
2. Cimborrio de la Catedral.
3. Murallas.
4. Interior iglesia de Santiago de los Caballeros.
5. Interior iglesia San Claudio de Olivares.
6. Maqueta de la calle Balborraz en el siglo XI.
Hace mucho que no visito Zamora, pero aún guardo en mi retina los brillos de espejo del río Duero, la cúpula gallonada de su catedral (hermana de la Torre del Gallo de la catedral vieja de Salamanca), sus pequeñas iglesias repartidas por el caserío y sus edificios modernistas, sorprendentes de ver en Castilla.
ResponderEliminarUn beso
Para mí es una ciudad fascinante. Gracias por tu comentario. Saludos.
EliminarYo conozco muy bien Zamora. Lees cosas como esta y te preguntas cuantas zamoras hay, si la que conozco es la misma o si al final va a ser verdad que lo que llamas magia hace que una cosa sea muchas distintas. Lo de Balborraz y Herreros, totalmente de acuerdo.
ResponderEliminarMe ha encantado ver la vecina Zamora por tus ojos. De acuerdo en Balborraz y Herreros : )
ResponderEliminarGracias, Ana. Sin duda hay tantas zamoras como ojos que la miran, e incluso la misma mirada cambia a lo largo del tiempo. Pero veo que Fearn, tú y yo hemos pateado mucho Herreros y Balborraz...con agrado XDD
ResponderEliminarSoy palentino, pero hace muchos años que vivo en Zamora. Me parece un relato de viaje magnífico, gracias.
ResponderEliminarGracias a ti por el comentario, Juan Marcos. Yo le tengo un aprecio especial a Zamora, supongo que se nota XDD
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