Nuestra casa es pequeña. Ir de un lado a otro se
reduce a pocos pasos. Descalzo, para no hacer ruido. Tampoco cerramos las
puertas. Dejando aparte la obvia, la puerta de entrada, sólo hay tres más.
Suelo verla, a la hora más fresca. La hora de luz
aún sin definir que antecede al alba. Duerme. Es verano. Con muy poca ropa, o
sin ropa. Bocarriba, bocabajo. Agarrada a la almohada o peleada con ella, eso
depende. Con rostro sereno o con el ceño fruncido. Con un pie fuera de la cama,
a veces. Con el pelo muy oscuro de punta, puede ser. Salgo del baño como un
sioux de caza, pisando mis propias huellas, y me detengo. A mirarla. A oler el
perfume que deja una noche de sueño bueno o malo. No huele lo mismo. Sonrío. Es
un momento privado. Veo y no me ven. Miro. Observo.
Los humanos de la época en la cual nací y vivo somos
gente rara. Tenemos obsesiones extrañas. Y si mis obsesiones no se parecen gran
cosa a las comunes, a menudo te quedas sin palabras y te callas. Una vez fuimos
niños, ella también. Yo no la conocía, pero me cuenta sus historias y reconozco
las marcas. Las marcas en el cuerpo. Una de triciclo por una escalera que yo
nunca vi, aunque veo el dibujo ya muy borrado en la frente. Otra de bicicleta,
estamparse con una bicicleta es algo que nos ha pasado a mucha gente. Otras más
severas, cada una con su historia. Tenemos cicatrices. Las cicatrices son como
las páginas de nuestro libro personal, los capítulos que nos hacen únicos y
diferentes.
Ella es así, y me vuelvo a enamorar cada vez que la
veo con almohada o sin ella, fruncido el ceño o beatífica, dormida o despierta
(y tarda mucho en despertarse del todo, conste). Cada vez que hago el sioux, y
acrobacias para no hacer ruido yendo al baño y no despertarla. La vida está
hecha de detalles, de instantes. Y de cicatrices. De dibujos únicos, como
espirales infinitas que seguir con los dedos.
Imagen: Pozo de la Quinta de Regaleira, Sintra, Portugal. Wikipedia, Creative Commons.
Imagen: Pozo de la Quinta de Regaleira, Sintra, Portugal. Wikipedia, Creative Commons.
Me ha impresionado. A los hombres os cuesta expresar lo que sentís. Igual a los escritores no.
ResponderEliminarSaludos, Ana: La verdad es que nos han enseñado a no expresarnos nunca. El tiempo que cada hombre tarda en darse cuenta de la memez y echarla por la borda es lo que varía. Puede ser largo. XDD
ResponderEliminarPues tu no te cortas mucho. Me encanta el relato.
ResponderEliminarGracias, Chelo. Procuro no cortarme XDD
ResponderEliminarQué mala fama tenemos ¿Eh?
ResponderEliminarInfundios. Todo infundios...XDD
EliminarA mí me gusta. Y que los hombres no hablamos lo mismo es que las mujeres hablan más deprisa, y alguna vez o nos dejan meter palabra de canto (Alodia lo va a leer, Antón se llevará un capón jaajjaja)
ResponderEliminar"Antón se llevó un capón" XDDD. Mira que decir 'no nos dejan meter palabra ni de canto' es por el motivo por el cual te caerá el capón. Siempre se puede decir...'Ten paciencia, que lo mismo yo voy más despacio, y lo hablamos'.
ResponderEliminarNota: el donativo por el buen consejo es una receta tuya que nos des XDDDD
ResponderEliminarAcertó. Antón se llevó un capón. Y sólo uno, porque todavía me acuerdo de la receta del Viernes Santo y eso suma puntos XDD. Tú pareces menos bocazas y más sensato, Thorongil, o más veterano en caponazos.
ResponderEliminarNo sería un capón muy fuerte (espero)...
ResponderEliminarLos relatos de amor sólo dedicados a la belleza perfecta acaban dejándonos la idea de irreales. La belleza es otra cosa. Tu lo apuntas, me ha encantado.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarPrecioso. dice mucho de ti y de vosotros.
ResponderEliminarEs cierto, dice mucho. Gracias por tu comentario, Lucas.
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