Y junto al verde, el olvido.


 

De nuevo en la Inundación, tras la salida de la estrella del Perro, un año más tarde, en relativa calma y sin mucho miedo, comienzo a escribir.


Hace doce meses estaba seguro de que moriría aquella noche. Y si los dioses se apiadaban de mi, me pasarían cosas peores. Luego hablaré con detalle, pero basta ahora con que sepáis lo que jamás ha de olvidarse. Mi nombre. Soy Nesmetajon, el hijo menor de Nesmet y de su esposa Aseturet.

Entré siendo niño en la escuela del templo de Isis en la isla  de Piwr, que romanos y griegos llaman Philae. Allí resulté listo, buen discípulo y no muy revoltoso. Durante años estudié distintas materias. Mi maestro jefe acabó tomándome afecto y se preocupó por mi bienestar. Cierto que era un niño, y alguna vez me fui a dormir sin cenar y con el trasero caliente, no mentiré. A cambio también aprendí las sencillas lenguas de los extranjeros, y sus letras y sus números. Me parecían bárbaras, pero el maestro movía su vara y nos aseguraba que un día nos serían útiles.

Por eso mismo también aprendí leyes. Andando los años me casé y me acomodé a una vida tranquila, en paz, con muchas tareas pero sin sobresaltos. Hasta que un día llegó el desastre como suele, igual que una peste.

Los guardias de la ciudad atraparon a unos saqueadores. Todo se hubiera resuelto como siempre: pero por negra suerte iba girando visita un funcionario del césar Teodosio, y tomó muy mal el asunto porque los tontos ladrones también habían entrado en unas tumbas cristianas que no tienen ni un cobre que robar. La cuestión fue que hubo mucho escándalo, los sacerdotes nuevos nos culpaban a los paganos, los respetables profetas de Isis decían maldades de los cristianos, hubo una pelea de tabernas que nada tenía que ver ni con unos ni con otros, se amotinaron algunos y empezaron a repartirse palos y multas. Soy honrado, no un bravo soldado con espada. Protegí a mi familia, me quité de pleitos, y pasé miedo. Solo un poco. Necio de mí.

Antes del alba llamaron a nuestra puerta. Al parecer me habían recomendado como traductor y letrado. Así me vi ante el funcionario, ese sí soldado de alto rango. Tuve que hablar con el cabecilla de los ladrones y traducir y dictar todo lo que allí se dijo, de modo que al final el general o cónsul o lo que fuera se rio porque me sonaban tanto las tripas de horas sin bocado que creí que me desmayaría. 

Entonces me sosegué. Me dije que había tenido miedo de nada. El funcionario me invitó a su mesa. No era cristiano, servía a Mitra como tantos soldados de Roma. Tenía buen humor y era afable. Hasta recompensó mi largo día con un par de ánforas de vino excelente. 

Pero al alba siguiente otra vez llamaron a porrazos sin medida. Ya se había dictado sentencia, muerte como no podía ser de ninguna otra manera. El que me reclamaba era el jefe de los condenados, en mi calidad de segundo profeta de Isis y sacerdote. A eso no podía negarme, ni tenía por qué hacerlo. Muy grave era la falta de los ladrones, y se verían enfrentando el más severo juicio ante Osiris, pero yo debía consolarlos y hacer por ellos cuanto en mi poder pudiera estar.

Ahí acabaron mi paz y mi valor. Mi viejo maestro, todavía tan erguido como su vara, me acompañó. Ambos supimos cosas que es mejor no saber, y al volver al templo me llevó a una estancia muy secreta, me sacudió por el manto clavándome los ojos y susurró:

-Desde que eras niño supe que un día llegarían estos tiempos, y que aunque no eres un león a veces resulta mas útil un gato. Vas a hacer dos cosas. Una te salvará a ti ayudando de paso a sostener nuestro templo, y la otra impedirá que la ciudad se vuelva loca y acabemos todos muertos. 

-Maestro, no valgo para nada de eso -casi no tenía voz-

-Pues rezaremos. Mucho. Tienes tres días. Ni uno más.

Permitid que os lo explique. El saqueador nos rogó que preserváramos su cuerpo y su nombre. Que pusiéramos en él textos para su Juicio. A cambio nos dijo el escondite de sus años de ladrón, y qué catacumbas cristianas profanaron antes de entender que allí ni tejían las arañas, ni había botín, ni nada que llevarse.

Imaginadme. Puse mis asuntos por escrito, guardé mi testamento en el templo y el secreto dentro de mí no se como. Subí a la terraza a ver crecer el Nilo despidiéndome de todo, llorando no de pena  sino de puro terror. Qué fácil había sido mi vida. Quería a mi mujer y a mi suegra, a nuestras hijas, a las dos asnas y a las ocas del huerto. Hasta a la vieja nodriza y a las tres siervas fieles. Iba a perderlo todo igual que se perdía Egipto, sin barca ni timón, en un viento de locura. Lloré tanto que ni bañarme ni ponerme kohl me solucionó la mala cara. Y encima mentí a mi familia diciendo que el viento de arena era el culpable del desastre. Nadie me creyó.

Mi maestro hizo aparejar asnas y me puso de compañero a un hombre que no era ladrón, pero si intermediario. Imaginadme otra vez, siguiéndolo por corredores que eran viejos cuando las pirámides relucían blancas. En la boca de los infiernos, con el gorgoteo de la crecida demasiado cerca, espantado de que se apagaran las antorchas. O de que tanto polvo y telas como yesca ardieran con nosotros. Espantado de los guardias, de los perros, de la noche. Mucho más cuando oí resonar metal. Llenando talegas, ahora si nos echan mano somos ladrones. Rezando mientras cosas frías me rozaban los pies. Por la verde faz de Osiris, son alacranes y vamos a morir mil veces: veneno, colmillos de perros, espadas, el Nilo subiendo.

Aquella noche. Cuando casi amanecía llegamos al templo. Pude ver entonces el rostro atezado de mi compañero. Me dio un manotazo amistoso en la espalda y oí su voz sincera.

-Para ser un profeta y un sacerdote de manos suaves los tienes bien puestos, hermano.

Tuve tal ataque de risa histérica que los demás sacerdotes pensaron que sin duda me había picado un escorpión, y me llevaron en volandas ante los médicos del santuario.

Algo había aprendido. Que llorar hace ver mal cuando más necesitamos los ojos. Que tener miedo no te evita nada. No lloré y me guardé el pánico donde nadie pudiera darse cuenta. Me quedaba un día para acabar de cumplir lo pendiente.

Pedí ver al obispo, o gran sacerdote de Philae, un romano de nombre Marcus. Me hice anunciar y le deseé paz y bendiciones de su dios para él, todos sus compañeros y otros cristianos. Al menos había sido bien educado, estaba decentemente vestido y rasurado, de modo que parecimos personas razonables que se saludan por algún asunto a tratar. Otra cosa eran sus profetas o lo que fueran, que ofendían y mucho el olfato. De manera que le rogué hablarle en privado. Accedió.

En breve le conté que había preparado para su Juicio a aquellos malvados saqueadores, que confesaron en su ignorancia desear robar algo de las tumbas cristianas, y al no hallar nada se enfurecieron e hicieron mucho daño.

-¿Qué daño? -le relampaguearon los ojos hundidos-

-Obispo Marcus, es impío entrar en las tumbas y profanar el descanso de los muertos. Es impío romper las mesas de ofrendas que usáis.

-Altares.

-Eso mismo. Aunque nada robaran fue impío, y creo mi deber deciros dónde estuvieron para que hagáis lo que tengáis que hacer y reparar la maldad. Para que sepáis que hacemos lo justo, somos vecinos de la misma ciudad, nadie quiere pendencias ni profanaciones. Nadie.

-Te lo agradezco, profeta de Isis.

No me lo agradeció. Los días siguieron ensombreciéndose con nuevos edictos del césar Teodosio. Cierto que los soldados de Roma mantenían la ciudad calmada a base de bastonazos, multas, calabozo y látigo, pero los cristianos solo eran dados a hablar de mansedumbre y paz, no a poner sus palabras por obra. Hasta algunos, sin duda poseídos por malos espíritus, se enfrentaron a los soldados. Me trastornó mucho ver a mujeres con sus hijos en brazos en el mercado junto a sus maridos. Ver sangre y muerte sin razón. Cuando volví a casa me explotaba la cabeza. Mi esposa y mi suegra me prepararon un remedio, ambas son mujeres respetadas como parteras y expertas en hierbas. Ellas trataron de explicarme que algunos cristianos creen que si los matan por su dios irán directamente a  los benditos Campos de Yaru, el lugar de felicidad eterna, sin Juicio alguno y sin tener que rendir cuentas. 

El mundo enloquecía. Teodosio también prohibió que los templos recaudaran donaciones y se llevó las cosechas, al parecer por alguna guerra lejana. Todo volvería a ser normal pronto. Nadie lo creyó.

Durante meses fueron y vinieron papiros entre nuestra isla y el remoto delta. Gracias a mis hermanos sacerdotes pudimos hacernos con permisos para ganarnos la vida sin ser notados en Alejandría. También con una casa que imaginábamos decente, y con pasajes para la familia cuando se pudiera navegar hacia el norte. Mi yerno necesitó cambiar de ideas, es buen comerciante y ahora deberá trabajar en otro ramo. Al final regalé las dos asnas y las benditas ocas. No queríamos llamar la atención, casi nadie supo que nos íbamos. 

Esa noche preparamos una despedida. Vestimos como lo que éramos, egipcios respetuosos de los dioses. Cenamos y bebimos. Al menos estábamos todos juntos, aunque la tristeza nos acompañara. Mi suegra preparó vino con semillas y hierbas, para poder dormir en paz y enfrentar el viaje con fuerzas. Nos tendimos toda la familia en la sala abierta al huerto. Nadie quería estar solo.

Sentí que mi cuerpo se relajaba, y me deslizaba hacia el sueño. Entonces tras mis párpados cerrados percibí un resplandor. Abrí los ojos. 

Había luz, una luz de otro mundo. Y música tan suave que me tocó el alma misma. Los pasos de unos pies descalzos y el susurro de telas como la voz eterna del Nilo. En nuestra sala había aparecido un trono de colores cambiantes y aroma a maderas de sándalo. Ella entró con su hijo divino en brazos. Se sentó mientras el niño dormía chupándose el pulgar. Era majestuosa, una reina. Y una madre que nos miraba con amor y compasión.

Quise levantarme para postrar mi rostro y alzar los brazos. No me lo permitió. 

Luego supe que todos tuvimos la misma visión, aunque a cada uno de nosotros se nos consoló de una manera y se nos dijo algo distinto. Bien acomodados en la barca dejamos atrás nuestra isla, nuestro pasado y nuestras penas. Uno solo es el Nilo. Una sola es ella, la de mil nombres. Eso nadie nos lo quitará, nunca.


Nota: Unos treinta años después de la fecha del cuento, el emperador Justiniano cerró los templos de la isla, expulsó a sus sacerdotes y se llevó como trofeos de guerra numerosas estatuas.

Allí sigue la "última inscripción" en jeroglífico, apenas un graffiti que se imagina hecho con mucha prisa, o con mucho miedo, o con ambas cosas. Está datada en la estación de la crecida, el 24 de agosto de 394 de la Era Común. Dice:


"Yo Nesmejaton, hijo de Nesmet y su esposa Aseturet, segundo profeta de Isis, he hecho esta imagen (...) El día del nacimiento de Osiris, en su fiesta, el año 110"


Nadie volvió a escribir ni a comprender el jeroglífico egipcio hasta el siglo XIX.


Imagen propia, bajo la misma licencia que el Blog.






Comentarios

  1. Una historia épica digna de las mejores novelas histórica. Gracias por compartir Guille.

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  2. Es tan solo un cuento en parte muy real, y triste. Quise darle humor con un "héroe" cobarde que hace el pobre todo lo que puede lo mejor que puede. Gracias por tus palabras.

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  3. Guau Guille, esto da para una novela. Enhorabuena :D

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  4. Gracias, Margarita. Solo es un cuento, pero me alegra mucho que te haya gustado.

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