Nunca hubo.




Siempre tuvo suerte, menos en lo personal. Sus padres habían emigrado antes de que ella naciera a una isla. Preciosa. Trabajaban en un hotel. Cuando terminó la escuela obligatoria ya habían dado la última puntada y brochazo a su destino. Trabajaría en el hotel, de limpiadora, como su madre. Alguna vez volverían al pueblo decentemente, con la cabeza muy alta y dinero sobrado para nunca más agacharla ante nadie.

No fue así. Tenía oído para los idiomas, que habían sido su casa dentro del hogar ficticio que era el hotel. Tenía mucho genio, decía su madre. Acabaría mal, el remate paterno. Puede. O no. Ganaba dinero. Poco. La academia nocturna no costaba mucho. Dormía menos de lo justo, eso sí. Ellos por fin regresaron al pueblo, honrosamente jubilados tras una fiesta menor para empleados fieles y menores. Muy bonita, eso sí.

Quince años más tarde nadie la hubiera reconocido, si hubiera vuelto ella misma. Lo fue dejando. De cartas semanales a mensuales. Luego, navideñas con los regalos que compran la culpa. Después no hubo culpa. Ni cartas, ni regalos, ni tarjetas de navidad. La isla se le quedó provinciana, estuvo en otros hoteles. Cada vez en mejores puestos. Había dejado aparcado lo personal, eso en lo que nunca tuvo suerte.

Buscó un compañero, y pareció ir bien. Mudó de apellido al casarse y tradujo su nombre del castizo Benita a un ‘Bless’ ambiguo, pero más sonoro. Se enfrentaron por un ascenso. Él ganó el puesto y ella la demanda de divorcio. Conservó el nombre, el apellido y la nacionalidad.

En realidad nunca hubo más. La época se le cruzó con las reflexiones que (¿por qué?) se supone salen de la nada a los cuarenta. Hizo cuentas y decidió inventarse la vida. Tal vez así desapareciera el hechizo. Lo fácil era convertirse en una inglesa en algún lugar playero español, dentro de una colonia de jubilados.

Muy aburrido. Inventarse la vida tenía que ser una gran apuesta, no un agujero para dejar pasar el tiempo. Y siempre hay que empezar por algún sitio. Uno bien sonado, para que ya no haya marcha atrás.

El pueblo entero no hablaba de otra cosa. De la guapa inglesa madura que había comprado la vieja casa vacía, más cerca del mar que de los vecinos. Trabajaron en ella, sin verla nunca. Contratados por un abogado, decían unos, o por un intermediario, o por un amante, o por el mismo diablo. Eso sí, el diablo pagaba. La vieron una vez, cuando compró el descarallado bote que se hacía ruinas en el puerto. Una mujer, más osada, charló con ella. Luego comentó que hablaba muy bien y se le entendía todo, que pensaba vivir en el pueblo, salir con su barca. Y poner una escuela de inglés. Y más cosas.

-¿Cómo le ha dado por ahí? –le preguntaron-
La mujer se encogió de hombros.

-Dijo que había vendido a un hombre por una barca, y que le había salido barato.





Imagen: Fondo de pantalla.

Comentarios

  1. ¿Inquietante? Si te apetece, ya me dirás por qué te lo ha parecido. Gracias, Ana.

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  2. A mí me gusta. Se sale de lo esperado.

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    1. Supongo que es eso, Lucas, aunque no lo había visto así. Se sale de lo esperado.

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  3. Y a mí me gusta. Porque no es lo que te imaginas, la historia de una fracasada.

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  4. Fascinante. Atrevido en el planteamiento, con una frase final para recordar.

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