Barcos fantasma.



Los carteles plastificados de enfermeras con un gorrito rígido pidiendo silencio, el dedo sobre los labios, desparecieron de los pasillos de los hospitales a la par que la pintura blanca. Los muros se tornaron verdes, matices de verde más o menos afortunados mientras la baldosa se hacía linóleo. Y la decoración pasó a ser la Casa de Tócame Roque: nadie sabe muy bien que culpa tiene Roque, ni por qué coloca copias de grabados –en especial ingleses y franceses siglos XVIII-XIX- en las paredes. Tampoco sabe nadie el criterio que sigue. La caza del zorro se codea con un entierro en la catedral de Colonia, ambos temas bastante poco adecuados. En especial el del velorio, con su carreta y su comitiva de burgueses enlutados y otras lindezas. También aparecen paisajes urbanos de la revolución industrial, casuchas más estrechas que el filo de una navaja en las que no hace falta ser médico para oír las toses de la tuberculosis. La alegría de la huerta. 

Conste que suelen abundar las estampas marineras, un poco de fresco olor a sal. Pero ni por esas. Lees los nombres de las orgullosas naves de perfil, y resulta que una buena cantidad acabó con su tripulación bajando a apalear sardinas en una batalla; otras fueron reducidas a astillas por la presión de los hielos en aventuras antárticas, alguna encalló en los mares del sur buscando mariposas y bichos originales, e incluso las hay que desaparecieron, fundido en negro, y nadie sabe qué fue de ellas.

Le cogí manía a una copia concreta. Grabado británico siglo XIX, glosando el encontronazo entre un navío de línea aparejado como fragata, un tres puentes inglés, y una fragata francesa de dos, más ligera. Abordadas, se estaban dando la suya y la del pulpo a cañonazos.

No me gustaban los colores. Ni el humo irrealmente blanco que en realidad lo tapaba casi todo. Al día siguiente, estaba un poco torcido. Eso no es nada extraño, las limpiadoras van contra reloj devorando pasillos con la mopa, la fregona gigante y el trapo de desempolvar. Por supuesto, el humo blanco seguía ahí. Para imaginarse qué había debajo.

Me temo que cada noche me llevaba el grabado al mundo de los sueños. El tercer día el cuadro estaba derecho, aunque me pareció que ambos navíos empezaban a escorar y que –podría ser- no había contado bien los palos que se adivinaban entre la humareda y las velas henchidas.

Otra estupidez, claro. Para abordarse hay que detenerse, y a ver quién se detiene con todo el trapo al viento. No debieron venderse muchas copias del grabado en su época, comenzaba a sospechar. O tal vez se vendieron como rosquillas porque resultaba políticamente correcto: no había sangre, no se veía a nadie entre el humo ni vivo ni muerto. Ni tan siquiera ese que nace con malasombra y se cae por la borda antes de que griten ‘fuego’. Aséptico. Falso.

Ya lo creo que le había cogido manía: de la útil, la que sirve para concentrarse en detalles y montarse la propia película cuando preocuparse y preocupar a los demás no sirve de nada. Tenía para pensar: sin biblioteca, sin Pc, a tirar de memoria. Un tres puentes podía tener más de cien cañones entre las cubiertas, el alcázar y el castillo de proa. Para hacer cuentas, cincuenta cañones por banda. La fragata francesa no llegaría a la mitad. Cincuenta contra veinte, eso era lo que tapaba la fumata blanca.

El grabado quería ser heroico, cuando aquello fue gafe y punto. De nada le habían servido a la fragata su rapidez ni su ligereza, estaba a tiro. Ya le faltaba un palo, y le faltarían los tres a no tardar. Tras la cortina de humo volaban astillas de madera, metralla, metal. La cubierta había sido barrida, y el tres puentes estaba machacándolos e intentando no hundirlos, una presa es una presa. Habría sangre mezclada con agua huyendo por los imbornales, y con suerte un cirujano abajo reparando la carnicería. Muchos de quienes en su día vieron o compraron el grabado veían de sobra lo que no podía verse. Pero quedaría elegante y patriótico enmarcado en un despacho o una sala, donde no causara pesadillas a los niños ni sobresaltos a las señoras.


El quinto día la lámina era tan sólo un mar vacío, con encaje de espuma doméstica y un sol muy rojo. Supuse que lo habían cambiado, tal vez se cayó al limpiarlo y se rompió el cristal. O tal vez entre las nubes oscuras del ocaso regresaban, diminutos e invisibles, el tres puentes y su muerta presa a remolque. O se habían hundido los dos.





Imagen: Wikipedia Commons, T.Whitcombe, Batalla naval.

Comentarios

  1. Curiosamente cada uno recuerda cosas diferentes, un buen relato de una experiencia que fue una autentica batalla. Un abrazo.

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  2. Me has recordado al coñazo Gainsborough (parece la onomatopeya de un vómito, verdad?), antaño tan ubícuo. Chulo el relato.

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    1. Esa si que es buena, Cusac XDD. Gracias por tu comentario.

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  3. Uno de los grabados más falsos que he visto en la vida. Y sin duda fue una batalla. Ganada. Gracias por tu comentario, tú también estuviste en ella.

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  4. Los cuadros y las fotografías insinúan un mundo distinto, una ventana al exterior para el que quiere volcarse en ese mundo pequeño de dos dimensiones que se troca en 3D a través de la mente. La guerra no es heroica, ni bella, es sucia, brutal y la mente de los que luchan deja de pensar para embrutecerse.
    Un saludo

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  5. Mucha razón, Carmen. Gracias por tu comentario.

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  6. Gracias, Alodia. Me alegro de que te haya gustado.

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