Les dieron tantos nombres que, al final, nos
confundimos. Viudas, enclaustradas, buenas mujeres, terreras, tejedoras,
beatas. Podían ser cualquiera de esas cosas. O ninguna de ellas.
La misma palabra oficial, beguinas, resulta dudosa. Algunos
estudiosos opinan que deriva de un tal Lambert le Begue, sacerdote en Lieja en
torno a 1170, que predicaba a las mujeres para que se asociaran libremente en
una comunidad mitad religiosa y mitad laica, sin pronunciar votos ni someterse
a la autoridad de la Iglesia. Otros prefieren sostener que deriva del sajón
‘beggen’ (rogar, orar), e incluso se hizo hincapié en que la palabra puede
proceder de albigenses, o cátaros. La disputa continúa, sin haber llegado a
conclusiones consensuadas.
Las beguinas aparecen por vez primera en el entorno
de Flandes, en el siglo XII, y desde ese foco se extienden deprisa y con éxito.
Su movimiento es uno más de los que pretenden renovar la espiritualidad
volviendo a la sencillez evangélica. Sin embargo, va a centrarse en el ámbito
urbano, en las ciudades hacia las que tantos huyen para librarse de la
servidumbre feudal. Para ser libres.
Sin duda lo más significativo es que se trata de
mujeres. Mujeres que viven juntas, trabajan, ganan su salario y se dedican a
obras caritativas concretas y necesarias. Enseñar un oficio a niñas, visitar y
ayudar a enfermas, crear una red femenina de solidaridad y ayuda mutua. Algunas
beguinas proceden de familias gremiales o de comerciantes, de la baja nobleza
urbana, de los funcionarios locales. En ese caso encontramos casas mucho
mayores, parte de la dote o la herencia de la beguina, que se convierten en
pequeños hospitales para ambos sexos, usualmente vecinos a una parroquia. Pero
nunca profesaron votos monásticos, ni había entre ellas una superiora. Iban a
misa cuando había que ir. El resto de sus devociones, lecturas y conversaciones
las tenían en la casa a puerta cerrada, entre ellas. Al ser propietarias de la
vivienda común, y cada una de su salario, pertenecían a la sociedad civil y al
tejido económico de la ciudad sin ninguna dependencia externa. Cerrando las
puertas cuando todos las cerraban, se mantuvieron al margen de la maledicencia
y la sospecha de actividades deshonestas. Cuando alguien pedía por caridad le
daban de la olla común, lo que evitaba dar que pensar en qué comían y bebían.
Eran libres, disponían de su dinero y sus
propiedades, y eran necesarias. Su red de venta en el mercado semanal jamás
(que sepamos) motivó una queja, ni un pleito. Se las respetaba. Una de sus funciones
más significativas es la que ha dejado mayor cantidad de testimonios escritos.
Intermediarias entre la vida y la muerte. Muchos ciudadanos, mujeres o varones,
hacían poner por escrito que querían que las beguinas se ocuparan de ellos en
su última hora. Si no tenían familia los llevaban a su hospital, y si la tenían
acudían a la casa. Primero cuidaban de la salud, si algo se podía hacer. Si no,
se encargaban del bienestar del moribundo sin dejarlo nunca solo. Luego lo
lavaban, amortajaban, velaban, y acompañaban al entierro. Esa función fue
ganando respeto. Y poder. Sabemos que en más de una ciudad apelaron a las
autoridades para que se les permitiera encargarse de los cuerpos de los
ajusticiados, y darles sepultura. Y la apelación no se basaba en razones
piadosas, o no en primer lugar. Advertían a los justicias de que dejar ‘como
ejemplo’ cuerpos muertos y podridos en la plaza pública sólo traía moscas,
malos olores, ponzoñas y enfermedades.
Había tejedoras. Tejer era algo muy común en la Edad
Media. Si la casa era grande y abarcaba un huerto, había labradoras.
Lavanderas. Curtidoras. Sastras y costureras. Escribanas (tenemos noticia de
muchas) que ponían por escrito testamentos, mandas, documentos. Zapateras
remendonas, abarqueras, cesteras. Comadronas. Comerciantes al por menor.
Al igual que se entraba en la casa, se podía salir
de ella. Muchas beguinas, en especial las huérfanas educadas por ellas,
decidían casarse. Otras se iban a un convento regular. Durante las horas
diurnas, cuando todo está abierto y se dan comidas o se hacen negocios, los
hombres podían entrar en la casa libremente. Sin sobrepasar el límite de la
libertad de ellas, eso se sobreentiende. Sabemos de un pleito que se falló a
favor de las beguinas porque dos mozos con unas jarras de más entraron diciendo
que querían comprar abarcas y salieron molidos a palos, dos borrachos contra
veinte sobrias. Y pagaron la multa. Eso sí, a cambio las beguinas les
compusieron las costillas rotas. Quid pro quo.
Luego cambiaron los tiempos. Lo necesario se volvió
sospechoso. Se estrenó el siglo XIV, y el Papa Clemente V las condenó por
‘extender herejías’. Fueron obligadas a entrar en órdenes femeninas regulares,
sus bienes inmuebles confiscados y sus libertades anuladas. Y ya en el siglo
XVI se las acusó de herejes luteranas, y se encendieron las hogueras.
Lamentablemente, esto también había que contarlo.
Bibliografía.
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http://centrodeartigos.com/articulos-revista-digital/contenido-revista-27422.htmlhttp://www.ub.edu/duoda/diferencia/html/es/secundario1.html
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http://www.nodo50.org/mujeresred/historia-beguinas.htmlhttp://www.flandes.net/fileadmin/files/pdf_y_infosheets/CampanariosyBeateriosenFlandes.pdf
Imagen: Propia, con la misma licencia del Blog.
Me gustaría saber más de esas mujeres. ¿Puede ser?
ResponderEliminarYo he investigado y le he enviado a Fearn cosas. Gracias por poner un tema que ni se conoce ni se habla de el.
ResponderEliminarSe habla de ese tema: más en Francia, Holanda y otros lugares. Muchas gracias por haberte interesado.
ResponderEliminarMuy interesante.
ResponderEliminarGracias, Lucas. A mí también me pareció realmente interesante.
ResponderEliminarEs muy interesante. También las acusaron de cátaras.
ResponderEliminarSí. El catarismo fue uno de esos baúles de sastre donde meter (y eliminar) a todos los que molestaban. Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarQue buen artículo. ¿De dónde es la foto?
ResponderEliminarEs la casa de beguinas (aunque ahora le llaman 'de beatas') del pueblo de Salvatierra (Álava)
ResponderEliminarSin ninguna duda. Una salida más -entre las posibles- para conservar y administrar el patrimonio personal. Es una historia fascinante y poco estudiada, que puede dar luces sobre muchos ámbitos de la realidad.
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