“El sufismo es cortesía espiritual: cortesía con
cada instante, en toda circunstancia y en todo momento.
En el inicio era una realidad sin nombre, y ahora es
un nombre sin realidad.”
Billal el tejedor había tejido mucho durante dos
años desde que su mujer le susurró al oído que Jamida, la única hija que les
vivía de los siete que tuvieron, era ya doncella núbil. Jamida la alegre, la de
buen talle, con los ojos color musgo de su madre y la precisión de dedos de
Billal. Como todos los hombres se alegró de la noticia, dio gracias e invitó a
una cena a sus amigos y esposas porque, después de todo, era una fiesta de
mujeres. Y como todos los hombres, se miró en el reflejo de la fuentecilla del
pequeño patio de su casa: vio hilos de plata en su barba y en sus sienes, y el
correr del agua le dijo que la vida fluye mansa, sin detenerse. Recordaba a
Jamida cuando empezó a andar, cuando se le cayeron los dientes, cuando le
enseñó lo más simple del oficio, cuando ocupó su sitio atrás en la mezquita,
entre las mujeres. Y ahora había vendido sus mejores tejidos de dos años de
trabajo para su dote. Ley de vida. Sólo Dios lo sabe todo.
Billal tenía una buena mujer. Una mujer sensata,
noble y hacendosa, una compañera. Ella le dijo al oído que Razn, hijo único de
Musa el de la calle Larga, el comerciante en seda, podría ser del gusto de su
hija. A Razn le llamaban poeta, y lo era. Necesitaría de una mujer que supiera
del negocio. Y su hija era delicada a la vez que firme, dada al saber y a cosas
que Billal no entendía.
Esa la entendió a la primera. El tejedor era recto y
franco, y así abordó al sedero en los baños públicos, con franqueza y razones.
Musa en principio levantó las cejas e hizo cuentas que no le salían, pero más
tarde reflexionó. Ajustaron una dote, conoció a la doncella y quedó convencido.
Dicen que los bendecidos a veces ven lo acertado en el tiempo que se tarda en
parpadear. Dijo sí y nunca se echó atrás, pese a otras ofertas.
Meriem la sensata acompañó a su hija a los baños del
barrio como cada tarde del tercer día de la semana, pero la dejó allí y fue a
atender compras, pagos, invitaciones, y negocios personales. Billal no se metía
en sus asuntos femeninos, algo muy de agradecer. Un hombre a la antigua es
siempre previsible. Jamás traspasó sus aposentos privados sin anunciarse, ni
discutió qué compañía femenina entraba en ellos. A cambio ella había aportado
una casa con su huerto, y una fama de respeto que superaba los límites del
barrio. Había llorado con ella de corazón por sus seis hijos muertos, y sólo
con el primero se fue al barrio cristiano y se emborrachó, pero ni las peores
lenguas dijeron nunca que puteara. Tampoco tomó una segunda esposa, algo que
podía permitirse por ley y por ganancias. Ella le bastaba. Hay maneras de vivir
una vida más fácil, sin duda. A Meriem no le gustaba lo fácil.
Recogió a su hija en los baños. Había calculado la
tarde pidiendo a ciertas jóvenes casadas, hijas de amigas, que le hablaran con
toda franqueza. Las muchachas son reacias a preguntar a sus madres lo que tiene
que ver con sus miedos, sus deseos íntimos y sus curiosidades picantes. Tal vez
luego pidan segundas opiniones, pero siempre olvidan que su madre no las
concibió mirando un jardín, ni en la mezquita. Y no se imaginan nunca a sus
padres sin canas, desnudos, jadeantes y dejando que pasen las horas mientras el
resto del mundo no existe.
Años atrás, con la misma previsión, Meriem había hecho traer una pareja de hermosas burras blancas enjaezadas para una fiesta. Con
sus crines trenzadas y cintas verdes y campanillas. Cuando Billal las vio en el
patio, briosas y obedientes, sólo supo decir lo que se espera que diga un
hombre:
-¿De quién son esas burras, mujer, y qué hacen
listas para salir a celebrar algo?
-Mías. Y ahora tuyas también. Quería hablarte de
algunos asuntos, y pensé que es viernes. Cuando vuelvas de la mezquita en paz
tal vez te guste pasar el día los dos solos como hacíamos a pie recién casados,
y recordar que fuimos felices y lo seguimos siendo.
-¿Y mi hija?
-Está en la escuela. Y allí seguirá, bien guardada,
cuando pasemos a recogerla antes de que se acueste el sol.
Billal decidió acudir a la oración. Volvió en paz
porque la curiosidad le podía, un día de asueto lo tentaba, y las burras debían
sin duda tener una historia digna de oír. Así supo que había muerto la tía de
su mujer, muy respetable viuda sin hijos, piadosa y excelente comerciante. Y
que había dejado gran parte de sus ganancias para dote de doncellas huérfanas,
y otro tanto para la escuela de la mezquita del barrio. Y su casa de campo con
sus huertas, sus ropas y joyas, todas sus propiedades personales y sus mejores
burras a su sobrina Meriem, la esposa de Billal, para que todo lo tuviera como
suyo propio legalmente e hiciera con ello según su voluntad.
Así, en un día de fiesta vio Billal la herencia de
su mujer, quien le repitió que siendo suyo era de ambos y de su hija porque
ella así lo quería. Meriem acordó con los que en la finca trabajaban seguir
conservándolos, agradeciendo su lealtad hacia la difunta, y preguntó a Billal
si no creía justo y piadoso llevarse a casa a la anciana cocinera y asegurar su
sustento a cambio de cuanto podía ayudar y enseñar a su hija. Cuánto sabía de
cocina lo disfrutó el mismo Billal con la que les sirvió a los dos en el
jardín, así que no tuvo nada que objetar. Todo lo contrario. Como siempre, su
mujer lo colmaba de bendiciones. Quedaba lo de la escuela, aunque si la tía
hacendosa había dejado un legado, poco habría que añadir. Añadió, porque eso ha
de hacer un hombre cuando se trata de su única hija. Pero ya no usó el término
‘mujer’.
-Meriem, lo de que la niña esté en la escuela…
-Los dones de una doncella agradan a Dios, marido. Y
le dan la posibilidad de elegir mucho mejor partido cuando llegue el día.
Además, nada malo aprenderá en la mezquita con las santas mujeres. Leer mejor
que tú y yo, hacer mejores números, y si duda entender bien el Corán. Toda vida
tiene espinas, consuela más rezar que maldecir. ¿Qué padre no desea lo mejor
para su hija?
Billal volvió a casa satisfecho en todos los
sentidos, dando gracias, y a pie. Muy feo y deshonesto hubiera sido no cederle
una burra a la vieja cocinera. Y luego aceptó con justicia guardar luto por su
benefactora como si hubiera sido su tía de la misma sangre, repartió limosna y
siguió sintiéndose en paz. Aunque siempre se calló un defecto. Por no ofender a
su madre había aceptado que le echaran las suertes antes de casarse, cuando
entre tres partidos Meriem no era la primera opción y el jamás desobedecería la
voluntad de su padre. Las suertes señalaron a Meriem. Su padre se acostó
cansado y no volvió a levantarse entre los vivos, y así las suertes quedaron en
manos de su madre viuda y de su tío Abu, hermano menor de ella. Prefería no
pensarlo. O peor, prefería creer que un socio suyo en su primer negocio de
telas, un hebreo llamado Samuel, le había dicho una vez que las suertes vienen
de Dios y que no hay nada más que pensar. Ni que temer.
Y nada hubo que temer. Vinieron el otoño y el
invierno, los largos días de poca luz en los que los tejedores y sus empleados
se dejan los ojos pero acaban temprano la faena. Esos días grises que gotean
lluvia, cuando se apila la mercancía y se piensa qué hacer con ella. Las
mujeres entraban y salían, porque no hay invierno que tuerza los preparativos
de una boda. Ni tampoco invierno que no acabe. Dejó de llover, la niebla se
quedó tardía, luego se volvió rocío y apuntó el verde. Una tarde de jueves Billal anunció que el día siguiente volvería no sabía cuándo, porque cenaba con el gremio de
tejedores como cada primavera. El mismo día por la mañana Jamida se vistió como
quien va al mercado, besó en la frente a su padre y él sonrió.
-¿Más puestos que visitar?
-Sólo unas sandalias para seguir haciendo compras,
padre.
-¿Has gastado los zapatos? –Billal se reía-
-Mirando. Tonta es la mujer que compra sin gastar
suelas.
-Bien dicho –le cogió la cara entre las manos para
mirarla- Tu madre y tú sois el espejo y el honor de mi casa. Coge de la bolsa
con prudencia pero sin miedo, hija. Confío en ti. Y que las suelas sean recias
y de cuero bueno, podemos pagarlo.
-¿Amarillas? El color azafrán es más caro.
-Azafrán. La
primavera de la juventud sólo se vive una vez.
Cuando el padre salió de casa la cocinera estaba
esperándola en la puerta, y sin preguntar le echó un manto con capucha sobre
los hombros. No atendió a sus protestas mientras le ofrecía un té humeante, ni
dejó que tratara de hacerle zalamerías.
-No vayas al zoco: lo que pensabas comprar ya ha
sido comprado. No te quites el manto, sigue el camino que bordea la muralla, no
hables con nadie. Y no toques cosa alguna, ni comas nada que puedan ofrecerte.
Vete.
Jamida se dejó poseer por el misterio. Su madre no
había salido ni a las celosías del patio a despedirla. Los días de primavera
pueden ser engañosos, y antes de llegar a la puerta de la muralla ya había
visto el negro de las golondrinas a ras de suelo, y a las arañas plegando sus
telas entre los arbustos. El sendero de tierra era claro, pero la niebla empezaba
a subir desde el río: unos dedos blancos que borraban el mundo.
No podía perderse. Sólo había un camino pegado a la
muralla rojiza. Sobre ella se veía el alminar
de la mezquita del barrio, y la
veleta de bronce que remataba la posada. Del otro lado hasta el río alternaban
pequeños huertos, casitas de labor y un par de molinos. Y más allá estaba el
cementerio antiguo, con un jardín y un morabito.
Jamida seguía sus propios pensamientos mientras el
sendero bajaba. Fue el viento huraño quien la sacó de su soñar despierta. El
viento y el silencio. Ya no podía oír las ruedas de los molinos. La niebla
llenaba aquella hondonada y pronto borraría las afiladas puntas de los cipreses
del cementerio. No pensó en volverse. No tuvo miedo. El viento arreció, hizo
que cerrara los ojos y aturdió sus sentidos hasta que sólo percibió el manto
arremolinándose en torno a su cuerpo, la tela pesada, mojada, fría.
Nunca hubo mayor
duelo en el barrio que el que se hizo por Billal el tejedor. Prudente,
trabajador, buen amigo con las manos siempre abiertas, respetado por todos y
bendecido por los pobres. Piadoso, paciente en la desgracia y alegre en la
dicha. Nadie esperaba que muriera el día
en que volvió la gran niebla, aunque un anciano dijo recordar que una jornada
como aquella, treinta años atrás, Billal se había encontrado con Meriem en el
mercado de las telas y se había fijado en ella. Cosas que cuentan los que están
ya cercanos a la muerte, cuando sus recuerdos tejen tapices mitad soñados y
mitad sin sentido.
Lo único cierto fue lo que declararon sus
trabajadores ante el juez. Que Billal estaba con ellos, siempre tejiendo, y en
el descanso salieron fuera del taller como cada día, a tomar un bocado y beber
té caliente. Y el patrón miró la niebla, se puso blanco, se llevó la mano al
pecho y cayó, como fulminado por un rayo.
Nefasto fue el día
de la niebla. Un rayo hendió el alminar de la mezquita, otros hicieron mucho
daño en vidas y propiedades. Y uno más fulminó el morabito del cementerio
viejo, dañó las tumbas, quemó un árbol venerable y se cobró la vida de la
respetada mujer que vivía allí.
Llevaron a enterrar a Billal, lloraron por él y por
su hija que estaba en el mal sitio en la mala hora, como su madre declaró.
-No comeré nada, ni beberé nada que me ofrezcas.
-Te han enseñado bien. Mete la mano en esta cesta.
Saca una piedra.
-¿Esto es echar las suertes?
-Sí.
-Ofende a Dios.
-Si así fuera, no existiría la Kaaba. Es una gran
piedra, te lo han enseñado. Dios lo sabe.
Jamida sacó una piedra blanca. La vieja del morabito
tomó su mano, sin que su rostro revelara ninguna emoción. Más tarde, más
despierta, recordó sus visiones. Podía recordarlas. Dada por muerta, enterrado
su padre, apuntando el pleno verano. Reparado a costa de la ciudad el morabito
herido por el rayo, siendo ella la nueva ermitaña. La mujer velada.
Visitó a su madre en el mes de la cosecha. Meriem seguía
al frente de la tejeduría y de todo negocio, pero se había retirado a vivir en
la casa que le legó su tía. Cerca para controlar, lejos para ser controlada. A
su madre se lo contó. Todo.
-Era una anciana. Saqué una piedra de un cesto, una
piedra blanca. Dijo que la sostuviera en mi mano. No recuerdo la tormenta, ni
los rayos. Vi a Hazn, y a su padre muerto. El poeta ya no era poeta, era un
avaro, y me evitaba. Muchos hijos, muchas deudas. Como poeta se emborrachaba
emulando a Khayyam, pero como avaro contaba cada moneda y cada hijo varón.
Luego la vieja me dijo que podía elegir. Ser dueña de mi destino. O no.
-¿Has decidido?
-Madre, he sacado una piedra. Y vi las otras. La
roja, la negra.
-¿y qué lamentas, hija?
-Que la piedra blanca no está teñida de sangre, pero
tampoco lo estará de la mía. No gozaré, no me abrirán el virgo, no pariré
hijos, moriré doncella y seca.
-Eso son sueños. Y yo no te los he enseñado.
-¿Alguna vez elegiste tu una piedra, madre?
-Tu padre eligió una. La roja. Con ella, me eligió a
mí. Y luego lo olvidó, hasta que la niebla volvió para recordárselo. Fue un
hombre justo, un hombre leal. Lo respeté siempre, y ahora lo echo de menos.
Jamida suspiró:
-¿Qué haré en el morabito?
-Eso ya me lo contarás cuando dejes de llorar, de
sentirte desvalida y de intentar huir de lo que elegiste, hija. Las burras os esperan,
a ti y a la cocinera, que ha pedido servirte. Visitaré a menudo el cementerio, soy
una viuda piadosa.
Imagen: Wikipedia commons.
Un relato muy interesante. He disfrutado.
ResponderEliminarSaludos
Eres muy amable comentando, Ambar. Si has disfrutado, objetivo conseguido.Feliz fin de semana.
EliminarImpresiona y sorprende como muchas de las cosas que nos ofrece la vida. enhorabuena.
ResponderEliminarEl primer sorprendido he sido yo, que tenía una armazón concreta ,meditada, con otro 'intermezzo' y otro final. Pero a veces es mucho mejor darle la razón al relato y no imponer las propias. Gracias, Leonor.
EliminarGenial.
ResponderEliminarMuchas gracias por leerlo y comentarlo, Len.
ResponderEliminarMe ha dado impresión, no se por que. En serio.
ResponderEliminarTal vez porque se trata de otra cultura, de la que fuimos vecinos puerta con puerta pero hace mucho tiempo.
EliminarChapeau.
ResponderEliminarGracias, Sota.
EliminarA la vez parece muy familiar y muy inquietante. Voy a pensar que eso es parte de tu estilo.
ResponderEliminarParte ,sin duda. Gracias por leerlo, Juan.
EliminarQué excelente mezcla, bien vestida de cuento capaz de sorprender.
ResponderEliminarEsa era la intención literaria. Gracias por leer y comentar,Tolo.
EliminarCon la boca abierta.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fearn.
EliminarMe ha gustado mucho, siendo tan rara como es. Pero se lee de tirón,te picas.
ResponderEliminarMuchas gracias, Presentación. Por haberlo leído, y por comentar.
EliminarImpresionante.
ResponderEliminarMucas gracias,Juan Marcos.Me alegro de que te haya gustado.
EliminarMe parece fascinante.
ResponderEliminarMuchas gracias,Merit. Me alegro de que te haya gustado.
ResponderEliminarOtro gran relato Thorongil. Como no..
ResponderEliminarMuchas gracias, nosmanipulan.
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