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El sol de septiembre calentaba la fría piedra del asiento que estaba a la orilla del camino. Amalia rascaba la nuca de su perra, que al igual que ella disfrutaba de la temperatura. Ya vendría el invierno. 

Lo había visto avanzar desde la distancia. Sergio se detuvo, saludó a la mujer, y acarició a la perra.

- ¿Preparada para tener vecinos nuevos?

Ella sonrió

- ¿Y tu  para tener a tu hermana mayor de vuelta?

- Ese ha sido un golpe bajo.- Amalia los había cuidado cuando eran niños y  conocía a ambos muy bien

- Creo que será interesante. Han pasado unos cuantos años, y tener más niños en el pueblo estará bien.

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La furgoneta aparcó delante de la casa, el camión de mudanzas no llegaría hasta la tarde. De ella bajaron media docena de humanos y un par de peludos. 

La casa de la tía Lola acabó siendo propiedad del  ayuntamiento. Se arregló y ahora iba a ser la vivienda de los nuevos habitantes del pueblo. María regresaba después de más de una década, pero no volvía sola. Había traído refuerzos. Tomás, con la pequeña África; Silvia con sus mellizas, Bea y Teresa. El pequeño Alejandro, hijo de María.  Este finde estaba con su padre así que hasta el domingo no llegaría. 

Era una casa grande y espaciosa, con dos alturas. Los trabajadores del ayuntamiento  lo habían hecho bien. María les había contado la historia de la casa, y como durante más de medio siglo fue la única tienda de la comarca.

 Entró en la parte comercial y se quedo asombrada de lo que se parecía a cuando era pequeña. Los niños comenzaron a correr y jugar, y  los adultos sacaron lo que había en la furgoneta.

Amalia no tardó en salir a recibirlos, acompañada de Sergio y de comida como para hartar a medio pueblo, aunque no era demasiado difícil.  El pueblo no llegaba a los doscientos habitantes. 

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Ya había pasado la navidad, pero aquella mañana volvió a ser festiva. Durante la noche había nevado lo suficiente como para quedarse incomunicados. Los primeros en despertarse habían sido los perros. Fueron precavidos y todavía quedaban rescoldos de la noche anterior. María abrió la tienda y por allí pasó medio pueblo, para ver como estaban viviendo los de ciudad su primera gran nevada. 

Aquel día no hubo colegio, y la docena de niñas y niños del pueblo salieron buscando aventuras. Tomás el profesor los vigilaba de cerca. Silvia la artista, que normalmente se ocupaba de las actividades extraescolares, aprovechó aquella tarde para enseñarles, hacer sombras chinescas,  a recortar, a crear marionetas, y los más pequeños dibujaron  lo que les había parecido aquella nevada. 

María también estuvo bastante entretenida, sobre todo vendiendo cosas de primera necesidad, que aunque sus vecinos eran previsores siempre hay algo que se olvida. En la tienda de Ana había casi de todo. Pan, aceite, quinielas, el correo, un botón, las entregas de Amazon, revistas, chuches, un buen consejo. La parte baja de la casa también tenia un salón donde se hacían eventos culturales, presentaciones de libros, los talleres de Silvia, meriendas, trueques. 

La noche era el momento especial, ya que solían reunirse alrededor de la chimenea para contar lo que habían hecho durante el día, y ya estaban pensando en hacerlo fuera cuando mejorara el tiempo. También contaban cuentos, historias, leyendas, cada noche diferentes. La velada acababa con la promesa  de que la noche siguiente sería aun mejor. A veces se quedaban los hijos de Sergio a dormir, o alguien de clase. Entonces podían dormir todos juntos. 

Aquella noche de invierno lo que más sorprendió a todos fue el silencio, estaban en la casa tan solo los que vivían en ella y nunca habían sentido tan de cerca aquella ausencia de ruido. En algún momento de la noche nevó de nuevo, el viento soplaba a rachas, y la nieve caía de los árboles y de los tejados. 


Ainhoa y Guille 

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