Posada y espartería. Se llamaba así. No Casa de
Huéspedes, ni Pensión, ni Residencia para Estudiantes. Posada y espartería. Un
caserón vetusto, con más de un siglo a cuestas. De esos que se quedan
enquistados en las callejas traseras de un centro urbano. Para disfrute de
fotógrafos y desesperación de especuladores, que miden el gran solar con los
ojos sin poder comprarlo ni meter dentro
la máquina de la bola.
Por tener, tenía hasta fantasma. Pacífico, sin
sábana ni cadenas, y más de los años veinte que medieval. Acorde con el
decorado. Los estudiantes se iban a casa para Navidades –no todos, la mayoría-
aunque quedaban los trabajadores, y los de paso, y los propietarios de la
Posada, que ocupaban el bajo como vivienda y también como comercio. Una
espartería, claro.
Era fin de año. Ya había anochecido, y ya estaba
preparado el plan. Las uvas viendo la Tv en la sala común. Una Tv panzuda,
añosa, en blanco y negro, que respondía de maravilla a las palmetadas o los
reniegos para sintonizarla bien. Antes cada quien aportaría algo: una tortilla
de patatas, embutidos, queso, croquetas. Caldo, que llevaba en el fogón muchas
horas. Y una olla tamaño de las de las calderas de Pedro Botero, lista para
echarle el conjuro y hacer una queimada. A lo bestia. A esas horas nos habíamos
despachado bien de birras, y cada mochuela y mochuelo estaba en su habitación.
Vistiéndose de bonito, o disfrazándose, o preparando alguna broma.
Me aporrearon la puerta, que era de madera, de dos
hojas, y sonaba como los tambores de los almorávides. Para bromas y pavadas iba
preparado, pero quien aporreaba ya todas las puertas del pasillo era mozo serio
y poco bebedor. “Está ardiendo la casa del obispo”, dijo. Joder, qué guion.
Pero le creí, salí y lo miré. “Será el Palacio, la Curia… ¿No?”
La respuesta nerviosa contenía más blasfemias que
palabras. Cierto que estaba cerca, y cierto que si algo arde en el casco
antiguo de una ciudad, podéis jurar que será lo más viejo. Casas con mucha
madera anciana y seca, mal acceso para camiones de bomberos, mal rollo. Y el
viento soplaba igual que en los tubos de un órgano. Helado, aullador y sin
amainar.
Allá nos fuimos la cuadrilla, por las callejuelas de
pocas farolas y mucho frío. El resplandor rojo se veía en el cielo bastante
antes de llegar. Y como cada uno tiene sus locuras, apretando botas pensaba yo
“El archivo. La Biblioteca de la Curia.” En seguida dejé de pensar en eso para
cuidarme de asuntos más mundanos. El techo había reventado. Literalmente. Volaban
pedazos de tejas y trozos de metal, que si te dan te hacen una buena avería.
Tener que ir a urgencias la noche de Fin de Año es una de las peores ideas que
pueden pasarse por la cabeza, de modo que iba como en las pelis del Vietnam,
con cien ojos y acojonado.
Ardió la noche entera. Han pasado muchos años, pero
sí me creo que fuera un cortocircuito en una instalación eléctrica sin revisar,
justo la noche en la que nadie se queda allí. Vale, el guardia. Quien, como
prudente, cuando se vio envuelto en el infierno salió a escape, llamó a los
bomberos, y más no podía hacer.
Las imágenes se te graban para siempre, porque al
principio parecen irreales. Un palacio arzobispal ardiendo como una hoguera de
herejes. Tejas disparadas, barrotes de ventana retorciéndose, vidrios
estallando. Todo eso en una noche de escarcha sin misericordia, con el viento
llevando de un lado a otro las brasas y las hachas y los cañones de agua de los
bomberos. Lo piensas. Si algo aún no ha ardido acaba de perderse, borrado por
un diluvio de agua a presión.
Las imágenes no huelen. Olía a madera, a muy vieja y
seca madera astillándose. Crujiendo. Vigas reventadas, y telas con polvo,
imaginadlo: las cortinas del arzobispo, los muebles, las alfombras. La escalera
de roble, los artesonados. Y la biblioteca.
Volaban, erráticos, trozos negros de papel. De
pergamino. De cuero de lomos de libros. Cogí alguno, al azar. Tres letras
cursivas en pluma, de algún anónimo y ratonil secretario atareado. Medio trozo
de caracteres de imprenta siglo XVI. Algo ya irreconocible. No creo en el
Infierno. Nos sobra con éste. Pero jamás he olvidado el olor.
La juventud tiene piel de elefante. Antes de que nos
echaran a las malas, nos fuimos. Hubo disfraces, matasuegras, cena común, un
par de guantazos a la Tv para sintonizarla, y una queimada con conjuro de las
que te dejan arreglado lo que se dice bien.
Las imágenes no tienen olor. Bien imaginó Umberto
Eco, si es que alguna vez no vio con sus propios ojos –como yo- arder una
biblioteca.
Pone un poco los pelos de punta. Si pasó realmente ¿que fue de la biblioteca?
ResponderEliminarPasó de verdad. El archivo se quemó. Y el edificio tardó años en reconstruirse.
ResponderEliminarImpresionante.
ResponderEliminarLa juventud tiene piel de elefante. Y entonces yo preferí verlo como estar dentro (mejor dicho, fuera) de El nombre de la rosa.
ResponderEliminar¿La foto es del incendio?
ResponderEliminarSí. Una imagen del periódico local (en B/N) a los dos o tres días, cuando desescombraron...más o menos. Un desastre.
ResponderEliminarTuvo que ser extraño ver eso.
ResponderEliminarMuy extraño. Pero a mí me pasan cosas extrañas. Gracias por tus comentarios, Len.
ResponderEliminarQué movida y que ruina tuvo que ser.
ResponderEliminarSe perdió el archivo de la curia, los artesonados y cuanto era de madera (muebles incluídos), la rejería de forja exterior e interior, la gran escalera y los cuadros. Pero, cuando sucedió, yo lo ví en primer lugar como una ventana a otra época. No hay medievo sin incendio de los de traca. Más tarde viene hacer inventario y lamentarse, pero no cuando estás allí, fascinado por las llamas, esquivando tejas y pavesas, viendo llover minúsculos trozos de papel carbonizado.
ResponderEliminarNo lo había leído. Impresioanate.
ResponderEliminarLo fue, desde luego. Bastante impresionante. Como para tener pesadillas más tarde.
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