Todavía podía oler los pábilos de los velones recién
apagados, el humo, la cera de abeja y el calor que los cuerpos habían dejado en
el coro. De columna en columna, de sombra en sombra, llegó hasta el muro y
desapareció dentro de él, cruzando una puerta estrecha camuflada tras un
estandarte que alguien dejara como exvoto muchos años atrás.
No necesitaba luz. Sacudió las ropas de burgués
acaudalado que ahora vestía y puso, como siempre, la mano en el muro. Fuera
haría frío. Era jueves.
Lo esperaban en una barca, cuatro remeros y dos
hombres discretos bien armados. Lo que cabría esperar de un burgués que navega
de noche por el Sena atento a sus asuntos.
Ahora oía sus tripas protestar de hambre. Llevaba
una peluca italiana con un mechón de canas elegante bajo el sombrero. Había
dado cabezadas en el coro mientras rezaba completas con el resto del
cabildo, y no estaba muy seguro de si su
sueño fue agradable o descorazonador. Era joven soñando. Estaba en un campo de
centeno antes de la cosecha, antes de saber quién era su padre, mucho antes de
ser tonsurado y llevado a París. De aquello hacía más de treinta años. Estaba
con la hija del molinero, haciendo planes de futuro. Ambos estrenándose como
hombre y mujer. Acababa de morir el rey Felipe, el tercero, el hijo de Luís el
Santo. El viento de octubre ondulaba el centeno, y las palomas se iban ya
buscando calor. El molinero había levantado dos molinos a cambio de cuidarlo
desde niño y hacer que fuera cada día a casa del cura, a aprender las letras y
los números. No miraba mal su interés por su única hija. Hacía sus cuentas, y
había sido un tutor simple, pero honrado.
Su única hija y él araron con sus cuerpos el campo
que en breve molería el molinero. No recordaba frío, ni nubes, ni lluvia. Sólo
las palomas yéndose. Eso había soñado.
Hacía frío. La barca le recordó a la de
Caronte, hundida en niebla blanca mientras se acercaban al desembarcadero de la
marisma. Detrás, enormes y afiladas, se levantaban hasta clavarse en la noche
las torres del Temple y su muralla. Y fuera de ellas, hasta rozar el pantano y el
río, hervía de luces mortecinas un barrio que era como un puerto franco. Nunca
dormía. De día, un inmenso mercado. De noche, un mercado inmenso.
Bajó con sus dos hombres. Cada uno llevaba un hachón
en una mano, y la otra disimulada agarrando la porra y el látigo de nervios de
toro. Era jueves, así que no había que preguntar nada. Al final de una calle cuesta
arriba estaba el mesón de la Magdalena. Dejaron salir a un par de clientes, y
vieron echar a otro en mitad de la calle, al albañal bien encauzado. Se levantó blasfemando, sin dejar un santo al que no nombrara. Apaleado.
El blasfemo ya subía la calle. Los ojos entrenados
para no tener nunca reposo vieron un cilindro de cuero en el desaguadero de
piedra. Los de sus hombres habían seguido los suyos, y se lo entregaron tras
sacudirlo un poco. Dio a cada uno una moneda, el mejor remedio para aguzar la
vista. Uno se quedó delante de la puerta, el otro torció el callejón para hacer
guardia en la trasera. Y él, ocultando el cilindro, entró sin hacerse notar
pero con la seguridad que da años de clientela.
Marina repasó con la mirada la mejor sala privada de
su casa. Mantel blanco, dos velones de bronce, los cristales emplomados de la
ventana claros de tanto frotarlos. Olor a limpio, baldosa roja cubierta de
plantas olorosas recién pisadas. El aguamanil con su toalla y un cojín mullido
sobre el centro del banco. Y la clepsidra. Marina no tenía apellido conocido,
aunque sí muchos nombres. Con respeto y en voz alta le llamaban doña, o el ama,
o la patrona. Bajando el tono algunos hombres y todas las mujeres decían La
Madre. En susurros, ciertos clientes ya canosos, Marina la Paloma, o la rubia
de Tortosa. Una vez un hombre de bolsa llena, de aquellos que tienen la lengua
más larga que el entendimiento, llamó a voces a Marina la hereje de Magalona,
la nieta de María la judía y la puta más grande de toda Francia. De aquello
hacía años. Acabó el escándalo como solía, con dos buenos mozos de la casa
cobrando lo bebido al deslenguado, ni moneda más ni menos, y luego arreándolo a
palos hasta el albañal de la calle. Pasó un mes, y una noche como otra
cualquiera la ronda del barrio lo encontró en el mismo desaguadero, muy
lindamente muerto y tan bien hecho el trabajo que dio para hablar meses.
Vinieron los justicias, enseñó Marina su contrato y sus cuentas, y concluyeron
que el bocazas debía haber ofendido mucho a algún físico o médico de respeto,
porque la tarea estaba hecha no a puñaladas ni con prisa, sino de manera tan
cumplida que fue en carreta el muerto al cementerio tan lindo como si fuera un
obispo. Y ya no se habló más. Ni en voz alta, ni a media voz ni en susurros.
Había sido jueves de mercado. La posada estaba
llena. Marina saludó al canónigo. La misma Marina de siempre, con su vestido y
sus tocas blancas de viuda, tan sólida como la gran casa de buena piedra y
mejores vigas de la cual era señora. Sin duda. Ella no servía a nadie.
Supervisaba a sus pupilas con palabras concisas. Amables sin familiaridades.
Marina sugería la cena sin demostrar preferencia, segura de que todo sería
impecable. Siempre lo era. El canónigo se lavó las manos, tomó asiento e hizo algo
poco frecuente. Preguntó a doña Marina si había cenado, rogándole que lo
acompañara si le parecía.
Marina no modificó el gesto. Tardaría un poco,
advirtió. El hombre no tenía prisa, solía beber una copa de vino o dos, cena
apresurada siempre es mala cena. La mujer inclinó muy poco la cabeza y sus dos
pupilas hicieron la reverencia. Cenaría con él.
Le trajeron en silencio el vino. El ruido de la gran
sala llegaba amortiguado, hacía compañía. Le parecía siempre alegre y lo
bastante discreto. Le gustaba la posada. La limpieza, el olor, el calor justo.
Era un refugio cómodo, seguro. Sobre todo, cómodo.
Recordaba al detalle la cara y las ropas del
borracho blasfemo. Lo que le llamó la atención fue la calidad del cilindro de
cuero que perdiera en la refriega. Lo sacó y lo abrió, curioso. Extrajo el
pergamino que guardaba. No era un asunto de tahúres ni un negocio de burgueses.
Pensaba enterarse de alguna novedad, porque saber siempre otorga ventajas y el
cabildo de Notre Dame no era precisamente un coro de ángeles. Casi empezaba a
divertirse imaginando sacar provecho de una noticia bien guardada cuando
palabras concretas saltaron a sus ojos. Leyó de nuevo, despacio, mientras una
parte de él deseaba reírse y los pelos de los brazos se le erizaban. Apuró la
copa del trago. Respiró hondo. No era una broma. Rellenó el vino y dejó que sus
ojos vagaran por el brillo de los cristales emplomados de la ventana,
calmándose.
Marina estaba segura de que no había negocio alguno
que tratar. Muy de tarde en tarde, el canónigo la invitaba a cenar. Cuando algo
le preocupaba. Hablaba cortésmente con ella, como si él mismo no fuera un
tonsurado sino un hombre de gran mundo, inteligente, conocedor de secretos y
miserias. Lo era, en cierto modo. Y ella hablaba con él como si fuera la mujer
que todo lo ha visto, la sabia y la poderosa. Lo era, en cierta manera. Los dos
inventaban un mundo privado durante unas horas, un mundo real y compartido,
pero ilusorio. Él no le hablaba a ella, ni ella a él. Cada uno le hablaba al
otro de lo que no podía hablar con nadie más. Y a los dos les sentaban bien
esas cenas larguísimas, parcas en comida, mediadas en vino, sosegadas. En
realidad, ambos se confesaban. Uno con otro. Se eran leales. Nunca se
absolvían. Y el juguete de los dos era la clepsidra. La que medía gota a gota
el tiempo que se concedían.
Doña Marina se hizo preceder por un mozo que
espabiló los velones, le trajo un cojín mullido y le ofreció otro aguamanil
para lavarse las manos. Se sentó, se acomodó y le indicó que se retirara. El
canónigo observaba el ritual, como siempre.
-Me haces un
gran honor, doña Marina, cenando conmigo.
-El honor es
mío, Eudes. Suelo ser más discreta, pero tienes la misma palidez de quien ha
visto la muerte llamando a la ventana.¿Puedo serte útil?
- ¿Recuerdas al borracho blasfemo que habéis echado
a la calle?
- No lo recuerdo, se quién es. Un correo, dicen que
de los más rápidos. Cuando desmonta bebe de más y busca pendencias. Se
llama Pierre sin apellido, un occitano de los que maneja el canciller.
Eudes volvió a sentir frío. Doña Marina
sirvió dos copas, y dejó pasar el tiempo. Le gustaba ver las inexorables gotas
lentas de la clepsidra. Imparciales.
-Lee esto.
-¿Se le cayó a Pierre?
-Sí.
-¿Es un comadreo para que seas Deán? No me
aburras.
-Lee.
-¿Por alguna razón de hombres, o de canónigos, o de
curas?
-Hay cosas que jamás te he preguntado, doña Marina.
Te las pregunto ahora. Mira el sello del Canciller. Y dime si sabes quién es
Guillermo de Nogaret.
Les trajeron una fuente .de verduras y setas. Y una
jarra a la que sacaron el lacre. Media hora, dijo la pupila, para tener en
su punto la cena. Mientras, Marina leía. Leyó dos veces, recordándolo todo.
Levantó el rostro.
-No es una broma.
-No lo es.
-Alguna vez hablamos de eso, Eudes. Inclinamos la
balanza y buscamos la buena vida. Ahora, parece ser, tenemos un día para que la
misma balanza no nos aplaste. Guillermo de Nogaret hará cualquier cosa para
lavar las cenizas de hereje de su abuelo. Cualquier cosa. Si creo en esta
carta, mañana mi casa no será mía, y yo no seré quien soy. No tenemos tiempo.
Piensa en quien quieres salvar.
-A ti.
-Necio, piensa. Tienes un hijo, y un día. ¿Cómo es
de despierto?
El canónigo resopló, contrariado.
-Es idiota.
-Nada que no se arregle con un buen garrotazo, Eudes.
¿A dónde huirías?
-A Inglaterra.
-Mal consejo. Detengámonos y pensemos. Quieres salvar a tu hijo. Lo entiendo. Pagaste y mentiste dándole
una carta que juraba que sus padres eran nobles sin mancha, y eso lo convirtió
en un caballero templario. No puedes enmendar la mentira.
-Todo es mentira.
-Claro que lo es, hasta que deja de serlo. No somos
responsables de lo que nuestros padres hicieron. Cenemos en paz. Luego, busca a tu hijo y haz que
venga a la Iglesia de la Magdalena. Y ahora, decidamos. Yo mañana no tendré
casa, tú eres un canónigo. Si te ves mezclado en este asunto, no doy un cobre por tu vida.
Tuvieron suerte. Doña Marina vendió, un poco a la
baja, su hacienda y su contrato al alba. Pagó y dio palabras de recomendación a
todos los de la casa. Antes de que se pusiera el sol gris del vienes trece de
octubre un joven iba en barca, con un chichón, dormido. Y faltaba en el coro un canónigo de Notre Dame. A esa hora habían
entrado en el barrio y en la fortaleza. El mundo se les había hundido, una vez
más. Pero algunos huyeron. Un viernes, trece de octubre de 1307.
Para leer la segunda parte, pinchad aquí: http://todoloquetienenombrexiste.blogspot.com/2017/03/la-marisma.html
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¿Por que no has contado otra historia? Me gusta pero pregunto.
ResponderEliminarSaludos, y gracias por tu comentario, ante todo. ¿Por qué no conté el centro de la historia, sino una de las mil posibles periferias? Elegí mirar al entorno y no al centro. Y una cosa que nos encanta a quienes escribimos es 'rellenar huecos posibles'. Puedes discutirlo, si te apetece. Seguro que algo aprendemos. Pasa un buen domingo.
ResponderEliminarMe gusta esa mujer, Doña Marina. Y me sorprende, porque los hombres no soleis escribir bien de mujeres.
ResponderEliminarA mí también me gusta Doña Marina. Cuando escribo no me planteo esas cosas, si es una mujer o un hombre. Intento que sea real, que tenga motivos, que se vea como se podría ver a un vecino. A veces sale mejor y otras peor. Gracias por leerlo, Presentación.
EliminarOtra de templarios...
ResponderEliminarPues sí, también. En ésta me quedé corto, por cierto XD
ResponderEliminarEs de las que enganchan. O cautivan.
ResponderEliminar'Cautivan' me gusta más XDDD. Muchas gracias por comentar, Juan.
ResponderEliminarFascinante. Para una tarde de nevazo.
ResponderEliminarUna tarde de nevada puede ser el marco más adecuado.Gracias por leerlo y por tu comentario, Merit.
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