Locusta




Quien mata tiene al menos un motivo. Dentro de lo que se llama crónica negra me resulta especialmente inusual este caso.  Alguien mata a tres miembros de su familia directa y casi acaba con un cuarto. Durante cinco años nadie ha sospechado nada. Los muertos lo son por causas naturales. Incluso cuando ya no le cuadrarían las cuentas ni a los ciegos de Cafarnaum, las analíticas no encuentran nada. Todo es circustancial.  Y no hablamos de Hannibal Lecter. Se trata de una señora con la que nos cruzaríamos sin reparar en ella. Sin estudios. Ama de casa. Primera mitad de los años dos mil, una ciudad de este país, un barrio obrero. Le he llamado Locusta porque ya se sabe: las envenenadoras son mujeres. Y me interesa el caso en sí, no el lugar ni las vidas privadas.

Una opinión sesgada. Suele decirse que la mujer envenena porque no es capaz de ser más agresiva. Obviamente, falso. Envenena por dos cuestiones más simples, ambas históricas. Recoger comida o trabajar la tierra es asunto suyo. Milenios de saber acumulado. La cocina es su feudo. No se envenena con una cerbatana o un dardo, ni con algo que sabe a rayos, ni con algo que quien envenena no come. Nadie sabe que envenena. De acuerdo. Otra cosa es que nadie, en el siglo XXI, pueda demostrarlo.

Por supuesto, ignoramos qué pensaba nuestra Locusta. Estaba deprimida, decían sus hijos adolescentes. Decidieron mostrarle una distracción, algo nuevo. Si era capaz, la pobre, igual le ayudaba. Internet. Facebook. Chats. Era torpe pero se entretenía. Vale.

Vale. Así se le fue quitando la vieja depresión, la de haber enterrado a su primera hija, un bebé aún. Muerte súbita. Sucede. Una desgracia. Cada quien siguió a lo suyo. En susurros a veces, entre vecinas y el barrio, Locusta lloraba. Su marido era un borracho que los trataba mal a todos. Suspiros. Silencios. Ya se sabe. Mientras sea trabajador...

El trabajador enferma. Lo llevan al hospital. Está mal, no se ponen muy de acuerdo. Años de trabajo duro. Lo medican, indagan. Con su baja laboral en regla regresa a casa. Lo cuidan. Todos comen lo mismo, beben la misma agua. El certificado de defunción indica lo obvio (fallo multisistémico, o sea, nada). Enterrado.

Locusta se deprime más. Racional, razonable. Quiere bajar de peso, le sobra bastante. Quiere hacer algo, buscar trabajo, valerse. Ya. Hace un viaje a una clínica. Perfecta, como siempre, deja hechas comidas etiquetadas y congeladas, para meter al micro. Se ocupa de todo. Y cuando regresa, cena con sus hijos de los mismos envases, de los que etiquetó uno a uno. Nada. 

Nada hasta que un día la hija revisa el historial de navegación de su madre. No puede demostrar nada, a esas alturas Locusta ya medio borra su rastro. Medio. El resto son bromas, nada más. Pero la hija sospecha. A esas alturas Locusta tiene tres novios en una red de citas, y a uno le ha prometido matrimonio. 

Cuando la hija llega al mismo hospital (tras un tiempo prudente) el personal médico lo flipa. Alcohólica, muriéndose. Es una adolescente. Pero el historial de la madre y sus desgracias y simpleza sigue siendo inamovible. En casa no se bebe. Comen lo mismo. Hay adolescentes que se trincan los finde la escritura de siete viñas, y el padre era alcohólico. La chavala muere. Autopsia. Cirrosis terminal. Nada más. 

El hermano no se mete en líos, ni desafía a su madre. Simplemente es la última pieza que sobra en el tablero. Sólo que esta vez el carnicero de la familia, que cada tanto pasa a dejar el pedido y cobrar, lo ve de refilón. Se queda tan asustado que se enfrenta a la madre y llama al 112.

Lo que Locusta usaba, químico, es incoloro. Inodoro. Insípido. Puedes llevarlo en el delantal y echar tantas gotas en cada plato antes de que los pongas en la mesa. Tarda seis horas en desaparecer todo rastro. Para el chaval sólo habían pasado dos. Esta vez si hubo una huella. Ninguna en los demás, aunque los exhumaron. Ya puestos, hasta exhumaron al padre de Locusta y sus hermanos, muertos oportunamente tantos años atrás que era para nada, y para nada fue. Había obtenido la sustancia en cuestión sin receta, con su mejor arma: mi marido es un alcohólico que nos maltrata, nadie me cree, soy una simple mujer desvalida, ayúdenme a mí y a mis hijos, nunca supe de que murió mi niña la primera, yo salía a trabajar, yo no se qué hacía él.

Ni yo tampoco. Pero la viejísima línea racional no funcionó. La muerte empieza en la cocina-hay motivos que no han de ser económicos-un forense debe desconfiar de lo que no ve. 

Realmente me impresionó. Y lo he contado sin gore, en plan frío. Hannibal Lecter era un monaguillo: dejaba demasiados rastros y se las daba de inteligente.



Sobre Locusta (la real): 
https://es.wikipedia.org/wiki/Locusta


Imagen propia, bajo la misma licencia que el blog.

Comentarios

  1. También a mí me has dejado impresionada. Vaya con el ama de casa, tenía una gran inteligencia para el mal y un cerebro absolutamente trastornado. Si es que consideramos que la maldad es un trastorno. Un abrazo

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  2. De trastorno nada (esa vía, obvio, fue la de la defensa). También intentaron lo de internet. Nada: detonante, no causa. Simplemente le abrió una ventana hacia sus deseos y sus rencores. El resto eran piezas a eliminar del tablero. Y si el carnicero no pasa por allí casualmente, o ella no le hubiera abierto, no hay caso. Ciertamente impresionante, Ambar. Gracias por tu comentario.

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  3. Me quedo con lo de la realidad supera la ficción. Sin duda ampliamente. Un abrazo.

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