Me los encontré tres veces a lo largo de 41 días.
Eran eso, tres tristes tigres malhumorados dispuestos a pelear entre sí porque
sí. Hacían el Camino de Santiago, y resultaban tremendamente llamativos. La
abuela casi tan enlutada como los dibus de Forges, fuera de lugar. La hija
treintona y cabreada, como pensando en qué negra hora se había metido en
semejante tremedal y locura sin excusa. Y el niño así como de unos doce,
impertinente, pasota, urbanita y tan tirano como sólo lo puede ser un niño
furioso.
"Estos tres se vuelven a casa, no doy por ellos un céntimo",
pensé, malhumorado a mi vez por los interminables rezos de la abuela, el ceño
fruncido de la hija mirando en torno a ver si cazaba un hombre -mal cazadero,
aquel- y en especial por los berrinches del mozuelo, que ganas me daban de
ponerle rojas las orejas de una pescozada. Y como me conozco cuando me meto a
arreglar vidas ajenas, y suelo salir desollado como un San Bartolomé, apreté
botas y me distancié de ellos. Eso es fácil, si sabes algo de cómo hacerte
"invisible."
Unos
200 km más tarde coincidimos de nuevo. Habían cambiado. Quizá yo también, pero
no es tan fácil verse a uno mismo. Ahora la abuela había recobrado su acento
extremeño, sus capacidades, y su autoestima (podría decirse que su
"mujería", aunque en español es una errata decir eso, ya). Iba
delante, sin bastón. Rezaba menos y contaba más. Reconocía cada planta, cada
árbol; olía el viento, sabía dónde estaba. De rémora estúpida se había transformado
en capitán de la partida. Y no fallaba.
A la
hija se le habían puesto las mejillas coloradotas, y había perdido algunos
kilos sin ir al gimnasio. Ahora ya no se fijaba tanto en remedar el acento
urbanita de Barcelona, ni se maquillaba, y se había comprado una pamela de paja
realmente horrorosa, pero que le tapaba el sol. Ya no renegaba del poco género
que hay en las tiendas de pueblo, y encima nada light. Caminaba ocho horas al
día, tenía más hambre que Carpanta y no gruñía. Hasta sonreía, alguna vez.
El
niño no llevaba sus eternos cascos de música, esos que dicen "paso de todo
y de todos, voy a mi carallo de bola y os ignoro." Ahora andaba con las
orejas abiertas, y como nene de ciudad, videoconsola, metro o bus urbano y
actividades extraescolares y mucho sofá y mando a distancia, y mucho
microondas, la vida le estaba pasando factura. Tenía ampollas en los pies. Eso
duele. Y si no se tratan bien, como andas cada día, te incapacitan. Pero ya no
deseaba volver, ahora era la aventura de su vida. Así que ni abrió el pico ni
dijo nada cuando se las curamos. Por una vez aguantó el tipo como un adulto,
dio las gracias por la cura, y dejó a su madre y a su yaya flipando.
Volví
a verlos en Santiago. En la Misa del Peregrino que (misa o no) forma parte de
un ritual de mil años. La abuela de domingo, más o menos, con su Compostela en
la mano. La hija sonriendo. Sin la pamela, afortunadamente. Y el crío alucinado
con tanto incienso de botafumeiro y tantas gentes y lenguas. Ahora sí tenía
cuentos que contar. Y los pies duros, como buen caminante.
Nunca
supe cómo se llamaban.
Imagen: Privada. Patio del Albergue de Peregrinos de Hospital de Órbigo, León. Creative Commons.
Imagen: Privada. Patio del Albergue de Peregrinos de Hospital de Órbigo, León. Creative Commons.
Cuando escribes es muy difícil saber qué parte es "real" (o vivida) y cual has elaborado de otra manera. Pero sin hacer apuestas, ésta engancha.
ResponderEliminarTodo relato es una mezcla. O el recuerdo de una experiencia con la ventaja de poder hacerle pequeños o grandes retoques.
EliminarMe lo creo de punta a rabo. Las personas cambian mucho cuando no estan en su lugar de siempre, en lo conocido y lo seguro.
ResponderEliminarYa lo creo: en especial cuando ya no están seguras...o cuando comprende que la seguridad no existe, es una falacia imposible y un timo.
EliminarQue bonito es. No lo había leído. Debiste observar mucho a esa familia porque te llamó la atención ¿no?
ResponderEliminarLa primera vez los observé porque me resultaron gruñones, molestos y fuera de lugar. Los observé para saber justo por qué me molestaban tanto y por qué se comportaban así. Luego me alegré por ellos. No se que querían encontrar yendo a Santiago, pero no tengo duda de que volvieron mejor que habían salido.
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