Cartas y postales.








El verano todavía no había acabado pero si las vacaciones, las clases empezaban, la ropa, los juguetes salían de la maleta, para dar paso a los libros de texto, los cuadernos, los deberes casi acabados, en una mochila que pesaba más que la realidad. Sobre la mesa, una dirección escrita en boli o lápiz deprisa, entre los adioses y la promesa de una carta o una postal desde esa ciudad que está tan lejos y que ahora queríamos buscar en el atlas. El cuaderno de clase por detrás escrito, una y cien veces probaturas de cartas que añoraban esos días junto al mar, o en la montaña, en el pueblo. El  mundo no era el mismo y los sueños eran posibles solo con levantarse cada día. Ahora el buzón se abría una y mil veces, buscando entre facturas, publicidad, el destello de la respuesta. 


La jubilación no había sido el fin, al revés, el principio. Cada mañana el periódico, la huerta y el pan, las habitaciones estaban vacías, los jóvenes ya habían volado buscando su propio hogar. Las llamadas de teléfono eran frecuentes, pero lo que preferían eran las cartas que sus hijos les escribían de vez en cuando, en las que las primeras letras y dibujos de sus nietos les llegaban. Los dibujos, obras de arte, embellecían el frigorífico, el salón, hasta en el baño  donde estaban las revistas y los libros, aparecía de tarde en tarde alguno.  

El autobús urbano estaba a punto de ponerse en marcha, vislumbró un buzón, abrió su bolso y sacó las cartas, las echó una a una en él y lo acarició esperando que cada una de ellas llegara. En aquellos sobres viajaba un trocito de su aventura, letras, con buenos deseos, con recuerdos, con esperanzas. Mientras sentada veía las calles pasar se imaginaba como llegaría cada una de ellas y por un momento cambiaría el mundo de alguien.



¿Y tú, mandarás este verano una carta o postal?

Imagen propia bajo la misma licencia que el blog.




















Comentarios

  1. Lástima de quienes ya no saben escribir a mano, sobre papel real, sin otra posibilidad de corregir que un tachón o jamás equivocarse. Sin conocer el peso de tantos pliegos a tanto el cuartillo, los formatos de los sobres, el franqueo, la oscura boca de un buzón amarillo salvaje. Y el cartero trayéndote una carta de verdad. Oler el papel, rasgar el sobre. Mirar. Y volver a aprender a leer manuscritos.

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