Las formas de Galicia casi
siempre parecen suaves, excepto cuando llegas al borde del mar. Suavemente
adormecedoras. Subes, bajas, subes. Colinas, o eso te parecen. Te engañas.
Cuando el sol sale, te confías. Cuando llega la niebla no te tomas en serio que
puedas perderte en ella. Si llueve lo
das por supuesto. Si el viento te azota, oliendo salado demasiado tierra
adentro, casi te parece una anécdota. Galicia no es lugar para turistas con
mapa, ni para peregrinos que ya creen haberlo superado todo. Es un desafío.
Extraño, suave, viejo, de los que susurran al oído
.
.
Sabía entonces que aún existen
bosques abigarrados. Muy pocos, y ninguno como los que nos cuentan los libros.
Pero yo había estado en bosques antes, mucho antes del Camino a Santiago. Al
fin y al cabo, domésticos. O asediados. O con claros límites.
Ahora estaba seguro de que los
bosques me seguían. Cada vez que miraba atrás me rascaba la frente. Me seguían.
Se iban cerrando tras de mí. En una colina más alta, me paré y miré en torno
mucho rato.
¿Qué era lo extraño?
Lo extraño es que era cierto: los bosques me seguían porque habían avanzado. Miré. Ya no había cortafuegos, aquellos caminos blancos
desmontados que diez o quince años antes se veían tan claros como marcas de garra
partiendo el verde de los montes. Habían desaparecido. Estaba demasiado lejos para poder apreciarlo a simple ojo, pero sobre
los cortafuegos había crecido un
sotobosque cerrado, y apuntaban árboles jóvenes. Los más cercanos no tenían
quince años. Nadie había desbrozado veredas ni limpiado, ni retirado ramas
muertas. Empezaba a parecerse a un bosque de veras, a un bosque no tocado, a un
lugar con un poderoso olor a humus donde las hachas eran un recuerdo. Sin duda
la memoria de los árboles es muy larga. Pero su capacidad de recuperación puede
ser inquietantemente breve.
Me gustan los árboles, me
gustan los bosques. No me sentí un intruso, porque no era un intruso. Pero, a
veces, podemos oír el susurro de lo que es más viejo que nosotros. Nos provoca
extraños sentimientos. Miedo no tenía, ni razones para tenerlo. Todavía.
Los bosques también son
esquivamente engañosos porque difuminan la luz, y yo iba buscando mi siguiente
parada. No diré como se llamaba el pueblo. Bajando, así visto desde arriba y en rasante, creí que a carallo eran ruinas. No, humeaban dos chimeneas. En pleno
julio. El sendero se borró. Había barro, tras el barro más barro, luego un
arroyuelo y luego cuatro casas. Contadas, no hay que ser muy listo, me sobraba
un dedo de los cinco de la mano. Miré. Ni espadaña ni camposanto, algo de veras
raro en Galicia. Total. La alfombra voladora no iba a pasar por allí, de modo
que a la aldea, y que Dios reparta suerte.
Una sola calle. Vi a una nena.
Saludé, me saludó, me seguía mirando –lo normal- no me quitaba ojo. Sí, yo iba
a Santiago. Ella parecía sacada de una película en blanco y negro de los años
cuarenta del siglo XX. Pero eso no implica dejar de ser amable. Supe el nombre
de la aldea, y me dijo que eran siete. Seguí adelante. Tan desencaminado no
iba. Dos chimeneas humeaban, pero pertenecían
a la misma casa. El resto se iba confundiendo con la sombra y la
neblina, pareciéndose al color del barro. Balcones como esqueletos de metal
oxidado, puertas fuera de sus goznes, ventanas cegadas, tejados de tejas rotas.
Musgo resbaladizo.
Testarudo, seguía buscando el
referente de la Iglesia aunque fuera una ruina más. Una torre caída, una
espadaña sin campanas, un muro de piedra, algo reconocible. Al menos el
inevitable camposanto lleno de jaramagos de la más diminuta aldea gallega. Nada.
El viento giró de golpe al
noroeste y llegó casi frío. Ahora se oía agitarse las ramas de los árboles
cercanos raspando en las esquinas vacías de la aldea. Otra criatura se acercó.
Esta vez un niño, o una réplica casi exacta de la nena de antes. Me indicó que ahí mismo estaba
el albergue, tras el robledo, en la punta del pueblo. Muchas gracias, chaval.
Había un albergue, sí. Uno de
esos impersonales que levantan las comunidades autónomas. Pared con pared de
una especie de venta o posada o taberna para comer algo, comprar cosas muy concretas de
primera necesidad, y calentarse –en julio- en una discreta chimenea.
El sol se puso temprano, a
lomos de una niebla que bajaba de los montes y lo devoraba todo. Húmeda,
blanca, espesa. Supe que el matrimonio de posaderos cerraba al caer la tarde. Ellos no dormían en la aldea.
Fuimos pocos los que allí
hicimos noche. Salí a eso de las once a fumar, al robledo. Los pies de
los robles ya no se veían; aunque no llovía la humedad goteaba desde las
hojas verde oscuro, y el silencio era total. Hacía frío. De regreso al albergue
se atrancaron puertas y ventanas, y la noche entera aulló el viento.
El alba resultó aún más
inquietante, porque no alcanzaba a ver más allá de tres metros la vereda. Bajé despacio, y un rato más tarde di en otra
aldea con taberna, para una tostada tamaño suela y un café con gotas. Así supe que
la de arriba tenía meigallo de tralla y de antiguo, tanto que ni ermita
tuvo jamás, ni tampoco cementerio. Oí unas cuantas historias siniestras,
contadas con ese tono bajo y esquivo, malévolo, con el que la gente se refiere
al vecino maldito. La niebla no levantaba.
Seguí ruta. Por cierto, éstos si
tenían espadaña, modesta ermita, y su camposanto. Curioso, también. Extraño,
porque los cementerios de Galicia son escasos de parroquianos, sus muros apenas
muretes muy bajos, y suelen estar todos juntos digamos que en cierto desorden.
Allí no. A un lado había tres cruces. Como las otras, pero aparte.
Eran siete, me había dicho la
nena. Ya. Sus padres, ella, su hermano, y los tres sepultados abajo.
La Galicia profunda...
ResponderEliminarMuy profunda, la verdad.
ResponderEliminarEs muy inquietante. Muchísimo.
ResponderEliminarLo era, Fearn. Muy inquietante, muy extraño.
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