Los abelardos, el cometa y las máquinas


 



Ana tenía seis hijos, un buen marido, casi cincuenta años que nadie sospecharía, el pelo aún rojo con canas escasas, buena figura y un día malo. El año del cometa, el mes del cometa. Ya debería ser casi de noche en Madrid, hora de cenar. Sus tres hijos pequeños seguían arriba en el cuarto de juegos, haciendo ruido. La sopa fresca de puerro a la francesa esperando. Sus asuntos detenidos, muchas cosas pendientes, muchos cotilleos sobre el Fin del Mundo, otra vez la misma necedad. Nada nuevo. Bueno, si. La mala educación, algo que Ana aborrecía.

Por tercera vez la cocinera preguntó si servía o esperaban. El reloj dio las ocho, y la misma Ana golpeó el gong con cierta severidad antes de pasar al comedor. Su marido anotaba con prisa concentrada, a lápiz. Su primogénito leía el periódico, los otros dos mayores juntaban las cabezas devorando la gaceta de noticias. Ella tosió. Nadie hizo caso. Oyó abrir la puerta, se sentó arrastrando la silla. Nada. 

- Abelardo, marido -levantó la voz- ¿Puedes dejar de escribir?

- El de la Casa Grande quiere un sidecar. Y bicicletas para la Guardia Civil. No se donde vamos a contratar expertos para ese pedido.

- ¿Estáis escribiendo y leyendo en la mesa, como si no os hablara? Guardad eso. Todos. Ya.

Se miraron unos a otros, cada quien con el mismo aspecto que si acabaran de despertar de un sueño. La luz  atravesaba las cristaleras, la luz del cometa. Era de noche y era de día. Todo parecía extraño.

- Tenemos un encargo y un problema urgente de trabajadores cualificados -Ana los miró- Un viaje, sin duda. Y tu no puedes ir, Abelardo hijo.

Abelardo hijo seguía con el periódico cerrado en la mano, como si le costara un mundo soltarlo. Sacudió la cabeza.

- ¿Por qué no, mamá?

- Porque si en vez de estar en tu mundo siendo maleducado en la mesa escucharas y hubieras leído la correspondencia oficial, sabrías que el de la Casa Grande se va una semana de caza y necesita a su mecánico. Una semana. Y tu padre no puede ir porque ha de estar con vosotros dos, Antonio y José, en el taller y contratando hombres. Iré yo.

- ¿Sola?

- No creo que el tren vaya vacío. Suelta el periódico de una vez, Abelardo hijo. 

- ¿Y como vas a hacer el pago, mamá?

- Estudiaste contabilidad, trabajas como nuestro contable. ¿Qué pregunta es esa? 

- Está distraído -el tono del padre intentaba ser conciliador-

- Lo he notado. Llevaré mi carta de seguridad, el pasaporte, la carta de aval bancario que respalda nuestra empresa, una libreta de cheques y efectivo. Aparte del equipaje mínimo y un par de sombrereras. Ah, y a Margaret. De modo que podéis llamar a donde sea para contratar una cocinera provisional. Paloma y Rosa solo saben hacer cocido y huevos fritos.

- Para variar no está mal -Antonio bromeó, sin dejar de mirar la Gaceta doblada sobre la mesa- 

- Los niños no van a comer cocido dos semanas. 

Más tarde, mientras tomaba un baño, Ana (de soltera Anne Scott) dudó entre hacer planes para un agradable viaje o intentar entender qué estaba pasando. Por qué las personas se parapetaban tras el periódico en vez de hablar, incluso en una mesa de familia. Los veía en los tranvías, callados y absortos. En los cafés. Incluso en el Retiro, en vez de contemplar las ardillas, los pájaros, los árboles. En el mercado, hipnotizados por los pliegos de cordel. Entre esa pésima costumbre y la de colgarse al teléfono cada vez oía menos voces y veía más rostros vueltos hacia adentro. Y no reflexionando o pensando en cosas útiles. A Ana le parecían animales disecados, sin voz y sin ideas, sin vida ni calor humano. Por cierto, ahora se enteraría por sí misma de cosas que no estaban en la Gaceta. Murron, amiga y pariente lejana, le había escrito hablándole de un ingeniero alemán que trabajaba en algo capaz de emitir musica, noticias y charlas a distancia. Eso ya lo había hecho Marconi con la voz, pero ahora al parecer se trataba de un aparato que se colocaría en el salón y reuniría a las familias en su torno. Se imaginó a sus seis hijos, a su marido y a ella misma sentados en torno a una caja parlante. ¿Hablando, quizá?

Decidió que ya había sobrepasado el mal humor del día. Porque casi seguía siendo de día, o al menos no era noche negra. En bata de noche bajó a la cocina. Se preparó un ponche escocés bien cargado y barrió todos los demás pensamientos. Berlín era una ciudad con mucho que disfrutar una vez terminado a conciencia el trabajo. El hotel Bellevue, moderno y cómodo. Las grandes avenidas, los parques bien cuidados, la música. Y la cerveza.

Su primogénito seguía leyendo diarios en la salita de fumar. Ni la vio. 

- Buenas noches.

- Hasta mañana -levantó la cabeza- ¿Te apetece ese viaje, mamá?

- Mucho. Y me apetece que te disculpes.

- ¿Por haberte preguntado si te arreglarás bien sola?

- Viajaba, trabajaba, compraba y vendía antes de que nacieras. Y haré más cosas, Abelardo hijo, te gusten o no. Un día votaré.

- Espero no ver eso -hizo como que bromeaba-

- No lo verás.

Más tarde Ana recordaría aquella frase suya. Pero eso fue más tarde, y el cometa no tuvo nada que ver.



 Imagen archivo Wikipedia Commons, Madrid en 1910.





Comentarios

  1. Muy buen relato Guille. Una situación que por desgracia se sigue dando, me refiero a la de prestar más atención a un móvil que al resto del mundo. Antes eran periódicos, ahora móviles. Besos :D

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    1. Hablaba del inicio, cuando todo empezó (muy despacio). Gracias, Margarita.

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  2. ¡Hola, Guille y Ainhoa! Recuerdo algo que se decía hace años, una especie de gracieta en la que el marido decía "Mi mujer se encarga de todo de la casa, de los hijos y demás, pero yo de lo más importante: la política, el fútbol...". Con ello se expresaba que el hombre no pintaba nada en su casa. En realidad es una gracieta condescendiente, dado que parte de que la mujer se dedica al día a día, pero en asuntos intelectuales y menos mundanos es la opinión del hombre la que cuenta. Esta actitud la he visto reflejada en Abelardo, el hijo, en esta historia tan realista de una época no tan lejana en la que la mujer tenía vetado su derecho al sufragio. Estupendo relato. Un abrazo!

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    1. Con licencias poéticas (no muchas) Anne Scott era mi abuela paterna. Y fue mi padre quien me contó lo de mayo en Madrid el año del Cometa, 1910. Cuando la gente o rebosaba en los confesionarios ("el fin del mundo") o leia la gaceta en la calle a medianoche. O ambas cosas.

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