Mi
abuela estaba obsesionada con el Titanic. Tenía veinte años cuando la tragedia,
y leyó la prensa, recortó artículos y los guardó. Le impresionaba mucho la
cantidad de muertos. También esa leyenda de “Ni Dios podría hundirlo”, porque
ella era a medias una cristiana devota y una sorguina irredenta. Como las
abuelas cuentan cosas, formó parte de mi infancia y de las historias que
acabamos siendo.
Lo
último que recuerdo es mi delantal blanco hinchándose y flotando ante mis ojos,
un segundo antes de ahogarme y no recordar nada. No es cierto del todo: también
recuerdo, antes, la oscuridad cuando se apagaron las luces. Y antes de eso las
miradas de las compañeras de servicio, y un poco después el frío del agua
helada en los pies y más arriba. Éramos el personal de limpieza. Cargadas con
carros llenos de ropa de cama, con cubos para dejar pulidos los pasillos.
Limpiando cristales, baños. Ayudantes de lavandería, planchadoras. Teníamos un
bonito uniforme con su cofia, tres buenas comidas al día, horas libres, un
sueldo. Y una buena recomendación, con suerte, si deseábamos dejar el mar.
Cuando me ahogué acababa de cumplir veinte, no me dio tiempo. Y tampoco es tan
horrible. Antes del frío y de que se fuera la luz, eso tampoco lo he contado,
unos compañeros pinches de cocina nos trajeron algo para beber, y entre el
brebaje y el frío no terminé de darme cuenta de que saltaba la puerta y el agua
era una tromba, y ya bajaba el barco directo a donde quiera que fuera. Ellos
tampoco debieron darse cuenta de mucho. Hasta estaban cantando la última vez
que los oí.
No recuerdo la primera vez que escuché hablar del Titanic, pero posiblemente fue en mi niñez o adolescencia oyendo los programas culturales o de misterio que tanto me gustaban. Desde
entonces me fascinó la historia en todos los sentidos, y no hay libro, película,
serie, articulo, exposición que no haya disfrutado.
El armario está vacío, no hay nada en él: la carta sobre la mesa, abierta pero metida en el sobre. Cuando la recibí no podía creer lo que decía. Hemos perdido a nuestro hijo, y la White Star nos reclama el uniforme que llevaba cuando se hundió con el maldito barco.
No podíamos creérnoslo, mi mujer
llora, tiene los ojos rojos. Se calla porque no quiere que nuestra hija la
vea. Tenía 18 años recién cumplidos y estaba orgulloso de formar parte del
barco insumergible. Era optimista y veía un gran futuro para todos nosotros.
Logro convencernos a todos menos a su
hermana, que hasta que lo vio marcharse no se apartaba de su lado. Ahora no
come y la noche que el barco se hundió se despertó llamando
a su hermano a voces.
Lo que mas nos preocupa es como vamos a
devolver un uniforme que estos momentos esta en el fondo del mar y del que nos
piden el importe. Sabemos que no somos los únicos ya que otras
familias han salido en la prensa.
Grace mi mujer se ha puesto en contacto
con algunas de ellas y pensamos recurrir. Solo nos queda una foto la que se
hizo con su uniforme de camarero sonriente lleno de vida. No queremos que se vuelva
a repetir ni una vida más.
Se habla mucho de las vidas que se
perdieron en el barco de los pasajeros de la tripulación lo que no se cuentan
son a los trabajadores que perdieron la vida, camareros,
doncellas, lavandería, cocina, sanitarios, paseadores de perros, fogoneros
entre otr@s. A muchas familias se les pidió el uniforme, y que si no
podian devolverlo que lo pagaran una macabra broma que fue una parte más de
esta historia.
Escrito por Ainhoa y Guille.
No quiero ni imaginar lo que vivieron aquellas criaturas, la angustia. Vuestra entrada, maravillosa chicos. Besos :D
ResponderEliminarMuchas gracias, Margarita. Sin duda fue una tremenda desgracia que marcó toda una época.
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