Una caja de confort



Estaba lloviendo fuerte; el autobús se detuvo despacio para no salpicar junto a los restos de la marquesina sin techo, agujereada a pedradas. Se dieron las buenas noches. Conocía de memoria el asiento más a resguardo de corrientes de aire cada vez que se abrían las puertas, el nombre del busero y buena parte de su vida, el número de paradas con un reloj interno. Sentada en su caja de confort envió un par de mensajes esperando la musiquilla de respuesta. Se miró en la ventana sucia de lluvia y regueros rojizos. 

Contaminación, le llamaban ahora al polvo rojo. Con la cara limpia, ropa de faena y el pelo esperando peluquería. Un par de canas traidoras. Gorda para nada, con curvas. Tampoco guapísima, aún picaruela, resultona, en la frontera en la que la vida otorga el brillo cegador del otoño.

Se vestía de faena como quien se pone una máscara protectora. Aquel horno de toda la vida, donde entró a trabajar a los dieciséis, medró. Ya lo decía su madre, que todo se va a la mierda menos el pan, las funerarias y los bares. Ahora era una empresa moderna en un polígono industrial, horno y pastelería con maquinaria último modelo. Y ella, Asunta, la decana. Cuarenta años macizos en la empresa. La ventana del autobús le devolvió una sonrisa. El pan nunca se había ido a la mierda. Había tonteado en las verbenas con Antón, el padre del busero. Era guapo, pero se fue a Alemania y ella, la Asunta, tenía dos hermanos pequeños que encarrilar y una madre costurera de trapillo. Saludó a otras compañeras que iban subiendo al bus, goteando agua roja, y su caja de seguro confort se caldeó hasta dominar el autobús entero.

Le quedaban dos días de libertad absoluta. Se lo habían recordado los colegas entre bromas, birras, esquinas sin farolas y calles sin salida. Debía dinero, se había pasado metiéndose hasta que el moro de dos metros lo echó de la medio discoteca, y encima su mujer se rió en su cara. Pasado de copas simpa, de visitas al lavabo y de chulo con unas nenas calientabraguetas. Eso no era lo peor. Estaba amaneciendo. Se iba a dar de cara con su madre en casa, y era paliza segura. Por vago, maleante y buscaruinas. Hurgó en los bolsillos, pagó el bus. La ciudad de otros despertaba allá lejos, con luces tras las ventanas. Sólo había una mujer dentro, adormilada. Se bajaron en la misma marquesina rota mil veces, mientras debajo de la neblina roja asomaba el barrio desportillado.

El mismo barrio que fue al entierro de la Asunta, y luego con pancartas a ninguna parte. Una navaja, y un chaval muy pasado de todo –problemas psicológicos, familia desestructurada- menor de edad por un día.



Comentarios

  1. Que bien lo has descrito, la vida de los personajes, su aspecto, el ambiente y el drama sin desencadenante aparente.
    Admirable. Besos.

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  2. Gracias, Ambar. Muchas cosas no tienen respuesta.

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  3. La vida es asi de extraña y maravillosa y en otras ocasiones trágica. Enhorabuena.

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