Jedediah McIntire (versión completa)



















Muchas personas han hecho cosas inusuales que aún perviven. Casas imposibles, reconstrucciones a su manera, novedades insólitas o sueños plasmados en piedra.

Jedediah, hijo de Malcolm McIntire, padre de Malachías, Seth y Abigail McIntire, abuelo de Zacharías McIntire, era de otra pasta.

Se decía que la familia llegó a América (a las colonias Británicas) buscando libertad, por ser devotos y perseguidos. No ha sido probado. Sabemos que fueron fieles a la Corona aún tras la Independencia  y eso les trajo problemas, si bien tampoco los registros familiares demuestran otra cosa que un lento y sólido progreso económico y social.  Luego reaparecen en el Sur, a favor de la marea. No les gustaba esa aristocracia inculta, pagana y vendida de irlandeses sin clase e ingleses vulgares. Puesto que no les daban valor alguno ni se relacionaban con la comunidad, mudaron al bando de  los especuladores en tierras, y, en especial, al de los anticuarios cazatesoros.

Luego vino la Guerra Civil, como la plaga de langosta. Fueron odiados como especuladores de granjas y plantaciones, eso va en el oficio y se sabe, porque son subastas públicas. Las otras, no. Cada familia al borde de caer en el abismo arañaba sus cofres. Joyas, cuadros,  porcelanas. El primer envite. Luego telas, tapices, documentos antiguos. Y joyas. Siempre joyas, el último recurso perdiendo precio a medida que la soga se estrecha. Y luego, la casa en sí. Maderas. Muebles. Piedras talladas. Todo.

Tras hacer fortuna los McIntire recalaron un tiempo en Chicago. Después de todo, eran expertos en el Sur (y en cómo hacer dinero colocando en el  mercado  laboral a negros libres sin otro derecho que la supuesta libertad). Eso les sonaba.  Los negros eran como los hombres libres pero dependientes de Escocia, nada nuevo bajo el sol. Clientes, hubieran dicho si supieran latín.

Tardaron un poco en aprender latín. La lucidez inmediata suele funcionar si se mira hacia adelante. Cuando Jedediah, primogénito, enterró a su padre, debía haber pensado en una heredera americana y en el futuro. Pero pensó  en Sarah, una joven prima segunda aún lo bastante joven como para no languidecer en Escocia.

Su oficina de empleo para negros siguió prosperando, como el resto de múltiples inversiones. Pero entonces se equivocó. Eso cuentan aún hoy los más viejos del pueblo. No era un mal hombre, o no el peor. Pero se equivocó.

El Sur por el que había pasado como una pisada sobre nieve, vana y fugaz, lo marcó. Eligió un pueblo muy pequeño, tradicional y respetablemente luterano, lo bastante cerca del Chicago de entonces como para llegar en coche de caballos en un par de horas. Se presentó a las autoridades diciendo   que deseaba un hogar y formar parte activa de la comunidad. Desoyó todos los consejos y adquirió una gran hacienda con sus tierras que dominaba desde arriba el pueblo. Black Hill, la Colina Negra. En la cima se erguía una torre redonda, desmochada. Una vieja atalaya de los exploradores franceses, eso se decía. Y conservándola, apoyada  en ella, no alzó un hogar acorde al frío de Illinois, ni tan siquiera acorde a su propia vida ni a lo razonable. Levantó una casa sureña con un invernadero, con bodegas como si allí pudieran crecer vides, con un salón de baile que jamás se llenaría. Jedediah era un buen patrón, y eso calló muchas bocas. Pero, más tarde, acabó sabiéndose todo.

Su mujer le calzó en principio como guante de seda. Recorrió la casa de arriba abajo sin decir nada, y le pareció tan sensata como una bendición del cielo. En su primera cena a solas le exigió tres cosas que juró obedecer: un mes para conocerse antes de consumar el matrimonio, que comprara bosques para mantener caliente un hogar absurdo, invernadero incluido, y las llaves, el albedrío y el dinero necesario para ser ama y señora. Juró Jedediah, dándose por el hombre de la Biblia que encuentra a la perfecta compañera; y candelabro en mano la acompañó castamente a su alcoba, le dio un beso en la frente, se retiró a la suya y durmió como los justos.

Así pasaron quince años gobernados por el devenir de la vida y por una cordura minuciosa. Tuvieron dos hijos mellizos, varones sanos y fuertes. Con todo, el  doctor de la familia, un hombre tan sabio como irreprochable moralmente, sugirió a Jedediah que su esposa necesitaba recobrarse en un clima menos severo y que tentar a la suerte es ofensa a Dios. Reflexionó, tuvo por sensato y piadoso el consejo,  y envió a su familia al Sur hasta que los  hijos superaron la peligrosa edad de las amas de cría y las fiebres infantiles. Los visitaba en  invierno, siempre al tanto de sus estudios y de los inestimables consejos de su mujer. Es más, creyó que su piedad era del agrado de Dios, porque cuando volvieron a yacer juntos ella no se quedó embarazada.

Eso fue más tarde. De regreso a Illinois, con una hacienda que daba mucho trabajo a familias del pueblo y sus tierras redondeadas con compras que les reportaban granjeros como inquilinos –o clientes, una vez más- decidieron estrenar el salón de baile. La esposa acomodó las ambiciones del Sur de Jedediah a algo mucho más local, igualmente digno de ser recordado. A diferencia de su marido, ella sabía que no eran amados. Tampoco temidos. Vivir bien no significa ser felices. Las gentes del pueblo eran colonos, como ellos mismos. Como ellos habían huido de Europa hartos de amos, guerras religiosas, miserias e injusticias. Eran orgullosos. Habían talado bosques de leyenda, roturado tierras, encauzado arroyos; habían pactado, traicionado, convivido con o soportado a indios salvajes. Black Hill Manor, la gran casona que dominaba el pueblo y de la cual vivían de un modo u otro recordaba demasiado al pasado que habían dejado atrás. Jedediah creía que, al menos, se lo agradecían. No era un tirano injusto, sino un padre benévolo. Ella sabía que esperaban. Y sabía lo que pensaban. No hay amo bueno.

Eso no deslució la gran fiesta de Acción de Gracias. Ni el baile popular que llenó el gran salón, ni la abundancia de música, comida, bebida y regalos. Las luces se veían desde el pueblo, contaron luego. Se quemaron carretas de troncos en todas las chimeneas, de modo que mientras fuera nevaba con furia dentro de la casa nadie se quedó con el abrigo puesto. Ni nadie sin obsequio, porque el gran festejo coincidía con el cumpleaños de la señora, ni tampoco nadie cocinó en todo el fin de semana. Jedediah trajo por los pelos una cita del Éxodo mezclada con el midrash hebreo acerca del maná, justificando que cuanto sobrara debía ser repartido entre los hermanos. Afortunadamente el pastor local no era en exceso erudito. De modo que cada cual se llevó en una cesta cuando pudo cargar, y se habló del asunto durante muchos años.

Nueve meses más tarde, al final de la cosecha, cuando mediaba agosto, la señora dio a luz una hija. Y antes de que viniera el invierno viajó con ella a Boston, la ciudad más antigua y civilizada de la nación. Era una niña preciosa, contaban. Despierta, fuerte y sana.

Jedediah asistió a la iglesia el domingo ocho de octubre  en Chicago. Acudió luego a una reunión de anticuarios. El verano había sido largo, seco y caluroso, pero a media tarde se levantó un viento que barrió las hojas otoñales e hizo descender la temperatura. Visitó a sus hijos en el internado del reverendo Crane, en la calle del Mercado, a orillas del río, y cenaron juntos. Cuando regresaban al colegio comenzó todo.

Jedediah había visto arder Atlanta. Aporreó con el llamador de bronce hasta que el reverendo abrió, desconcertado.  Gracias a su premura los dieciséis chicos, la gobernanta y el servicio se apiñaron en las carretas de las que disponía el centro y siguieron a McIntire –con sus hijos, Crane y su esposa en la calesa- hacia el sur. Jedediah iba gritando ‘fuego, fuego’, y avisando a cuantos se asomaban que huyeran hacia el sur con lo puesto. A sus espaldas podían ver ya una muralla roja saltando de casa en casa y de tejado en tejado.

Durante tres días ardió Chicago. La lluvia piadosa que apagó la pesadilla dejó muchos  muertos, a diez mil almas sin techo y un paisaje devastado como el Día del Juicio. Y aunque Jedediah ayudó a salvar vidas avisando a cuantos pudo, cobijó en su casa a los chicos hasta que sus padres vinieron a buscarlos y abrió la bolsa con mano generosa, en el pueblo se murmuraba. Sus almacenes estaban en la zona sur, a donde no llegó el fuego. Tampoco tocó el internado del reverendo Crane, que fue saqueado sin que se rompiera ni un cristal.

La desgracia de unos es la fortuna de otros. Había una ciudad que reconstruir. Conocía a hombres importantes y emprendedores, y Jedediah nunca tuvo miedo de tomar nuevos rumbos. Su primogénito no quería ir a la universidad. Como él era piadoso, trabajador, dado a la acción y a lo concreto. Nadie dijo nunca que McIntire fuera injusto con sus hijos ni que demostrara trato distinto hacia ninguno de los tres. Pero Seth no lo vio así cuando su hermano Malachías se convirtió de hecho en socio de su padre mientras a él, estudiante de mérito, le sugerían dedicarse a la iglesia.

Tampoco lo vio de ese modo la madre al regresar con la pequeña Abigail. Sarah no había perdido el tiempo en Boston. Durante los largos veranos que pasaban en el pueblo nunca sucedía nada, pero la ciudad era otra cosa. Jedediah admiró mucho que sin perder su piedad ni su sensatez hubiera decidido cultivarse. En especial le complacía hablar con ella sobre administración o proyectos y leer sus libros de asiento, perfectos como los de un contable. Su asombro creció al entender que Sarah había leído mucho, visitado museos y atendido a charlas sobre arte. Eligió como amigas a damas que eran hijas o esposas de anticuarios, mujeres que habían viajado. En aquellos veranos, cuando cenaban en familia, Jedediah daba gracias al Señor y se sentía bendecido presidiendo la mesa, con la conciencia limpia y una botella de Buena Vista californiano de 1866.

Jedediah ya se había equivocado. Su hijo mayor y socio era piadoso, pero no atemperado. Su segundo hijo dejó claro que no deseaba estudiar teología ni ser ministro del Señor. Hizo frente común con su madre, y sin ofender a nadie convirtieron una provinciana tienda de cosas viejas en el mejor anticuario de Chicago. Respetables, sabedores, decentes y con intachable fama, cuanto pasaba por sus manos reportaba beneficios. Y Jedediah siguió equivocándose,  porque dio gracias a Dios y creyó que todo aquello era el justo pago a su virtuosa vida, no la voluntad de quienes tenían cuentas que ajustar contra él.

Cuando Jedediah cantaba los salmos en la iglesia veía a su devota esposa a su lado. Oía las voces de sus hijos, firmes y acompasadas, y la de ángel de su hija cada vez menos niña y más espigada. A su niña le gustaba la vieja torre redonda que era el espinazo de la casa. Bastó eso para que hiciera  poner una escalera de caracol de roble con pasamanos, sanear la obra, reabrir las chimeneas y empapelar los muros. Hizo poner una espineta junto a la ventana que ahora era grande, y ya puestos aprovechar la torre entera como habitable. Para visitas, por ejemplo. Aunque no las hubiera.

Mientras, su primogénito acudía a reuniones sociales en Chicago. Parte de su trabajo. Tal vez peligrosas para el alma, porque las mujeres jóvenes ya no eran tan recatadas, ni todas eran presbiterianas; y la mayoría estudiaban   materias tan inadecuadas como  medicina o ciencias,  incluso arte, copiando modelos vivos y desnudos. Y muchas, incluyendo damas casadas, pedían el voto para su sexo en las calles, con gran escándalo. El negocio es el negocio, y el temor de Dios protege de todo mal. En eso también se equivocó Jedediah. El estudioso Seth estudió abogacía primero, y eso lo condujo hacia otras amistades muy diferentes. Una vez tan sólo lo llamó aparte y le preguntó si andaba entre cristianos. No dudó de su respuesta. Sí. Seth no mintió. Los masones admitían entre sus hermanos a caballeros de distintas religiones, pero todos debían ser creyentes. Y en su logia la mayoría eran  anglicanos o luteranos. Cristianos, por supuesto.

Era tan sólo que Jedediah empezaba a hacerse viejo. El momento de hacer balance y dejarse mecer por la larga marea de los buenos tiempos. Eso debió pensar Job justo antes de que la cólera del cielo estallara sobre su tejado.

Su hija se marchó a un internado para señoritas en Chicago, con su bendición. No supo que sus hijos cortejaban a la misma joven. Para él estaba claro, su primogénito debía casar primero y tenía una candidata en mente. Se informó de lo que le importaba: joven educada, piadosa, hija única de un muy respetable financiero. Hermosa, sana. Muchacha de los nuevos tiempos, había viajado respetablemente por Europa, hablaba lenguas extranjeras, tocaba el piano y sabía de antigüedades. Por su parte, su esposa Sarah también recabó información. De otras fuentes. Logró convencer a Seth de que la belleza deslumbrante puede ocultar muchos secretos, pero Malachías era testarudo. Le parecía la novia perfecta, y el  momento adecuado para mudar de estado y dejar atrás una juventud demasiado virtuosa. Entonces Sarah lo intentó con su marido, que siempre había escuchado sus consejos. Esta vez falló. Jedediah no entendía nada de lo que es una mujer inestable, con una discretamente oculta tradición familiar de problemas nerviosos. Nada que no cure el aire sano del campo, le dijo. Nada que no mejore una vez tenga marido e hijos, las muchachas son así.

Y nada mejoró. Durante el largo verano familiar una sombra se introdujo en sus vidas. Como Caín y Abel, los hermanos se evitaban; a veces cruzaban miradas frías de relámpago  guardando para sí sus reproches, sus secretos, sus idas y venidas. La joven esposa detestaba el campo, las lecturas bíblicas de su suegro, la libertad feliz de su cuñada y la mirada siempre educada, razonable y peligrosa de su suegra. Se sentía atrapada, obligada, cada vez más consciente de haber obedecido demasiado. Seth tenía mundo, conversación, un atractivo aire de misterio controlado y los ojos oscuros de un halcón que a veces la desnudaban con la mirada. En un segundo,  sin que nadie se diera cuenta. O tal vez sí. Su marido era un aburrido previsible que rezaba con demasiada  contrición antes de levantarse lo justo el camisón de noche. Tras apagar la lámpara. Fue un verano lluvioso, gris, y hasta la casa pareció agrisarse. Sucedieron cosas insensatas. La cocinera, que llevaba con ellos desde el comienzo y jamás había sido medrosa ni dada a supersticiones juró sobre la Biblia haber visto fantasmas en la alacena. El viejo doctor le recomendó un tónico, graduarse la vista y descansar un poco.

Se había casado una lluviosa mañana de mayo con la convicción de que aquel matrimonio no saldría bien. Si miraba a su alrededor podía escuchar perfectamente qué pensaba cada cual. Sus padres felices porque su única hija por fin había aceptado casarse, a cambio de medio millón de dólares en una cuenta a su nombre. Su suegro también rezumaba felicidad, y su suegra a medias se alegraba por su primogénito y a medias la miraba buscando esa locura que ya estaba en su casa y la novia no traía.

La mirada de Seth se perdía más allá del altar, y no se cruzaría con la suya en toda la jornada. La hería por haber elegido la carta más alta y seguía sin aceptar que había perdido. Abigail, demasiado joven en palabras de su madre, no estaba acostumbrada a reuniones sociales: su única preocupación era volver a la torre como si aquella boda fuera una interrupción en su interesante vida.
El verano llegó sombrío y se fue de igual manera; aquel año no habría veraneo para nadie, Sarah   estableció un calendario de visitas y  acontecimientos sociales en los que los  recién casados  debían participar.

Pasado un mes a Margaret le parecía llevar un cuarto de siglo casada con Malachías. Jedediah era feliz, su familia crecía y había trabado amistad con su consuegro. Los dos esperaban la llegada del primer nieto que les permitiera unir ambos imperios
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Sarah pensó mucho aquel verano mientras veía  desgranarse los acontecimientos. En los atardeceres se sentaba en el porche, Margaret comenzó  a acompañarla: descubrió en ella la misma curiosidad de Seth y la fuerza de la juventud y pensó que después de todo era una buena adquisición para la familia.
Hasta que llegó septiembre en tres ocasiones tuvo que guardar cama Abigail por unas fiebres que no acababan de remitir. Su madre y su cuñada la acompañaban e incluso su padre la visitó cuando estuvo mejor.

Malachías, al igual que su padre, era feliz fuera del hogar con su trabajo, y nada le hacía sospechar de la infelicidad de su esposa. Sus padres eran felices y el también lo sería ya que como su padre pensaba  Dios era misericordioso y al haber sido creados a su imagen y semejanza nada podría salir mal.

El otoño trajo de vuelta a Seth que animó el taciturno ambiente que aquel  verano había dejado. A su hermana le obsequió regalos que animaron su melancolía,  pero no movieron  la negativa de no querer regresar al internado.

Se estableció una tregua entre los dos hermanos y parecía que todo volvía a su lugar. Abigail se marchó y cada cual retomó  sus quehaceres.

Margaret sentía agrado  ayudando a su suegra, y pronto se convirtió en una aventajada alumna del segundo negocio familiar.  Buscaban buenas piezas, organizaban subastas y duplicaban las ganancias.  Malachías estaba orgulloso al igual que el buen Jedediah y alabaron a sus mujeres y dieron gracias a Dios por tenerlas, en sus oraciones.

Aquellas navidades Margaret lucía especialmente radiante,  lo que fue motivo de alegría para Jedediah aunque  no tanto para Sarah, ya que sabía que su hijo  mayor era estéril. El invierno anterior al ingreso de los hermanos en el  internado del reverendo Crane hubo una epidemia virulenta de paperas que cogieron ambos. Seth,  más fuerte, sanó enseguida. Malachías estuvo grave, el viejo doctor habló con Sarah sobre la orquitis derivada de las paperas  que tenía su primogénito, asegurándole que Malachías no podría tener descendientes.

Sarah creía en los milagros de Dios, pero los ojos brillantes de su segundo hijo alimentaban sus temores. Malachías no sospechaba nada, visitaba a su mujer rara vez, y la alegría común acabó siendo la suya.

En Junio, en Chicago, llegó al mundo el pequeño Daniel para alegría de las dos familias. Aquel verano tanto la madre como el hijo se quedaron en la ciudad donde recibieron múltiples visitas.

Abigail parecía encantada con su nuevo sobrino y el cambio de aires a la ciudad y la vida social la hicieron florecer. Entre las visitas que recibieron estaba un primo lejano  de Margaret por parte de su madre, el joven Thomas, que enseguida entabló amistad con Abigail. Ambos eran adolescentes y tímidos, aquel verano pasó como un suspiro para ellos.
Thomas regresó a la universidad y Abigail fue presentada  en sociedad en una fiesta  que volvió a llenar el salón de baile. Acompañada por su padre, vestida de blanco y con el pelo recogido, adornada con perlas blancas, bailó por primera vez. Thomas estaba allí,  fue la noche más feliz de su vida. Aquel otoño e invierno salvo contadas ocasiones, madre e hija acudieron a toda fiesta,  teatro, concierto u ópera para que la debutante fuera vista por la sociedad de Chicago. Aun así, Abigail seguía pensando y carteándose con Thomas.

La siguiente primavera viajaron a Europa, en verano tomaron las aguas de Bath y visitaron la Costa Azul. A su regreso a Black Hill Manor, Margaret ya había vuelto y el pequeño Daniel hacía las delicias de todos. Abigail se instaló de nuevo en   su torre. Ya había tomado una decisión: no se casaría con nadie que no fuera Thomas, por lo que planearon prometerse cuando él acabara la universidad.
Margaret se había ocupado del trabajo de su suegra en su ausencia, y junto a Seth habían ampliado el negocio comprando parte  de una casa de subastas
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Jedediah y Malachías no habían cambiado su día a día, las ausencias de la familia no rompían sus rutinas pero aceptaron con alegría el regreso de las féminas.

El otoño tardó en llegar, todavía a mediados de octubre el calor daba sus últimos coletazos. La cocinera, que no había vuelto a ver ninguna aparición más, estaba muy contenta con sus gafas. Aun así, una mañana le pareció ver una sombra que merodeaba cerca de la torre de la señorita.  

El invierno fue furioso y terrible: no se recordaban nevadas semejantes  desde hacía más de cincuenta años. Sarah había sido previsora, por lo que no les faltó de nada. Margaret  leía su correspondencia cuando se le cayó una carta de entre las manos. Entró sin llamar en la habitación de su suegra: ésta la miró y supo que traía malas noticias. Thomas había estado enfermo aquel invierno, un catarro que no acababa de irse. Unos cuantos días de amor materno y buena sopa lo curaron casi del todo. Pero salió a patinar con sus amigos, el hielo del lago no fue lo suficientemente resistente y el joven se ahogó. Fueron a buscar a Abigail, que ocupaba gran parte de su tiempo preparando su ajuar. La joven las miró y les dijo que Thomas había estado aquella noche con ella: le pareció que estaba un poco azul, pero  venía  para quedarse con ella para siempre.

Nunca supieron cómo se enteró de la noticia, volvió a caer enferma y las fiebres no remitían. Fueron unas navidades tristes, todos se sentían conmocionados y hasta el pequeño Daniel lloraba más de lo habitual.

 Esta vez Peggy, la joven fregona, fue la que vio algo en el salón de baile. Aquella mañana se había dormido y pasar por allí era un atajo hacia la cocina. Una presencia blanca danzaba en el centro de la sala y después se perdía en una de las vidrieras que mostraba la flor de cardo, emblema de Escocia. Tuvo que morderse la mano para no gritar y el viejo doctor ordenó que guardara cama varios días.

En primavera la casa volvió a vaciarse, excepto  por Jedediah y su primogénito que seguían su vida como si no pasara nada. Margaret, acompañada de Daniel, fue a visitar a sus padres en Chicago. Sarah se llevó a su hija a Boston a una casa de reposo, esperando que recobrara la salud.

Malachías visitó a su mujer y a sus suegros, durante dos semanas disfrutó de la ciudad y de la compañía de los suyos. Hasta su suegro lo agasajó con un banquete en su honor, durante el cual amplio su cultura y cata alcohólica. De aquella madrugada nació Débora, su segunda hija, o por lo menos por tal la tuvo él.

Antes de regresar a casa Sarah y la convaleciente Abigail hicieron una parada en Chicago. La joven había descubierto que la lectura lograba mitigar su sufrimiento, por lo que disfrutó de las bibliotecas de la ciudad hasta su vuelta.

Las tres mujeres y el pequeño Daniel fueron escoltadas por Seth. Sarah prohibió a su hija pernoctar en la torre: aquel lugar ejercía un influjo maligno sobre ella, incluso  pidió a Jedediah que clausurara el lugar, ya que era un peligro para todos. Él prometió hacerlo pero por segunda vez no hizo caso de su mujer y se rindió ante los ruegos de su hija.

La joven comenzó a leer los libros de la biblioteca y a interesarse por la compraventa de los mismos. Cada vez que Seth viajaba a Europa le pedía que le trajera los más extraños que encontrase. En poco tiempo se convirtió en una experta.

Entre los libros que vendía y compraba encontró uno que llamo su atención, "La muerte no es el final" y en él una  dirección a la que poder escribir para saber más sobre el tema. El autor, el doctor Jack Spellman, defendía que la muerte tan sólo era un estado más de la vida, y que aquellos que ya no estaban podían ponerse en contacto con los que permanecían en este lado. Durante medio año se carteó con él. Débora nació ese mayo en Chicago. Durante el verano Abigail se quedó en Black Hill y recibió la visita del doctor bajo las atentas miradas de su padre y su hermano.

El invitado pidió instalarse en la torre, y allí pasaban todo el día la señorita y el doctor cada vez que su madre estaba ausente, dando que hablar en la casa. Sarah no podía desatender sus negocios, y aunque Margaret desde Chicago se ocupaba de gran parte de ellos, faltaba Seth, que había viajado a Europa en busca de buenas piezas.

Sarah se iba con disgusto cada vez que abandonaba la casa, y aunque advirtió a su marido e  hijo de nada le sirvió. En su ignorancia creían que la visita ayudaría a que la muchacha se repusiera  completamente.

Agosto trajo abundantes lluvias en forma de tormentas y una de ellas estallo la víspera del cumpleaños de Abigail. Habían organizado un pequeño picnic en la finca invitando a los notables del pueblo y a algunos amigos. Querían celebrar la total recuperación de la homenajeada.

Abigail no se negó, y toda la familia regresó para estar presente. Ella estaba más interesada en el plan que tenia para aquel sábado por la noche.

Sarah se quejaba de un insistente dolor de cabeza que la tormenta no mejoraba, por lo que se retiró pronto a descansar. Jedediah y Malachías se reunieron después de la cena para tratar asuntos de negocios. Margaret, llegada aquella misma tarde, siguió el camino de su suegra. A Seth se le esperaba  la mañana siguiente, y el doctor y la joven Abigail se retiraron a descansar temprano.

A las once de la noche una sombra se deslizó por el jardín hacia la torre. Poco antes de  medianoche la tormenta llegó a su cénit. Sarah había llamado para que le trajeran el remedio contra la jaqueca. Una corazonada le hizo acudir a la habitación de su hija y  la encontró vacía. Fue hacia el dormitorio de su marido, y en el pasillo se encontró a Peggy corriendo como alma que lleva el diablo. La detuvo, ella señaló el jardín y casi sin voz susurró que se escuchaban gritos en lo alto de la torre. Aporreó las puertas de su marido y su hijo: a esas alturas toda la casa estaba despierta.

Jedediah y Malachías corrieron hacia la galería que unía la casa con la torre. El doctor Spellman no estaba en su habitación. Padre e hijo subieron la escalera hasta la planta alta, donde había vivido Abigail. La puerta estaba cerrada, detrás de ellos apareció Sarah  sacando la llave maestra.

La señorita yacía en el suelo, inconsciente, y la puerta que daba a la escalera que subía desde el jardín permanecía abierta. Margaret fue la última en llegar y se acercó al ver la puerta abierta, salió y algo la hizo mirar hacia  abajo. Un relámpago iluminó la noche, y allí vio lo que quedaba del cuerpo mortal de Spellman.

El picnic fue suspendido y aquel domingo el viejo doctor, el juez de paz y la policía fueron los invitados de honor. El fallecido no tenia familia y poco o casi nada se sabía de él. El caso se cerró alegando que Spellman perdió el juicio  y cometió el peor de los pecados, el suicidio.

Jedediah por tercera vez no había hecho caso a su mujer, y arrepentido  llevó a su hija a la casa y ordenó tapiar la torre, tanto la entrada del jardín como la de la casa. Por caridad cristiana el lunes enterraron los restos mortales en un discreto rincón del jardín mientras los albañiles cegaban las entradas a la torre. Seth llegó cuando todo había acabado, sirviendo de consuelo a su madre y su cuñada, y de apoyo a su padre y hermano.

Abigail se despertó dos días después aquejada por otra de sus fiebres, y parecía no recordar nada. En el pueblo y entre el servicio de la casa se murmuraba lo mismo: el diablo había aparecido aquella noche en la torre, poseído a la señorita y asesinado a quien lo había invocado.

En otoño nuevos acontecimientos alimentaron más la historia de que el diablo acechaba en aquella torre. Nadie podía entrar, pero se movían las cortinas y en ocasiones, de madrugada, algún criado veía destellos de luz.

Jedediah envejeció en poco tiempo, había perdido el interés por casi todo y creía firmemente que Dios les daba la espalda. Malachías tuvo que asumir el control de todos los negocios y no tenia horas en el día.

Sarah no abandonaba a su hija en ningún momento, ni cuando mejoró se apartaba de su lado excepto para descansar lo necesario.
Margaret dejó a sus hijos en Chicago con sus padres, el ambiente de la casa cada vez era más opresivo y decadente.

Todos los treinta de noviembre celebraban el día de San Andrés con las familias de origen escocés de la zona. Cada año Jedediah descubría una vidriera nueva en la sala de baile como agradecimiento a lo que Dios les había dado. Aunque en aquella ocasión no había tanto que festejar  se celebró, y por unas horas todos disfrutaron olvidándose del miedo.

Cuando los invitados se marcharon Sarah fue a visitar a su hija: si sus cuentas no erraban tendría que viajar a Boston con Abigail, desde lo ocurrido no había tenido la regla, por lo que con toda seguridad estaba embarazada.

Hablando con Margaret y escuchando los desvaríos de su hija en sus febrículas ambas mujeres habían podido más o menos saber lo que había ocurrido entre Spellman y la joven.

Cuando comenzó a leer de la biblioteca e interesarse por la compraventa de libros extraños dio con uno del Doctor Spellman. Se sintió identificada con sus palabras y vio en ellas la posibilidad de ponerse en contacto con su añorado Thomas.

Durante el tiempo que se cartearon Spellman consiguió hacerse con el interés y el afecto de la muchacha, hasta conseguir que lo invitara a visitarla.

Cuando Sarah se ausentaba hicieron muchas cosas en la segunda planta de la torre, entre otras leer libros prohibidos, y ejecutar rituales buscando que Thomas se pusiera en contacto con ellos.

Cada vez que los recuerdos de la muchacha llegaban a la noche del suceso comenzaba a gritar y no había quien la calmara. Suegra y nuera llegaron a la conclusión, hubiera o no artes oscuras detrás de aquello, de que el doctor quería aprovecharse de la muchacha y dejarla embarazada para casarse con ella. Lo que no se atrevieron a decir es que fue Abigail en su desdicha quien lo empujó causando su muerte.

Sarah fue a buscar a su hija a la biblioteca  donde la habían visto por última vez: la vio salir del pasadizo, la tomó del brazo y apretándoselo la obligó a que la llevara al lugar del que venía. Subieron las escaleras hasta aparecer en la segunda planta de la torre, Abigail casi en trance se tocó el vientre y dijo a su madre que allí iba a sentirse cerca de Thomas y hablar con él, para que la escuchara y llegara antes para acompañarla.

Aquella fue la gota que colmó el vaso, bajó con ella y la encerró en su habitación. Dos días después se marchó a Boston tras haber hablado con su marido. Quince días  mas tarde regresó sola. Fueron unas tristes navidades, los niños y los de Chicago fueron los únicos que alegraron las fechas.

Abigail pasó su embarazo en  la casa de reposo de Boston. Para la galería hizo un viaje para conocer la tierra de sus antepasados, Escocia. En su ausencia el ambiente de la casa no mejoró. La cocinera durante el  invierno había llegado a ver dos fantasmas merodeando por la torre, el del joven Thomas y el del malvado doctor.

Las historias de  cocina terminan llegando al ama, quien acabó por creérselas y no contárselas a su marido.

Zacarías adelantó su venida a este mundo, su madre,  sumida en un estado de calma desde su llegada a Boston, algunas noches en susurros llamaba a su amado Thomas.

El niño quería salir con premura  pero algo se complicó: la criatura venia de culo, y aunque Sarah había contratado los mejores médicos y comadronas el parto fue largo y laborioso, y cuando acabó los profesionales le aconsejaron que su hija no volviera a ser madre.

El niño estaba sano y Abigail parecía tranquila, se preocupaba por el pequeño. Aquella primavera y el verano los pasaron en Boston. Abigail quería que el niño se llamara Thomas pero su madre la convenció de que el primer nombre fuera uno bíblico para que el niño estuviera protegido por la benevolencia divina. Por lo que  se llamó Zacarias Thomas McIntire. Sobrevivió al verano y a su primer invierno.

Las mujeres  y los pequeños  de la familia se reunieron  en Boston, con las frecuentes visitas del tío Seth. Sarah convenció a su marido de que los acompañara y conociera así a su nuevo nieto.

Jedediah no había hablado demasiado sobre todo lo ocurrido y cuando vio a su hija y su nieto sanos y salvos se alegró y se conformó, el loco que había deshonrado a su hija había muerto y ahora estaban todos juntos de nuevo.

 Malachías estaba solo en Black Hill, y aunque nunca había sido  hombre miedoso comenzó a ver las sombras en la casa familiar. En su soledad, por primera vez pensó en algo  que no fueran negocios y rezos. Escuchaba susurros, medias conversaciones en los corredores y en los rincones.

Acabó por viajar a Boston huyendo de las sombras y  las alusiones. Aquel otoño llego a la casa la señorita Mary Widow, pariente lejana de uno de sus convecinos escoceses, y reputada institutriz. Daniel había cumplido tres años aquel verano por lo que se decidió que iba siendo hora de que comenzara a instruirse.

Mary era muy parecida al viejo Jedediah y a Malachías, mujer de costumbres sencillas, trabajadora, conseguía siempre lo que se proponía y tenía la Biblia en su mesita de noche.

Durante algún tiempo la presencia de la nueva inquilina dejó de lado cualquier tema pasado. En cuanto a Abigail inventaron la historia  de un amor y matrimonio breve en Escocia, truncado por la muerte del marido en un desgraciado accidente de caballo. La primavera siguiente Zacarías cumplió su primer año en Black Hill para orgullo de su madre y  de su abuelo. Lo extraño era lo que veían su madre, su abuela y su tía: el niño tenía un gran parecido con el que nunca fue su padre, el joven Thomas. 

Nadie se atrevía a pensar qué podría ser, ya que sería pensar en fuerzas que se escapan al entendimiento de los hombres. El único que parecía haber recuperado la salud y disfrutar de un merecido descanso era Jedediah.

En primavera Seth y Margaret tuvieron graves discusiones por temas de negocios, Malachías y Sarah tuvieron que pedirles templanza y humildad para que no se acabaran sacando los ojos.
Una tarde de abril el patriarca de los McIntire dio su último suspiro durmiendo la siesta en el porche de la casa, mirando al jardín.

Lo enterraron al día siguiente en una sentida y concurrida ceremonia. Fue el primero en estrenar el panteón familiar. Dos semanas después se abrió el testamento. Dejaba  heredera universal a su esposa, Malachías recibía el control de los negocios de construcción y financieros, mientras  todo lo demás lo dejaba a juicio de su amada esposa, que debería cuidar de todos sus hijos y trabajadores como hasta ahora lo había hecho.

Tuvieron que hacerse a la idea de que el viejo Jedediah ya no estaba entre ellos, fue una época de luto y tristeza. La cocinera decía que al patriarca Dios lo había perdonado y   llamado a su lado. Tan solo veía al doctor Spellman merodeando la torre. Cuando nadie la escuchaba y estaban las dos pinches con ella ampliaba la información: tampoco estaba la presencia del joven Thomas y estaba segura que había renacido en el pequeño Zacarías, tenía la mirada del joven trágicamente fallecido.

Aquel verano todos permanecieron en la casa, y comenzaron a renacer las discrepancias y rencillas, celos e historias sin resolver. Malachías quiso erigirse como nuevo modelo de conducta y devoto ciudadano. Hasta que cayó en su propia trampa.

Censuró por libertino a su hermano, y a su hermana la calificó como una pobre  loca que haría de  su hijo un desgraciado. Margaret  acabó echándolo de sus aposentos.

Malachías, confundido y herido en su orgullo, salió al jardín,  miró la torre y sintió un escalofrío. Entró en la casa blanco como si el alma hubiera abandonado su cuerpo. Le había parecido ver a su padre censurándolo por sus palabras.

El pequeño Daniel adoraba jugar en el jardín, y  acercarse a la  torre era su máxima aspiración. Se lo tenían prohibido, pero en ocasiones, cuando su tía Abigail paseaba junto a Zacarías y se acercaba le gustaba acompañarla, y escuchar las historias que contaba aunque no las entendiera.

Una tarde de soporífero estío, mientras jugaba al escondite con la niñera y su institutriz, logró salir de la habitación de los niños y esconderse bajo una de las mesas de la biblioteca. Allí estuvo en silencio durante largo rato hasta que vio que su tía se había unido al juego y se escondía en un lugar mejor que el suyo, había un pasadizo que llevaba a alguna parte, y  su primo iba con ella. Entró rápidamente y los siguió hasta el segundo piso de la torre. Allí su tía jugaba con Zacarías. Sintió miedo, quiso volver. 

Aquel lugar le daba pavor, y mientras su tía cantaba al pequeño, un viejo balancín en forma de caballo  ciego se movía sin que nadie lo montara. Buscó el lugar por donde había entrado y bajó sin ver nada más que la oscuridad, gritando y arañando el panel de madera que separaba la biblioteca y el pasadizo, hasta que  Seth acertó a pasar. Abrió, el niño se echó en sus brazos y durante más de un mes estuvo mojando su cama.

Una tarde se reunieron todos en el despacho de la matriarca. Margaret le pidió el divorcio a Malachías, sus hijos eran fruto de su amor con su hermano y no pasaría ni un minuto más siendo su esposa y compartiendo con él  el mismo  techo, ni con alguien como Abigail. Al casarse con  él,  una de las peticiones de su familia era tener hijos y el no había cumplido su parte. Sabía que  podía alegar que ella era una fornicadora, por lo que estaban empatados y  mejor llegar a un amistoso acuerdo.

Malachías no pudo reaccionar: miró a su madre y ésta asintió, era la mejor solución para todos. Aquella misma noche Seth y su familia abandonaron la casa para no regresar jamás.

Así se enteró de que era estéril desde aquellas paperas que tuvieron ambos hermanos. Sarah viajo con Abigail y Zacarías a Boston y se estableció allí.

Malachías se quedó solo en aquella casa. La compañía de la institutriz fue la que hizo que no se volviera loco; acabó por convertirse en su secretaria, y varios años después en su esposa.
Una década más tarde  Black Hill era una sombra de lo que había sido, la mitad de la casa estaba cerrada y ya no se celebraban bailes como antaño. Malachías y Mary adoptaron una niña, a la que pusieron de nombre Elisabeth.

Sarah paso todos aquellos años viajando y sin asentarse en un lugar fijo. Boston con Abigail, que pareció lograr una época de estabilidad abriendo su propia librería. A Escocia, donde Seth y Margaret ampliaron el negocio familiar, e iniciaron una nueva vida. Cuando Elisabeth llegó a la casa Sarah fue a conocerla, retomando la relación con su hijo, pero viviendo en Chicago.

Disfrutó de su nieta y la llevó a conocer a su familia  en Escocia y Boston, a su tíos y  primos. Para la muchacha fue conocer la libertad, ya que Black Hill era un mundo oscuro,  lleno de recuerdos y penas que ella no recordaba. Su padre era un buen hombre. pero demasiado estricto y esquivo. Aunque su madre lograba ser bálsamo para él, aquella casa era demasiado opresiva para ella.

Escocia era otro mundo, y sus tíos y primos  muy simpáticos, pero aquel no era su lugar. Además, conocía la historia que ocultaba aquel dorado destierro que ellos habían deseado.

En Boston con su tía Abigail todo era distinto: era una mujer culta y agradable en el trato pero detrás de aquello  era  muy diferente. Supo por Zacarías que había entrado en contacto con un grupo de espiritistas a escondidas de Sarah.

Su abuela le había contado todo lo ocurrido durante aquellos años y la maldición de la torre que había estado allí desde muchos siglos atrás. La joven regresó a su hogar y comenzó a ver el lugar con otros ojos. Era resuelta y simpática y todos los habitantes de la casa la adoraban.

Indagó entre los criados y preguntó a su madre, ya que sabía que Malachías no hablaría nunca sobre el tema. La parte del jardín que daba a la torre se había quedado abandonada y aunque la torre era el sostén de la casa era también su centro prohibido.

Se escribía con Zacarías muy a menudo contándole los hallazgos de sus investigaciones. Pasaron varios años, y llegó  la petición de la abuela de establecerse en Black Hill; sabía que no tenía que hacerla, pero le parecía una buena deferencia hacia su hijo. El no se negó, y aquel verano Abigail y Zacarías la acompañaron. Los hermanos guardaron las distancias y se trataron con  fria cortesía, los mas jóvenes vivían en su mundo, al margen de todo. Sarah se mantuvo cerca de su hija recordándole que se alejara de la torre.

Su regreso despertó de nuevo a los fantasmas; la antigua cocinera había muerto años atrás, una de las pinches fue quien ocupó su lugar, y aquella primera noche vio merodeando en torno a  la torre varias sombras. Identificó al doctor Spellman y al viejo Jedediah que regresaba de su tumba, molesto.

La matriarca comenzó a visitar el mausoleo, y aunque sabía que había obrado correctamente sentía un poco de tristeza por no haber podido cumplir lo que le  pidió  su marido.

Llegado el otoño una noche Sarah se fue a dormir y ya no despertó. Antes de su muerte  había repartido su herencia, por lo que no hubo testamento alguno. Lo único que dejó por escrito fue su deseo de ser enterrada en Boston, cosa que Malachías no respetó. Abigail y su hermano no llegaron a las manos pero le advirtió que no había cumplido la última voluntad de su madre. El enterró a sus padres juntos, como debía ser.

Un tercer fantasma rondaba la torre, Abigail desde Boston intentaba ponerse en contacto con su madre y poder proporcionarle a ella y a su padre el descanso deseado.

Malachías no permitió que su hermano asistiera al funeral de su madre,  rompió todo contacto con su hermana y prohibió a su hija que se carteara con su primo.

Él, que había creído en Dios y nunca  perdió la fe,  sentía ahora el corazón de piedra, culpaba a  todos  y no estaba en paz consigo mismo. Tan solo pensaba que él tenía razón, y todos habían pecado y destruido su vida. Hasta los fantasmas que  rondaban la torre eran egoístas.

Elisabeth se convirtió en una respetable señorita y  decidió estudiar en la universidad: le gustaban las piezas antiguas y la historia, había disfrutado compartiendo  la pasión de su abuela y sus tíos por  las antigüedades.

Su padre se negó en redondo, fue una larga noche y hacia la madrugada se escuchó un disparo. Mary recordó el pasadizo de la torre y por allí subieron como  veinte años atrás. El funeral y la lectura del testamento se hicieron enseguida.

Black Hill por primera vez en más de sesenta años se quedo vacía, Elisabeth y Mary se establecieron en Chicago. Con el paso  de los años, Elisabeth y Zacarías se casaron y volvieron abrir la casa. Abigail no regresó, prefirió estar lejos del influjo de aquella torre.  

Los jóvenes querían barrer toda sombra de aquel lugar y volver a hacer crecer aquello que sus abuelos habían iniciado. Destapiaron la torre y dejaron que el aire corriera por todas partes. Los dos conocían toda la historia y querían convivir con ella no luchar contra ella. Elisabeth se quedo embarazada y un nuevo McIntire nació en la finca: Malcom, como el fundador de la estirpe.

A los dos les gustaba montar a caballo por lo que adquirieron varios ejemplares. Una tarde Zacarías paseaba con una de las yeguas cerca de la torre, ésta se asustó, se encabritó y lo  dejó cojo de por vida.

Elisabeth tomó la costumbre aquel verano de subir con el pequeño a contemplar las vistas desde lo alto de la torre. Una tarde revisando lo que había, se cortó con un objeto  puntiagudo que sobresalía de uno de los muebles. Varios meses después moría de  sepsis en un hospital de Boston.

Abigail se llevo a Malcom consigo, y Zacarías no volvió a levantar cabeza, se unió al grupo espiritista al que pertenecía su madre. Black Hill volvió a cerrarse esta vez para siempre. Zacarías intento durante años ponerse en contacto con Elisabeth, heredo la devoción de su madre por el ocultismo.

A veces  regresaba a la zona por añoranza de los buenos tiempos, o porque la sangre llama aunque sea desde la tragedia. En la zona lo conocían por el cojo McIntire, y le tenían aprecio.

Llegó el crack del ventinueve, y gran parte de la herencia de su mujer se perdió. Aquello no hizo más que deprimirlo y en una de sus visitas a la casa se acercó a la torre y puso fin a su vida.

Abigail llamó a su hermano contándole lo ocurrido y este le respondió que la casa podía quedársela o dejar que se pudriera aquel lugar había traído demasiadas desgracias. Abigail hizo todo lo que estuvo en su mano para dejar aquel lugar libre de almas en pena. Llamo a un pastor, invitó a sus compañeros espiritistas, pero nada de aquello sirvió. Se llevó a sus padres y los enterró en Boston junto a su hijo y su nuera, dejando allí los restos de su hermano Malachías como guardián de aquella infernal casa, acompañado del profesor Spellman.

Abigail viajó a Escocia a casa de su hermano y allí acabo sus días. Tanto ella como Seth estipularon en sus testamentos que la casa permaneciera en pie durante cincuenta años desde su muerte, por si algún familiar volvía  a reclamarla. Si al pasado el tiempo nadie lo hacía, que  revirtiera en  beneficio para el pueblo.

La casa se convirtió con los años en la mansión del terror de la zona: la puerta de la torre abierta y el balancín en forma de caballo  ciego aun se mece sin que nadie lo monte, esperando la llegada del  algún McIntire. 


Escrito por Ainhoa y Thorongil.

Imagen propia

Imagen bajo la misma licencia que el Blog. 

El origen. 

http://todoloquetienenombrexiste.blogspot.com.es/2016/01/jedediah-mcintire.html





Comentarios

  1. Bravo. Felicidades. Me ha encantado la historia. De verdad, sublime.

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    1. Gracias :) da gusto que nos leas y que disfrutes. Un abrazo.

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  2. Una creciente sensación de desasosiego conforme se avanza en el texto. Leído a horas intempestivas puede acojonar a base de bien. Enhorabuena, uno de vuestros mejores textos sin duda :)

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    1. Gracias por vuestro comentario Gregory y si un poco de terror gótico tiene la historia. un abrazo y buen fin de semana.

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    2. Tremendo relato, lleno de emociones que provocan desasosiego, intriga y un poco de miedo. Genial.

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  3. Me ha gustado mucho, Ainhoa y Thorongil. Te deja un poso de desazón. Muy bien.

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  4. El caballito ciego, la torre espinazo...Da miedo.

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  5. Respuestas
    1. Hombre las historias tienen un final, y creo que este es el de los Mc Intire por ahora es este. Si en un futuro escribimos algo mas ya se vera.
      Un abrazo Sebastian.

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  6. Me alegro, Ana: después de todo es un 'cuento de miedito' XDD

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  7. Resulta muy inquietante, muy sombrío. Me encanta.

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  8. Muchas gracias, Encina. Eso de 'inquietante' mola.

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