El viento de la Torre Roja.


 

Jerusalén, 14 Julio de 1179. Dos horas después de anochecer.


El vendaval llevaba aullando tanto tiempo que le latían las sienes. En realidad todos parecían espectros, fantasmas borrosos: el Cincuenta, o el Jamsin, o el soplo del este viene cargado de arena y polvo, desdibuja el mundo. A algunos los dejaba abotargados, indiferentes. A muchos otros los volvía violentos. El viento de los locos, lo llaman también así.

Se agachó para coger el odre que estaba en el suelo, entre ambos. El manto de Ari colgaba a su espalda como un estandarte muerto. Las viejas losas de piedra todavía estaban calientes, lo notaba a través del cuero de las suelas. Con los rostros quemados miraban al norte porque estaban de guardia, no porque hubiera nada que ver.

O no. Entrecerró los ojos. Una luz acababa de encenderse en la cima de un minarete. Clara y muy quieta. Tras ella se prendieron otras,  al menos media docena. Asintió, haciendo cuentas, mientras la voz de su compañero sonaba tan reseca y áspera como la de un grajo.

-Buenas pantallas han de tener para que no se les apaguen las lámparas.

-Es luna creciente. Ha empezado el Ramadán.

-Mala época para pasar sed. Mira fuera de la ciudad, Guillermo, las aldeas y las majadas también encienden hogueras. Como si no hiciera bastante calor ya.

Entonces sucedió. De improviso, casi ensordeciéndolos. El cincuenta dejó de soplar tal y como había empezado dos meses atrás, a traición, sin amagar ni anunciarse. Sobre la ciudad descendió un silencio absoluto. Y después sintieron cambiar el viento, darles en el rostro y en el hombro izquierdo, hincharse el lino de los mantos, flamear los estandartes en la explanada.

-Muchas más hogueras se ven en los campos, Guillermo. Total, el hambre y la sed serán mañana, no esta noche.

-Cierto.

-Me recuerda a los funerales de mi madre.

-El funeral, querrás decir.

-Los funerales. Dos. El de las hogueras, el segundo.

-Cuéntame eso. Si quieres.

-Es largo.

-No más que una noche de guardia.


Quienes llegaron como pobladores a Islandia fueron gentes duras, rebeldes, huidas. Desde siempre habían vivido según sus leyes, en granjas hostiles por el frío, en tierras que daban poco. Saliendo a vikingo cada año. Luego un poderoso se hizo rey, se bautizó y quiso ordenarlo todo como era en otros lugares. Así que muchos decidieron marcharse y seguir viviendo como sus antepasados, como siempre. Y acabaron en Islandia.

Aunque no todos venían de las mismas tierras: otros acudieron tras haber conocido antes islas distintas, Irlanda por ejemplo. Esos eran cristianos y leídos. De una familia así descendía el padre de Ari.

La madre no. Hija y nieta de escuderas, resultaba un buen partido. Aunque sus tierras estaban al norte de la isla de Islandia, era hija única. Todo sería suyo un día. De un modo u otro llegaron a un acuerdo. Su padre no salía a vikingo, era uno de los sabios del Consejo. Un hombre muy respetado, bastante pacífico para ser islandés.

Ari recordaba a su abuela y a su madre. Los veranos en las granjas, los cuentos cien veces contados, las fiestas, las hogueras del solsticio, los juegos. Su madre murió cuando él todavía no era un hombre. La enterraron tras decir misa.

Pero tres noches más tarde, sin que nadie lo supiera salvo unos pocos, la sacaron de su tumba y la llevaron al norte. Allí tenían ya preparada la pira y el ajuar, sus armas y sus mejores ropas de escudera. Y la abuela y él y algunas primas llevaron las cenizas al bosque y más allá, a una cueva en la ladera de una colina verde. En la cueva brotaba una fuente de agua caliente, y había una piedra casi sin forma. Allí se hizo el segundo funeral. Y hubo cantos, lamentos, libaciones y muchas hogueras.


Guillermo no dijo nada. Intentaba imaginarlo. La pira, el ajuar, la cueva con su fuente, la piedra antigua. Al final Ari sonrió.

-No te preocupes. Según con que luz la miraras, la piedra recordaba a una de esas viejas estatuas gastadas de Nuestra Señora, las de color negro. 

-No me preocupo. Eso sí, de esto mejor no hablar con nadie más.

-Me gustaría saber qué piensas tú. 

-Hemos visto muchas cosas, Ari. ¿Cuál es verdad? Tal vez todas.

-Eso tampoco lo digas.

-Puedes jurarlo. Y ahora vamos a hacer como que trabajamos, crucemos la explanada al menos...¿Quién sube, ya casi de día?

-Tu escudero Basurde, y el sargento Tomás hispano...

Venían con mucha prisa. Les saludaron, Basurde atropellado con las noticias.

-Las señales de las almenaras dicen que el viento ha traído barcos hasta la costa -empezó- Y que la nave capitana trae el estandarte de la Torre Roja. 

-Arnau -Guillermo miró a Ari-

-Entonces Saint Amand ha muerto. Eudes, en Damasco.

-A ver de qué os enteráis discretamente -pidió Guillermo- Al descuido, sin que parezca que os importa ni que sabéis nada. Luego nos vemos. Y a ratón ni palabra si os lo cruzáis, ya sabéis que bocaza tiene.

Saludaron de nuevo y desaparecieron sin ruido. Ya era el momento fresco de la falsa aurora. Ari contuvo la risa.

-Paró el Cincuenta tras casi dos meses, y ahora llega Arnau. Igual nos cambia la suerte.

-Lo que no sabemos es si para bien, o para mal.

-Arriba ese ánimo. Qué hambre tengo, por la santa Virgen...

-¿La de tu cueva?

-Qué gracioso eres.




Imagen Wikimedia Commons.




Comentarios

  1. Muy buen relato Enhorabuena Guille siempre sorprendes. :)

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    1. El mundo no era como nos lo han contado. Ni lo es. Gracias.

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  2. Hola Guille, un relato maravilloso en el que además nos has llevado a través de la historia. Besos :D

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  3. Muchas gracias, Margarita. Siempre es un placer leer tus cálidas palabras.

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  4. Espectacular trabajo
    Felicitaciones😊

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  5. Gracias, buhoevanescente. Anima mucho oír comentarios tan afectuosos.

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